XXXII

LA primera persona que Anna vio al entrar en su casa fue a su hijo, que se precipitó por la escalera, a pesar de su aya, gritando con la mayor alegría:

¡Mamá, mamá! Bien le decía que era mamá —dijo a su aya—; ya sabía yo que era ella.

El hijo, así como el padre, produjo en Anna una especie de descanso; se lo representaba mejor de lo que en realidad era, y, sin embargo, a cualquiera le habría parecido hermoso, con su cabello rizado, sus ojos azules y sus graciosas formas.

No obstante, Anna experimentó un bienestar casi físico al recibir sus caricias, y cierta calma al ver la expresión de sus ojos y su seductora gracia; escuchó sus preguntas infantiles, colocando sobre la mesa los regalitos que le enviaban los hijos de Dolli, y le dijo que en Moscú había una niña llamada Tania, que sabía ya leer y hasta enseñaba a los otros niños.

—Entonces ¿soy peor que ella? —preguntó Seriozha.

—Para mí no hay otro como tú en el mundo.

—Ya lo sé —repuso el niño, sonriendo.

Apenas hubo almorzado Anna, anunciaron a la condesa Lidia Ivánovna. Era una mujer alta, de cutis amarillento y aspecto enfermizo, pero tenía magníficos ojos negros; Anna la quería mucho, mas aquel día le llamaron la atención sus defectos por primera vez.

—Veamos, amiga mía, ¿ha traído usted la rama del olivo? —preguntó la condesa al entrar.

—Sí; ya está arreglado todo; pero la cosa no era tan grave como pensábamos; mi belle soeur es un poco viva de genio al adoptar sus resoluciones.

La condesa Lidia, que tenía la costumbre de interesarse en todo cuanto no le importaba, solía no prestar la menor atención a lo que podía preocuparla, y así es que interrumpió a su amiga diciendo:

—Sí, hay muchos males y tristezas en este mundo, y hoy día me siento muy agobiada.

—¿Pues qué ocurre? —preguntó Anna, sonriendo involuntariamente.

—Comienzo a cansarme de luchar en vano por la verdad. La obra de nuestras hermanitas —se trataba de una institución filantrópica y patrióticamente religiosa— marcha perfectamente; pero nada se puede hacer con esos señores —agregó la condesa con una sonrisa de resignación ante el destino—. Se han apoderado de la idea para desfigurarla en absoluto, y ahora la juzgan de una manera mísera y pobre. Dos o tres personas, entre las cuales figura el esposo de usted, son la únicas que comprenden esa obra; las demás no hacen otra cosa sino desacreditarla. Ayer mismo, Pravdin me escribió…

La condesa refirió lo que contenía la carta del personaje, célebre paneslavista que residía en el extranjero, hablando después de los numerosos lazos que se habían tendido a la obra de la unidad de las iglesias. Se extendió también sobre los disgustos que con este motivo sufría; y, por último, se retiró apresuradamente, pues le era preciso asistir aquel mismo día, según dijo, a una reunión del comité eslavo.

«Pero si siempre fue igual —se dijo a sí misma Anna—. Sin embargo, yo no lo advertía. ¿Quizá la condesa esté irritada hoy? La verdad es que resulta divertida; su fin es la virtud cristiana, pero se enfada con todos y todos son sus enemigos en la virtud y el cristianismo.»

Después de la condesa Lidia, se presentó otra amiga de Anna, esposa de un alto funcionario, que le dio cuenta de las noticias de la ciudad. Anna se quedó luego sola, pues el señor Karenin estaba en el ministerio. El tiempo que precedía a la hora de comer lo consagró a presidir la mesa de su hijo, pues siempre se le servía aparte, y a poner orden en sus asuntos y en su correspondencia atrasada.

La turbación y el sentimiento de vergüenza que tanto la habían disgustado durante el camino se desvanecían ahora en las condiciones ordinarias de su vida; recobraba la calma y la tranquilidad, y se admiraba del estado de su espíritu de la víspera. ¿Qué había ocurrido que fuera grave? Vronski había dicho una locura, a la que no debía dar importancia, y por lo mismo juzgaba inútil hablar de ello al señor Karenin, tanto más cuanto este, al haberle referido Anna hacía tiempo cómo un joven le había insinuado su amor, le había dicho que toda mujer de mundo debía esperar incidentes de este género; pero que su confianza en ella era demasiado absoluta para que pudiera abrigar una pasión de celos humillante.

«Más vale callarse —pensó Anna—, y además, a Dios gracias, nada tengo que decirle.»

Ana Karenina
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