XXII

EL chaparrón duró poco, y cuando Vronski llegó, al trote de su caballo, al punto a que se dirigía, el sol brillaba de nuevo, iluminando los tejados y el follaje de los añosos tilos, cuya sombra se proyectaba desde los jardines de las inmediaciones de la calle principal. El agua corría por las fachadas de las casas y las ramas de los árboles parecían acudir alegremente las gotas de lluvia. Vronski no pensaba ya en el daño que esta última podía causar en el campo de las carreras, y regocijándose al reflexionar que, gracias al agua, «ella» estaría sola, pues sabía que Alexiéi Alexándrovich, de regreso de un viaje hacía poco, no había salido aún de San Petersburgo para ir al campo.

Vronski detuvo el coche a corta distancia de la casa, y a fin de llamar la atención lo menos posible, entró en el patio a pie, en vez de llamar a la puerta principal.

—¿Ha llegado ya el señor Karenin? —preguntó al jardinero.

—Todavía no; pero la señora está en casa. Si llama usted, le abrirán.

—No, prefiero entrar por el jardín.

Sabiendo que estaba sola, quería sorprenderla, y no habiendo anunciado su visita, no podía esperarlo a causa de las carreras. En su consecuencia, se adelantó con precaución a lo largo de los senderos orilladas de flores, levantando su sable para no hacer ruido, y al fin llegó al terrado por donde se bajaba al jardín. Ya no se acordaba de sus preocupaciones durante el camino ni de las dificultades de su situación; pensaba solamente en la dicha de «verla» y hablar con «ella». Ya franqueaba la escalera del terrado con el mayor sigilo posible, cuando recordó lo que olvidaba siempre y lo que constituía la parte más dolorosa de sus relaciones con Anna: la presencia de su hijo, de aquel niño de mirada investigadora.

Este niño era el principal obstáculo para sus entrevistas; jamás Vronski y Anna se permitían, cuando estaba presente, la menor palabra que no pudiera ser oída de todo el mundo, ni hacían la menor alusión que el niño pudiese comprender. No necesitaban ponerse de acuerdo para esto, pues cada cual hubiera creído injuriarse al pronunciar una sola palabra engañosa para el hijo de Anna. A pesar de sus precauciones, Vronski encontraba a menudo la mirada escrutadora y algo desconfiada de Serguiéi, siempre fija en él, unas veces tímida y otras cariñosa, pero rara vez la misma. Se hubiera dicho que el niño comprendía instintivamente que entre aquel hombre y su madre existía un lazo formal, cuya significación no adivinaba.

Serguiéi, efectivamente, se esforzaba en vano para comprender cómo debía conducirse con aquel caballero; había adivinado, con la intuición propia de la infancia, que su padre, su aya y la criada lo miraban con aversión, mientras que su madre lo trataba como a su mejor amigo.

«¿Qué significa esto, quién es ese caballero? —se preguntaba el niño—. ¿Cómo debería amarlo? ¿Si no lo entiendo, será porque es culpa mía y soy un niño malo y tonto?»

De aquí resultaba su timidez y su expresión curiosa y desconfiada, así como la volubilidad que tanto molestaba a Vronski, a quien la presencia del niño producía también esa impresión repulsiva, sin causa aparente, que lo acosaba hacía algún tiempo. Vronski y Anna se semejaban en cierto modo a unos navegantes a quienes la brújula demostrase que derivaban, sin que les fuera posible detenerse en su curso, aunque a cada momento se alejasen de la vía recta y reconociesen que esto los arrastraba a su pérdida. El niño, con su cándida mirada, era esa implacable brújula, y ambos lo comprendían sin querer convenir en ello.

Aquel día Seriozha[25] había salido y Anna estaba sola en el terrado, esperando la vuelta de su hijo, tal vez sorprendido por la lluvia en el paseo; la doncella y un criado habían ido en su busca. Vestida con traje blanco, estaba sentada en un ángulo del terrado, en parte oculta por varias plantas y flores, y no oyó los pasos de Vronski. Con la cabeza inclinada, apoyaba su frente sobre una regadera, la cual atraía hacia sí con sus delicadas manos, cargadas de preciosos anillos. La hermosura de aquella cabeza, con su cabello negro y rizado, de aquellos brazos admirables y, en fin, de todo el conjunto de su persona, producía siempre profunda impresión en Vronski y lo sorprendía cuando la contemplaba. Se detuvo y la miró con amor, mientras que ella, conociendo instintivamente su aproximación, rechazaba la regadera, para mirar al conde.

—¿Ha estado enferma? —preguntó Vronski en francés, acercándose a Anna.

Hubiera querido correr hacia ella, pero temiendo que lo vieran, dirigió una mirada hacia la puerta del terrado, ruborizándose, como siempre que se trataba de disimular.

—No, estoy buena —dijo Anna, levantándose y estrechando vivamente la mano de Vronski—. No te esperaba. Me has atemorizado; estoy sola y espero a Serguiéi, que ha ido a pasear; deben pasar por aquí.

