XXIII

PARA emprender algo en la vida familiar se precisa un acuerdo completo entre los esposos, basado en el amor, o un desacuerdo total. Cuando la relación en pareja no está bien definida, es decir, no es ni una, ni otra cosa, nada se puede hacer. Muchas familias permanecen largos años en el mismo sitio, desagradable e incómodo para ambos esposos, a causa de las dificultades de comunicación entre ellos.

Vronski y Anna se hallaban en este caso; los árboles de los bulevares habían tenido tiempo de cubrirse de hojas, y estas de convertirse en polvo, sin que hubieran pensado en salir de Moscú, aunque la residencia en este punto les era odiosa. Sin embargo, no existía entre ellos ninguna causa grave de mala inteligencia, fuera de esa irritación latente que impulsaba a Anna a pedir de continuo una explicación, mientras que Vronski oponía una reserva glacial. La acritud iba en aumento diariamente; Anna consideraba el amor como objeto único de la vida de su amante, a quien no comprendía sino desde este punto de vista; pero aquella necesidad de amar inherente a la naturaleza del conde debía concentrarse solo en ella; de no ser así, le suponía infiel, y en la ceguedad producida por los celos, atribuía la culpa a todas las mujeres. Tan pronto temía las relaciones ordinarias accesibles a Vronski en su calidad de célibe como desconfiaba de las damas del mundo, y particularmente de toda joven, con quien su amante podría unirse en caso de rompimiento. Este amor se había despertado en su espíritu por una confidencia imprudente del conde, que vituperó, cierto día de abandono, la falta de tacto de su madre al proponerle que se casara con la joven princesa Sorókina. Los celos condujeron a Anna a multiplicar las quejas contra aquel a quien adoraba en el fondo; lo hizo responsable de su prolongada permanencia en Moscú, de la incertidumbre en que vivía, y, sobre todo, de la dolorosa separación de su hijo. Vronski, por su parte, descontento de la falsa posición en que Anna se había empeñado en mantenerse, la acusaba de haber agravado más las dificultades. Si sobrevenía algún momento de ternura, ya muy raro, Anna no se calmaba, y solo veía en el conde la calma y seguridad, lo que no existía antes, y eso le molestaba.

El día comenzaba a declinar y Vronski asistía a una comida de solteros; mientras que Anna se había refugiado en su despacho para esperarlo, porque allí la molestaba menos el ruido de la calle.

Andaba de un lado a otro de la habitación, repasando en su memoria el asunto de la última disputa y extrañando ella misma que una causa tan frívola hubiera producido una escena tan penosa. Al tratarse de la protegida de Anna, Vronski había ridiculizado las escuelas de mujeres, pretendiendo después que las ciencias naturales serían de poca utilidad para aquella niña. Anna había aplicado al punto esta crítica a sus propias ocupaciones, y al fin de picar a Vronski, a su vez le contestó:

—No espero de usted que comprenda mis sentimientos, comprenda a mí como un hombre quien ama, pero me creía con derecho para esperar algo mejor de su delicadeza.

El conde se había sonrojado, permitiéndose algunas palabras para zaherir a su amante:

—Confesaré que no me explico tanta afición a esa niña; a mí me desagrada porque veo que no es sincera.

Esa crueldad suya, con la que él destruía su pequeño mundo, creado con tanto esfuerzo para poder soportar mejor la situación muy dura; esa injusticia, con la que culpabilizaba a ella de hipocresía y falta de sinceridad, la hicieron estallar.

—Es una lástima —replicó Anna, saliendo de la habitación— que los sentimientos groseros y materiales sean los únicos accesibles para usted.

Esta discusión no se continuó, pero ambos comprendieron que no la olvidarían. Sin embargo, un día entero pasado en la soledad —hizo reflexionar a Anna, que, no pudiendo resistir la frialdad de su amante, resolvió acusarse a sí misma fin de conseguir a toda costa una reconciliación.

«Mis absurdos celos —se dijo— me hacen irritable; obtenido mi perdón, nos iremos al campo y allí me calmaré. “Hipocresía”, de repente se acordó no tanto de la palabra, sino de la intención de herirla, lo que más le dolió de la discusión. “Entiendo lo que quería decir: que es hipócrita fingir la ternura con una niña extraña, y no sentir afecto por mi propia hija”; pero ¿qué sabe él del amor que un niño puede inspirar? ¿Piensa por ventura lo que vale el sacrificio que por él hice al renunciar a Seriozha? Si trata de ofenderme es porque ya no me ama y prefiere a otra…» Al notar, que intentando calmarse, se volvía a esta pendiente fatal de celos e irritación, se horrorizó de si misma. «¿Será imposible? ¿Es posible que yo acepte la culpa?» —pensó y sin querer entró otra vez en el circulo vicioso. «Él es sincero, honrado, me ama. Yo lo amo, pronto obtendré el divorcio. ¿Qué más necesito? Necesito tranquilidad y confianza. Sií, aceptaré la culpa, aunque no lo creyera. Ahora, cuando vuelva, se lo diré y nos marcharemos.» Para no reflexionar más del asunto, llamó y dio orden de subir los cofres, a fin de comenzar los preparativos de marcha. Vronski volvió a las diez.

Ana Karenina
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