XXI

APENAS había salido Betsi del comedor, cuando apareció en la puerta Stepán Arkádich, quien venía de casa de Yeliséev, donde acababan de recibir ostras frescas.

—¡Usted aquí, princesa! —exclamó—. ¡Qué feliz encuentro! Ahora vengo de su casa.

—El encuentro no será largo, pues me voy —contestó Betsi, sonriendo, mientras se abotonaba los guantes.

—Un momento, princesa, permítame usted besar su mano antes de que se la cubra. Nada me agrada tanto en las antiguas costumbres como la de besar la mano de las damas.

Y cogió la mano de Betsi.

—¿Cuándo volveremos a vernos?

—No es usted digno de ello —contestó Betsi, riendo.

—¡Oh, sí! Ahora comienzo a ser un hombre formal, y no solamente arreglo mis propios asuntos, sino también los de los demás —dijo con aire de importancia.

—¿De veras? Lo celebro mucho —repuso Betsi, sabiendo que se trataba de Anna.

Y entrando de nuevo en el comedor, atrajo a Oblonski hasta la parte opuesta.

—Ya verá usted —murmuró, con tono de convencimiento— cómo al fin la matará; es imposible resistir eso…

—Me alegro de que piense usted así —replicó Stepán Arkádich, moviendo la cabeza de un lado para otro con aire serio de conmiseración—. Por eso estoy en San Petersburgo.

—En toda la ciudad no se habla de otra cosa —dijo la princesa—, y semejante situación es intolerable. Anna enflaquece por momentos y su esposo no comprende que es una de esas mujeres cuyos sentimientos no se pueden tratar a la ligera. Una de dos, o se la lleva, procediendo con energía, o de lo contrario debe divorciarse, pues el estado actual concluirá con la vida de Anna.

—Sí…, sí…, precisamente —repuso Oblonski, suspirando— he venido para esto, aunque no del todo, pues acabo de ser nombrado chambelán, y es preciso dar gracias a quien corresponde. Sin embargo, es necesario arreglar este asunto.

—¡El cielo os ayude! —dijo Betsi.

Stepán Arkádich acompañó a la princesa hasta el vestíbulo, volvió a besar su mano más arriba del guante, en la muñeca, y después de permitirse un requiebro, que la princesa acogió con una sonrisa a fin de no incomodarse, se separó de ella para ir a ver a su hermana, a la cual encontró llorando. Stepán Arkádich, a pesar de su buen humor, pasó, naturalmente, de la alegría al enternecimiento poético que convenía a la disposición de espíritu de su hermana, a quien preguntó cómo seguía.

—¡Muy mal, muy mal! —contestó—. Lo mismo por la noche que por la mañana, lo mismo en el pasado que en el futuro, todo va mal.

—Siempre ves las cosas negras; es preciso recobrar valor y hacer frente a las circunstancias; ya sé que es difícil, pero…

—He oído decir que algunas mujeres aman a los hombres por sus vicios —comenzó a decir Anna de pronto—; pero lo odio por sus virtudes, y no puedo vivir con él. Compréndeme, no lo aguanto, me pongo mala físicamente nada más verlo. No puedo vivir en su compañía. ¿Qué debo hacer? He sido desgraciada, y creí que no era posible serlo más, pero esto ya traspasa todo lo que imaginé. ¿Puedes creer… que sabiendo yo que es bueno y perfecto, y hallándome persuadida de mi inferioridad, lo aborrezca por su generosidad a pesar de todo? No tengo más remedio que…

Iba a decir «morir», pero su hermano no la dejó acabar.

—Estás enferma y nerviosa, y seguramente lo ves todo exagerado. En eso no hay nada tan terrible.

Ante semejante desesperación, Stepán Arkádich sonreía, pero con una bondad y dulzura casi femenina, que, lejos de ofender, calmaba y enternecía; sus palabras producían el efecto de una loción de aceite de almendras dulces. Anna lo reconoció muy pronto.

—No, Stepán —repuso—; estoy perdida, más que perdida, porque no puedo decir aún que todo esté concluido; presiento todo lo ocurrido, y me comparo con una cuerda demasiado tirante que se ha de romper necesariamente. Aún no ha llegado el fin, pero será terrible.

—No, no; la cuerda se puede aflojar con suavidad. No hay situación que no tenga alguna salida.

—Lo he pensado mucho, y no veo más que una… —Stepán Arkádich comprendió por la mirada de espanto de su hermana que se refería a la muerte; y volvió a interrumpirla.

—No —repuso—, escúchame; tú no puedes juzgar de tu posición como yo, y, por tanto, déjame manifestarte francamente mi parecer —al decir esto sonrió de nuevo bondadosamente—. Voy a tomar las cosas desde el principio: tú te casaste con un hombre que tenía veinte años más que tú, y te casaste sin amor, o por lo menos sin conocerlo. Convengo en que esto fue un error.

—¡Un error terrible! —dijo Anna.

—Pero advierto que este es un hecho consumado. Tuviste después la desgracia de amar a otro hombre; era en verdad una desgracia, pero también es un hecho consumado. Tu esposo lo supo y te perdonó —Stepán Arkádich se detenía a cada frase, cual si quisiese dar tiempo para contestar, pero Anna se callaba—. Ahora podemos plantear la cuestión así: ¿te es posible seguir viviendo con tu esposo? ¿Lo deseas tú y lo desea él?

—No sé nada, absolutamente nada.

—¿No acabas de decir tú misma que no podías sufrirlo?

—No, no lo he dicho; lo niego, no sé ni comprendo nada.

—Pero permíteme…

—Tú no sabrás comprenderme; me he precipitado de cabeza en un abismo, y no debo salvarme, ni tampoco puedo.

—Ya verás cómo te impedimos caer y estrellarte. Te comprendo, y me persuado de que no eres capaz de expresar tus sentimientos y deseos.

—Yo no deseo nada más que una cosa, y es que concluya todo esto.

—¿Crees tú que no lo conoce él y que no sufre también? ¿Qué puede resultar de tales tormentos? El divorcio, por el contrario, lo resolvería todo.

Stepán Arkádich dijo esto trabajosamente; y anunciada su idea principal, miró a su hermana para observar el efecto.

Anna movió la cabeza negativamente sin contestar, pero su rostro expresó un momento de alegría; y Stepán Arkádich dedujo que si no expresaba su deseo, era porque la realización le parecía demasiado seductora.

—Me causa mucho pesar —dijo Stepán Arkádich, sonriendo con más confianza—. ¡Cuánto me alegraría de poder arreglar este asunto! No contestes nada. ¡Si Dios me permitiera expresar todo lo que siento! Voy a buscarlo.

Anna fijó en su hermano su mirada pensativa y brillante y no dijo nada.

Ana Karenina
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