A pesar de la calma que fingía, sus labios temblaban.

—Dispénseme usted por haber venido —repuso Vronski—; pero no podía pasar el día sin verla —dijo en francés, evitando así el «usted», ya imposible entre ellos, y el «tú», tan peligroso en ruso.

—Nada tengo que dispensar; soy demasiado feliz.

—Pero está usted enferma o triste —añadió, inclinándose hacia Anna sin dejar su mano—. ¿En qué piensa usted?

—Siempre en la misma cosa—contestó Anna, sonriendo.

Y decía verdad: a cualquier hora del día que le hubieran preguntado, habría respondido inevitablemente que pensaba en su felicidad; y en el momento de entrar Vronski se preguntaba por qué algunos, como por ejemplo Betsi, cuyas relaciones con Tushkiévich conocía, tomaban a la ligera lo que para ella era tan cruel. Este pensamiento la había martirizado aquel día particularmente. Habló de las carreras, y Vronski refirió a fin de distraer a Anna de su preocupación, los preparativos que se hacían. Su tono era de todo tranquilo.

«¿Se lo diré o no se lo diré? —pensaba Anna, mirando aquellos ojos tranquilos y cariñosos—. Parece tan feliz y de tal modo le divierten las futuras carreras, que tal vez no comprenda la importancia de lo que nos sucede.»

—No me ha dicho usted en qué pensaba cuando entré —dijo Vronski, interrumpiendo su relato—. ¿No podré saberlo?

Anna no contestó; con la cabeza inclinada fijaba en el conde la mirada cariñosa de sus hermosos ojos, mientras que sus dedos oprimían una hoja desprendida. La fisonomía de Vronski tomó al punto esa expresión de amor humilde y de abnegación absoluta que le era peculiar cuando hablaba con Anna.

—Comprendo —dijo— que ha sucedido alguna cosa, y no puedo estar tranquilo un solo instante cuando sé que tiene usted un pesar del que yo no participo. En nombre de Dios —añadió con tono suplicante—, hable usted.

«Si no comprende toda la importancia de lo que debo decirle —pensó Anna—, sé que no lo perdonaré nunca, y por tanto, vale más callar que ponerlo a prueba.»

—¡Pero Dios mío! ¿Qué hay? —preguntó Vronski, tomando su mano.

—¿Deberé decirlo?

—Sí, sí.

—Pues has de saber que estoy encinta —murmuró Anna lentamente.

La hoja que tenía entre los dedos se agitó más aún, pero Anna no separaba la vista de Vronski y trataba de leer en sus ojos el efecto que le produciría aquella confesión.

El conde palideció y quiso hablar; pero se detuvo e inclinó la cabeza, soltando la mano que tenía entre las suyas.

«Sí, comprende todo el alcance de lo que ha sucedido», pensó Anna, cogiendo agradecida la mano de Vronski.

Pero se equivocaba al creer que pensaba como ella. Al oír aquellas palabras, la impresión de aborrecimiento que lo perseguía lo sobrecogió más vivamente que nunca y comprendió que había llegado la crisis que deseaba. En adelante no se podía ya disimular nada a los ojos del marido, y era forzoso salir cuanto antes a todo trance de aquella situación odiosa e insostenible. La turbación de Anna se le había comunicado; fijó en su amante una mirada humilde, besó la mano, se levantó y comenzó a pasear por el terrado sin decir palabra.

Después se acercó a Anna y le dijo con tono resuelto:

—Ni usted ni yo hemos considerado nuestras relaciones como una dicha pasajera; ahora está ya echada nuestra suerte; es preciso de todo punto poner término al engaño en que vivimos.

—¿Y cómo hemos de poner término, Alexiéi? —preguntó Anna con dulzura, tranquila y serena.

—Es preciso la separación con tu esposo para que unamos nuestras existencias.

—¿No están unidas ya?—preguntó Anna a media voz.

—No del todo.

—Pero ¿cómo lo haremos, Alexiéi? Explícamelo —añadió con triste ironía, pensando en lo excepcional de su situación—. ¿Existe acaso una salida? ¿No soy la mujer de mi marido?

—Por difícil que sea una situación, siempre tiene alguna salida, y ahora se trata solo de tomar un partido… Cualquier cosa será mejor que tu vida presente. ¿Crees que no veo cuánto ha cambiado todo para ti…, tu esposo, tu hijo, el mundo y todo?

—De mi esposo no hay que hablar —repuso Anna sonriendo con sencillez—, pues no lo conozco ni pienso en él, ni siquiera sé que existe.

—No eres sincera; te conozco bien y sé que te atormentas así a causa de él.

—Pero si no sabe nada… —repuso Anna ruborizándose, no solo en las mejillas y en la frente, sino hasta en el cuello, mientras que las lágrimas se agolpaban a sus ojos—. No hablemos de él.

Ana Karenina
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