VIII

A finales de mayo, cuando las cosas se arreglaron más o menos, Daria Alexándrovna recibió una carta de su marido, respondiendo a sus quejas acerca de las incomodidades en el campo. Oblonski le pedía perdón por no haberlo pensado todo y le prometía ir a la finca en cuanto tuviera una posibilidad. Sin embargo no hubo semejante posibilidad y hasta principios de junio Daria Alexándrovna vivió sola.

Durante la cuaresma de San Pedro, Dolli llevó a sus niños a comulgar. Aunque sus parientes y amigos extrañaban a veces su libertad de pensamiento en las cuestiones de fe, Dolli no dejaba de tener su religión, que apenas relacionada con los dogmas de la iglesia, semejábase singularmente a la metempsicosis, lo cual no impedía que Dolli hiciera cumplir estrictamente en su familia las prescripciones de la iglesia. No solo quería dar así el ejemplo, sino que obedecía a una necesidad de su alma. Inquieta por la idea de que sus hijos no hubiesen comulgado en todo el año, quiso hacerles cumplir con este deber.

Se habían adoptado con anterioridad las disposiciones necesarias para arreglar el traje de los niños, a los que se pusieron, después de bien lavados, botones nuevos y lazos de cintas. Terminados todos los preparativos, los hijos de Dolli, bien engalanados y radiantes de alegría, se reunieron un domingo en el zaguán, delante del vehículo que debía conducirlos, esperando a su madre para ir a la iglesia. Gracias a la protección de Matriona Filimónovna, el caballo indómito había sido reemplazado por el del intendente. Daria Alexándrovna se presentó vestida de blanco, y un momento después se emprendió la marcha.

Dolli se había vestido cuidadosamente, casi con emoción. En otro tiempo le gustaba engalanarse con elegancia a fin de agradar; pero ya había perdido el gusto a los adornos, obligándola esto a reconocer que su belleza había desaparecido. Sin embargo, aquel día, deseosa de no hacer sombra en el cuadro, junto a sus hijos, quiso esmerarse un poco, aunque no para embellecerse. Se miró en el espejo la última vez y se quedó contenta. Iba guapa. No tan guapa como antes, cuando deseaba ir guapa al baile, pero guapa para lo que iba a hacer ahora.

En la iglesia no había más que algunos campesinos y gente de la casa; pero Dolli observó la admiración que sus niños y ella producían al pasar. Tania, semejante a una mujercita, cuidaba de sus hermanos, y Lilí iba la última, haciendo gracia a todos por el asombro que manifestaba a cada paso cuando veía alguna cosa nueva; fue difícil no sonreír cuando después de haber comulgado, dijo: «Please, some more[34]

De regreso a su casa, después de comulgar, los niños, bajo la impresión del acto solemne en que acababan de tomar parte, fueron muy juiciosos hasta la hora del almuerzo; pero en aquel momento Grisha se permitió silbar, rehusando obedecer a la inglesa, por lo cual se le privó del postre, castigo que Dolli debió confirmar, porque era justo; este episodio, sin embargo, turbó la alegría de todos.

Por fortuna, Tania, con el pretexto de hacer una comida para sus muñecas, obtuvo permiso de tomar un trozo de pastel, y se lo llevó a Grisha, a quien encontró llorando.

Terminado el almuerzo, y cuando se hubo desnudado a los niños para ponerles la ropa de diario, Dolli dispuso que se los condujera en la tartana al bosque para buscar setas. En medio de sus gritos de alegría pronto llenaron un cesto, y hasta Lilí, la más pequeña, encontró por sí sola una, lo cual produjo un entusiasmo general.

El día terminó con un baño en el río; se ataron los caballos a los árboles, y el cochero, Terenti, dejándolos cazar las moscas con sus colas, se tumbó debajo de un abedul, encendió su pipa y se distrajo oyendo las carcajadas y los gritos de las criaturas.

Le complacía a Dolli bañar por sí misma a los niños, aunque no era cosa fácil impedirles que hicieran locuras ni encontrar completa la colección de medias y zapatitos cuando llegaba el momento de vestirlos. Los graciosos cuerpos que sumergía en el agua, los brillantes ojos de aquellas cabezas de querubines, las exclamaciones de espanto al hundirse en el líquido elemento, todo, en fin, era motivo de diversión para la madre.

Los niños estaban a medio vestir cuando acertaron a pasar por aquel sitio varias campesinas con su traje dominguero, que se detuvieron tímidamente ante la barraca. Matriona Filimónovna llamó a una de ellas para que hiciera el favor de sacar alguna ropa que había caído en el río, y Dolli les dirigió la palabra. Las buenas mujeres empezaron por reírse, ocultando la boca con una mano, pues no comprendían bien las preguntas, pero después tomaron confianza y se granjearon la simpatía de Dolli por su sincera admiración al contemplar los niños.

—¡Mira qué hermosa y qué blanca es esa! —dijo una de ellas señalando a Tania—. Parece un terrón de azúcar, pero está muy flaca.

—Es porque ha padecido una enfermedad.

—-¿A este también le habrán bañado? —pregunto otra aldeana, señalando al niño más pequeño.

—¡Oh, no! Este no tiene más que tres meses —contestó Dolli con orgullo.

—¿De veras?

—Sí. ¿Y tienes tú hijos?

—He tenido cuatro; pero solo quedan dos, niño y niña.

—¿Qué edad tiene el más pequeño?

—Pronto cumplirá dos años.

Continuaron hablando algún tiempo sobre los niños y sus enfermedades, pues Dolli se interesaba en esta conversación tanto como las campesinas, y además estaba contenta, porque estas le envidiaban el número de sus hijos y su belleza. Una de las aldeanas miraba fijamente a la inglesa, que se estaba vistiendo y se ponía varios refajos, uno sobre otro. Al llegar al tercero, la campesina no pudo reprimir una exclamación de sorpresa, y gritó involuntariamente:

—¡Mira, mira esa señora; no acabará de vestirse nunca!

Esto excitó la hilaridad de todos.

Ana Karenina
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