XII

ANNA y Vronski, cansados de la discusión sabia de su amigo, resolvieron al fin continuar solos la visita del taller, y se detuvieron ante un pequeño cuadro.

—¡Qué alhaja, es encantadora! —exclamaron los dos a un tiempo.

«¿Qué será lo que los agrada tanto?», pensó el artista.

Había olvidado completamente aquel cuadro, hecho tres años antes, porque una vez terminado un lienzo no solía volver a mirarlo, y solo lo tenía allí porque un inglés deseaba comprárselo.

—No vale nada —dijo—; es un antiguo estudio.

—Pues yo lo creo excelente —repuso Goleníschev, admirando sinceramente la obra.

Dos niños pescaban con caña a la sombra de un árbol; el mayor, muy absorto, retiraba prudentemente su sedal de las ondas, mientras que el más joven, echado en la hierba, apoyaba en un brazo su cabeza rubia, mirando el agua con expresión pensativa: tal era el asunto del lienzo.

El entusiasmo producido por aquel estudio hizo experimentar al artista su primera emoción; pero temía las vanas reminiscencias del pasado, y quiso enseñar a sus visitantes otro lienzo. Vronski le desagradó al preguntarle si aquel cuadrito era para vender; esta alusión al dinero le pareció inoportuna, y contestó, frunciendo las cejas:

—Está expuesto para la venta.

Cuando se hubieron retirado los visitantes, el artista fue a sentarse frente al cuadro que representaba a Cristo delante de Pilatos, y repasó mentalmente todo cuanto se había dicho sobre la obra; pero, ¡cosa extraña!, las observaciones que parecían tener antes tanto peso, perdían ahora toda su significación. Al examinar el trabajo con su mirada de artista, se convenció de que era perfecto, y recobró, por tanto, la disposición de espíritu necesaria para continuar su obra.

Sin embargo, creyendo reconocer un defecto en la pierna de Cristo, cogió su paleta, y al corregirlo examinó en el segundo término la cabeza de Juan, que consideraba como el cúmulo de la perfección, y en la cual no habían reparado los visitantes. Quiso retocarla también, mas para trabajar no debía estar tan conmovido; en su consecuencia, resolvió cubrir su cuadro, y, al hacerlo, miró otra vez con éxtasis a San Juan, hasta que, arrancándose a su contemplación, dejó caer la cortina y se marchó a su casa cansado, pero satisfecho.

Vronski, Anna y Goleníschev volvieron alegremente al palacio, hablando del artista y de sus obras; con frecuencia pronunciaban la palabra talento, entendiendo por esto un don innato, casi físico, independiente del espíritu y del corazón. Necesitaban aquella palabra para expresar todo lo que el artista había sentido, y resumir en ella algo que no alcanzaban a comprender, aunque deseaban hablar de ello. «Seguramente tiene talento —decían—; pero no está bastante desarrollado por falta de cultura intelectual, defecto propio de todos los artistas rusos.» Pero no podían olvidar el cuadro de los niños, y constantemente volvían a mencionarlo.

—¡Qué encanto! ¡Qué logrado está y qué sencillez! ¡Él mismo no se da cuenta del valor de ese cuadro! Tengo que comprarlo —dijo Vronski.

Ana Karenina
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