XXXI
DE repente resonó un campanillazo y algunos jóvenes alegres, de aspecto vulgar, pasaron por delante de Anna; Piotr acompañó a su señora hasta el vagón; los hombres agrupados junto a la puerta enmudecieron al verla pasar, y uno de ellos murmuró algunas palabras al oído de su vecino, sin duda una grosería. Anna tomó asiento en un coche de primera y Piotr se quitó el sombrero, con una sonrisa idiota, en señal de despedida, y se alejó. El conductor cerró la portezuela; una dama ridículamente vestida corría por el andén con una niña que reía afectadamente.
«Esa criatura es grotesca y pretenciosa ya», pensó Anna, y para no ver a nadie, fue a sentarse en el lado opuesto.
Un hombrecillo sucio, que llevaba una gorra muy raída, por cuyos lados asomaban algunos mechones de cabello desgreñado, pasó por delante de la ventanilla y se inclinó sobre la vía.
«Yo he visto esa figura en alguna parte», pensó Anna; y de pronto, recordando su pesadilla, retrocedió con espanto hacia la puerta del coche, que un empleado abría para dar paso a un caballero y a una señora.
—¿Desea usted salir? —preguntó el empleado.
Anna no contestó, y nadie pudo observar bajo el velo su expresión de terror. Se sentó al punto y la pareja se colocó enfrente, examinando con discreción, aunque con curiosidad, los detalles de su traje. Ambos parecieron a Anna repugnantes. El marido pidió permiso para fumar, y habiéndolo obtenido comenzó a hablar con su mujer, en francés, con el único objeto de llamar la atención de Anna para trabar conversación con ella.
Aquella pareja debía aborrecerse, según Anna, porque era imposible que semejantes monstruos se amasen.
El ruido, los gritos y las carcajadas que resonaron después de la segunda señal de la campanilla indujeron a Anna a taparse los oídos, pues estas carcajadas la irritaban causándole casi el dolor, no quería oírlas más, pues tenía muy claro que nadie en este mundo tenía motivos para alegrarse. Apenas se hizo la tercera señal, la locomotora silbó, se puso el tren en movimiento y el caballero que estaba sentado frente a Anna hizo la señal de la cruz. «¿A qué vendrá esto?», pensó Anna, observando a su vecino; y volvió la cabeza con ademán de enojo para mirar los vagones y las paredes de la estación, que parecían pasar por delante de la ventanilla. El movimiento comenzó a ser más rápido; los rayos del sol poniente llegaron hasta el coche y comenzó a soplar una ligera brisa.
Anna, olvidando a sus compañeros de viaje, respiró el aire fresco y prosiguió el curso de sus reflexiones.
«¿En qué pensaba yo? —se dijo—. En que mi vida, de cualquier modo que me la represente, no puede ser más que dolor; todos estamos destinados a sufrir y solo buscamos un medio para disimularlo, aunque la verdad nos salta a la vista.»
—El hombre está dotado de razón para rechazar lo que le molesta o desagrada —dijo en francés la señora que iba en el coche, satisfecha de su frase.
Estas palabras respondían al pensamiento de Anna.
«Rechazar lo que molesta», pensó; y le bastó fijar una mirada en el hombre que tenía enfrente y en su esposa para comprender que esta última debía considerarse como un ser incomprensible, y que su marido, sin disuadirla de ello, se aprovechaba para engañarla.
Anna creía ver claramente todos los rincones de sus almas, pero como no representaban para ella ningún interés, continuó el hilo de sus pensamientos. «Rechazar lo que molesta. Para ello el hombre está dotado de razón. ¿Por qué no apagar la luz, cuando ya no hay qué mirar, cuando todo produce repugnancia? Pero ¿cómo? ¿Por qué ha pasado corriendo el mozo del tren? ¿Por qué hablan? ¿Por qué ríen? ¡Todo es mentira, engaño, maldad!»
