XIX

«HA revelado a los simples y a los niños lo que ocultaba a los sabios», pensó Levin acerca de Kiti, mientras hablaba con ella pocos momentos después. Citaba las palabras del Evangelio no porque se considerase sabio, sino porque no podía ignorar que era más inteligente que su mujer y que Agafia Mijáilovna, ni podía ignorar tampoco que, cuando pensaba en la muerte, lo hacía con todas las fuerzas de su alma. Sabía también que muchos cerebros célebres habían filosofado sobre la muerte, Levin había leído sus trabajos, pero no entendían sobre ella ni la centésima parte de lo que sabían Agafia Mijáilovna y Kiti, Katia[50], como la llamaba Nikolái y como ahora le gustaba llamarla a Levin. Estas dos mujeres, tan desemejantes entre sí, se parecían en un todo por sus ideas sobre la materia; ambas sabían, sin abrigar la menor duda, el sentido de la vida y de la muerte, y aunque incapaces de contestar a las preguntas que fermentaban en el espíritu de Lievin, debían explicarse del mismo modo esos grandes hechos del destino humano, compartiendo su creencia sobre este punto con millones de seres. Como prueba de su familiaridad con la muerte, sin ninguna duda sabían exactamente, cómo tratar a los moribundos y no los temían, mientras que Lievin y aquellos que como él podían reflexionar largamente sobre tan lúgubre tema, carecían de valor y temían la muerte y no tenían ni menor idea cómo había que actuar con una persona a punto de morir; solo con su hermano, Konstantín se hubiera contentado con mirarlo, esperando su fin con espanto, pero sin hacer cosa alguna para retardar la última hora.

La vista del enfermo lo paralizaba; ante él no podía ya hablar, ni mirar, ni andar; hablar de cosas indiferentes le parecía ofensivo, y tratar de cosas tristes, como, por ejemplo, la muerte, imposible; de modo que más valía callarse.

«Si lo miro —pensaba— creerá que tengo miedo, y si no lo miro, puede suponer que mis pensamientos están en otra parte; si ando de puntillas, tal vez le enoje, y si hago ruido, le parecerá brutal.»

Kiti no pensaba en ningún momento de sí misma ni tenía tiempo para ello; ocupada solo del enfermo, sus ideas sobre lo que debía hacer parecían muy claras y todo le salía bien.

Le contaba detalles sobre sí misma, sobre su casamiento, se sonreía, compadecía al enfermo, lo acariciaba, hacía mención de varias curas y lo reanimaba así. ¿De dónde había recibido estas luces particulares? Y así Kiti como Agafia Mijáilovna no se contentaban con los cuidados físicos y los actos puramente materiales; se preocupaban las dos de una cuestión más elevada; al hablar de un servidor que acababa de morir, Agafia Mijáilovna había dicho:

—A Dios gracias, ha comulgado y recibido los santos sacramentos; Dios conceda a todos un fin semejante.

Kiti, por su parte, halló el medio de inclinar a su cuñado desde el primer día a recibir los santos sacramentos, y esto mientras se ocupaba de las ropas y de las medicinas.

Cuando volvió a sus habitaciones, Lievin no sabía qué hacer. Cenar, acostarse, pensar en sus propios asuntos, incluso hablar con su mujer le daba vergüenza. Kiti, por el contrario, estaba más activa que de costumbre. Incluso más animada que nunca. Ordenó servir la cena, ayudó a preparar las camas, sin olvidarse de echar «polvos persas». Kiti sentía la excitación y rapidez de comprensión que experimenta un hombre ante la batalla, ante la lucha, en los momentos peligrosos y decisivos de la vida, en aquellos minutos en que un hombre muestra que toda su vida anterior no transcurrió en vano, sino que fue una preparación para aquellos instantes. Todo le salía bien. Aún no habían dado las doce, había deshecho ya sus equipajes, y las habitaciones del hotel adquirieron el aspecto de su propia casa: las camas hechas, los cepillos, peines, espejos cuidadosamente colocados, los manteles puestos.

A Lievin le parecía imperdonable comer, dormir, hablar en un momento así y consideraba cada movimiento suyo inconveniente. Kiti hacía sus cosas de tal modo que era imposible hallar algo ofensivo en sus ocupaciones.

Sin embargo, no pudieron comer nada, ni dormir, y tardaron mucho en acostarse.

—Lo he convencido para que le administren mañana los santos sacramentos —decía Kiti, mientras, sentada ante un pequeño espejo, peinaba sus suaves y perfumados cabellos—. Nunca he visto hacerlo, pero he oído decir que existen oraciones de curación.

—¿Crees que puede curarse? —dijo Lievin, mientras seguía los movimientos de Kiti.

—Se lo he preguntado al doctor. Dice que no vivirá más de tres días. Pero ¿cómo pueden saberlo? No obstante, me alegro de haberlo convencido. Todo puede ocurrir —agregó, con una expresión peculiar de astucia, que siempre adquiría su rostro cuando hablaba de religión.

Después de su conversación sobre la religión durante su noviazgo, nunca habían vuelto a hablar sobre aquel tema. Pero Kiti seguía yendo a misa y rezando con el mismo sereno convencimiento de cumplir un deber. A pesar de que Lievin afirmaba lo contrario, Kiti estaba firmemente persuadida de que su marido era tan bueno o mejor cristiano que ella, y que su actitud religiosa no era más que una de esas curiosas manías de los hombres; algo así como sus afirmaciones acerca de la broderie anglaise: todo el mundo zurce los agujeros mientras que ella los recorta intencionadamente, etc.

—Esa mujer, Maria Nikoláievna, no ha sabido arreglar nada —dijo Lievin—. Y… debo reconocer que me alegro, me alegro mucho de que hayas venido. Eres la limpieza misma —y Lievin le tomó su mano y no la besó (besarle la mano cuando la muerte estaba tan cerca le parecía indecoroso), sino la estrechó suavemente, con una expresión de culpabilidad, mientras fijaba su mirada en sus ojos iluminados.

—Tú solo sufrirías más —dijo Kiti, mientras levantaba los brazos, que ocultaban el rubor de satisfacción que cubría sus mejillas, y clavaba con horquillas sus trenzas—. No —prosiguió—, no, esa mujer no hubiera sabido hacerlo… Yo aprendí mucho en Soden.

—¿Y allí había enfermos así?

—Y peor.

—Lo más terrible para mí es que no puedo dejar de recordar cómo era Nikolái en su juventud. No puedes imaginarte qué muchacho tan extraordinario era, pero yo entonces no lo comprendía.

—Sí, me lo imagino. Siento que nos hubiéramos llevado muy bien los dos —dijo Kiti asustada; miró a su marido y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Sí, hubiérais sido buenos amigos —contestó Lievin tristemente—. Es uno de esos hombres que no han nacido para este mundo.

—Bueno, ya es hora de acostarse, que nos quedan muchos días así por delante —dijo Kiti al mirar su diminuto reloj.

Ana Karenina
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