VI
EN aquel momento, uno de los oficiantes fue a extender en medio de la iglesia una pieza de tela de color rosa; mientras que el coro entonaba un salmo de difícil y complicada ejecución, el sacerdote hizo señas a los casados, indicándoles aquella especie de alfombra.
Ambos conocían la preocupación según la cual aquel de los dos esposos cuyo pie la tocase primero llegaría a ser el verdadero jefe de la familia; pero ni Lievin ni Kiti la recordaron ni tampoco hicieron aprecio de las observaciones de las personas que los rodeaban: si había sido él, el que había pisado primero, o lo habían hecho los dos a la vez. Después de las preguntas habituales respecto a si querían contraer matrimonio y no lo habían prometido a otros, y de las respuestas que tan extrañas les sonaban, comenzó otra ceremonia religiosa. Kiti escuchó las oraciones, procurando comprenderlas sin poder conseguirlo; pero cuanto más avanzaba la ceremonia, más triunfante era la alegría que se desbordaba en su corazón, impidiéndola fijarse en nada.
Se rogó a Dios «para que los esposos tuviesen el don de la sabiduría y una numerosa posteridad»; se recordó «que la primera mujer se había formado de una costilla de Adán»; «que la mujer debía abandonar a sus padres para no constituir sino una persona con su esposo»; y se pidió a Dios «que los bendijera como Isaac, Rebeca, Moisés y Séfora, permitiéndoles ver sus hijos hasta la tercera y la cuarta generación». «¡Qué hermoso es todo esto!», pensaba Kiti oyendo la oración. «Así será, no puede ser de otra manera.» Y su sonrisa de felicidad, que iluminaba su rostro conmovido, involuntariamente se transmitía a todos los que la miraban.
Cuando el sacerdote presentó las coronas, y Scherbatski, con sus guantes de tres botones, sostuvo tembloroso la de la novia, le aconsejaron todos a media voz que la encajara bien en la cabeza de Kiti.
—Póngamela usted —murmuró la joven, sonriendo.
Lievin volvió la cabeza, y al ver su rostro radiante de alegría, se juzgó feliz como ella.
Ambos escucharon, con la alegría en el alma, la lectura de la epístola y la voz monótona del diácono en el último versículo, muy apreciado del público extraño, que lo esperaba con impaciencia. Después bebieron con gusto el agua y el vino tibios en la copa, y siguieron casi alegremente al sacerdote cuando les hizo dar la vuelta alrededor del pupitre, teniendo las manos en las suyas. Scherbatski y Chírikov iban en pos de los recién casados, sosteniendo las coronas y sonriendo también, porque tropezaban a cada paso con la cola del vestido de la novia. La alegría de Kiti parecía comunicarse a toda la concurrencia; y Lievin estaba convencido de que el diácono y el sacerdote sufrían el contagio como él.
Retiraron las coronas, el sacerdote leyó los últimos versos, felicitando a la joven pareja. Lievin miró a Kiti y creyó no haberla visto jamás tan hermosa; quiso hablar, pero se detuvo, temiendo que la ceremonia no hubiese terminado aún.
—Puede besar a su esposa… y usted también puede besar a su esposo.
Al pronunciar estas palabras, tomó el cirio de las manos de cada uno de los esposos.
Levin besó a Kiti delicadamente, cogió su brazo y salió de la iglesia dominado por la nueva y extraña impresión de que acababa de unirse con ella de pronto.
No había creído hasta entonces en la realidad de lo que estaba viendo, y no comenzó a dar fe hasta que sus miradas de asombro se encontraron; entonces comprendió que los dos no formaban realmente más que uno.
En la misma noche, después de cenar, los jóvenes esposos marcharon al campo.