Al llegar a la estación, trató de evitar el contacto con toda aquella gente ruidosa y permaneció en el andén, preguntándose qué haría. En aquel momento le parecía todo de difícil ejecución; empujada por uno u otro lado y observada con curiosidad por todos, no sabía dónde refugiarse; pero al fin se le ocurrió detener a un empleado para preguntarle si no había ido a la estación el cochero del conde Vronski con un mensaje.
—¿El conde Vronski? Hace muy poco tiempo han venido de su finca a buscar a la princesa Sorókina y a su hija. ¿Cómo es ese cochero?
En el mismo instante Anna vio avanzar hacia ella a su enviado, el cochero Mijaíl, que llevaba un caftaán nuevo y en la mano una carta, manifestando en su rostro orgullosa satisfacción por haber cumplido su encargo.
Anna rasgó el sobre y su corazón se oprimió al leer lo siguiente:
Siento que su carta no me haya encontrado en Moscú: volveré a las diez.
Vronski.
«Eso es; ya me lo esperaba», murmuró Anna con sarcástica sonrisa.
—Ya puedes volverte a casa —dijo al joven cochero, pronunciando estas palabras lenta y dulcemente. Su corazón latía de tal modo, que apenas la dejaba hablar. «No —pensó—, no consentiré que me haga sufrir más.» Y siguió avanzando por el andén. «¿Adónde ir, Dios mío?», se preguntó al ver que la observaban varias personas, a quienes su traje y hermosura llamaban sin duda la atención. Un empleado le preguntó si esperaba el tren y un vendedor ambulante no separaba de ella la vista. Llegada a la extremidad del andén se detuvo, unas señoras y sus niños hablaban con un caballero, a quien sin duda habían ido a buscar, y también volvieron la cabeza para mirar a Anna cuando pasó. Esta última apresuró el paso; en aquel instante se acercaba un tren de mercancías, haciendo retemblar las paredes de la estación, y repentinamente se acordó del hombre destrozado por la locomotora el día en que encontró a Vronski por primera vez en Moscú; entonces comprendió lo que debía hacen. Rápidamente franqueó los escalones que desde la cisterna, colocada en la extremidad del andén, conducían hasta los carriles, y se detuvo al borde del andén; con singular frialdad examinó la rueda grande de la locomotora, las cadenas y los ejes, tratando de medir con la vista la distancia que separaba las ruedas delanteras de las traseras del primer vagón, para calcular aproximadamente la mitad y el minuto, cuando ese punto iba a pasar a su lado.
«¡Ahí! —se dijo, fijando su vista en la sombra que proyectaba el tren en la arena y la carbonilla que cubría las traviesas—. ¡Ahí quedará castigado y yo me veré libre de todos y de mi misma!»
El saquito rojo, que no pudo desprender fácilmente de su brazo, la hizo perder el momento de arrojarse bajo el primer furgón. Esperó el segundo, y entonces experimentó una impresión semejante a la que en otro tiempo sentía al sumergirse en el río para bañarse e hizo la señal de la cruz. Este ademán familiar despertó en su alma una infinidad de recuerdos de la juventud y de la infancia; ante ella brilló la vida un momento con sus fugaces alegrías; pero no separó la vista del tren, y cuando vio el espacio entre dos ruedas arrojó su saquito, inclinó la cabeza, y cruzando los brazos, se dejó caer de rodillas bajo el vagón, como dispuesta a levantarse. Aún le quedó tiempo para tener miedo. «¿Dónde estoy? ¿Por qué?», pensó Anna, haciendo un esfuerzo para echarse hacia atrás. Pero una pesada mole, enorme e inflexible, chocando con su cabeza, la arrastró por los hombros.
—¡Perdóname, señor! —murmuró, comprendiendo la inutilidad de la lucha.
En aquel momento un hombrecillo de espesa barba y cabello desgreñado se inclinó en el estribo del vagón para mirar la vía. Y la luz que para aquella infeliz había iluminado el libro de la vida con sus tribulaciones, sus falsedades y sus dolores, rasgando en aquel momento las tinieblas, brilló con vivo fulgor, iluminándolo todo, lo que hasta entonces estaba oculto en la oscuridad, vaciló y se extinguió para siempre.