IV

¡ELLOS son! ¡Ya están ahí! ¿Cuál es el novio? —¿Es el más joven? Pues y ella, mírala: ¡parece medio muerta! —murmuraban algunos en la multitud, cuando Lievin entró con su novia.

Stepán Arkádich manifestó a su esposa la causa de la tardanza, y entonces hubo entre los convidados algunos cuchicheos y sonrisas; pero Lievin no observó nada ni vio a nadie, porque su mirada estaba fija en su novia. Kiti parecía mucho menos linda que de costumbre con su corona de casada, y todos opinaron que se había afeado un poco; mas no lo pensaba así Lievin. Al contemplar su alto tocado, su velo blanco, sus flores y la guarnición de su vestido, que circuía graciosamente su delgado cuello, le parecía más bella que nunca; y no era su traje de París lo que lo seducía, ni el conjunto de un adorno que en nada realzaba su belleza; era la expresión de aquel rostro encantador, su mirada, sus labios y su inocente expresión de sinceridad.

—Pensé que habías huido —dijo a Lievin, sonriendo.

—Lo que me ha sucedido es tan grotesco que me da vergüenza hablar de ello —contestó Lievin, ruborizándose y mirando a su hermano Serguiéi Ivánovich.

—¡No deja de ser curiosa la historia de tu camisa! —dijo Serguiéi Ivánovich, sonriendo a su vez.

—Sí —repuso Lievin, sin comprender ni una palabra de lo que decían.

—Kostia —murmuró Stepán Arkádich, acercándose a su amigo—, este es el momento de adoptar una resolución suprema; la cuestión es grave y podrás apreciar toda su importancia. Me han preguntado si los cirios deben ser nuevos o usados; la diferencia es de diez rublos —añadió, preparándose a sonreír—. Yo lo he determinado ya, pero no sé si tú lo aprobarás.

Lievin comprendió que se trataba de una broma, mas no pudo sonreír.

—¿Qué decides? ¿Los quieres nuevos o usados?

—Sí, sí, nuevos.

—Muy bien; queda resuelta la cuestión —dijo Stepán Arkádich, sonriendo—. ¡Qué poca cosa es el hombre en ciertas situaciones! —murmuró al oído de Chírikov, mientras que Lievin se acercaba a su novia.

—¡Atención, Kiti! Pon tú primero el pie en la alfombra[47] —le dijo la condesa Nordston, aproximándose—. ¡Bueno es usted! —añadió, dirigiéndose a Lievin.

—¿No tienes miedo? —le preguntó Maria Dmítrievna, anciana tía de la novia.

—¿No tienes un poco de frío? Estás pálida. Inclínate —le dijo a Kiti su hermana, levantando sus hermosos brazos para corregir un ligero desarreglo en el tocado de su hermana.

Dolli se acercó a su vez y quiso hablar, pero se sintió embargada por la emoción y comenzó a llorar, y enseguida se rio nerviosamente.

Kiti miraba a las personas que tenía alrededor con los ojos tan abstraídos como los de Levin. A todas las preguntas que le llegaban contestaba solo con una sonrisa de felicidad, que le era lo mas natural en aquel instante.

Entretanto, los oficiantes habían revestido sus hábitos, y el sacerdote, acompañado del diácono, fue a situarse ante el pupitre colocado a la entrada de las puertas santas, desde donde dirigió a Lievin algunas palabras que este no pudo comprender.

—Coja usted la mano de su novia y acérquese —le dijo en voz baja el padrino.

Sin poder darse cuenta de lo que se exigía de él, Lievin hacía lo contrario de lo que se le indicaba; y desanimados unos y otros, se proponían abandonarle a su propia inspiración, cuando al fin comprendió que con su mano derecha debía coger la de su prometida sin cambiar de posición.

El sacerdote dio entonces algunos pasos y se detuvo delante del pupitre; los padres y los convidados siguieron a la joven pareja, y entonces se produjo un murmullo acompañado del roce de vestidos, al que siguió un silencio tan profundo en toda la iglesia que se oían caer las gotas de cera en el suelo.

El anciano sacerdote, cuyo cabello blanco brillaba como la plata, retiró sus pequeñas manos rugosas, que tenía ocultas bajo la estola, adornada con una cruz de oro, y acercándose al pupitre hojeó el misal.

Stepán Arkádich se aproximó para decirle al sacerdote… después de hacerle una seña a Levin, se retiró.

El sacerdote encendió al punto dos cirios adornados de flores, y cogiéndolos con la mano izquierda sin cuidarse de la cera que goteaba, se volvió hacia la joven pareja: era el mismo anciano que había confesado a Lievin, y con particular dulzura apoyó los dedos en la cabeza inclinada de Kiti; entregó a cada cual su cirio, se alejó lentamente y cogió el incensario.

«¿Es verdad todo esto?», pensaba Lievin, mirando a su novia, a la cual veía de perfil. Kiti no levantó la cabeza, pero por un movimiento casi imperceptible de sus pestañas y sus labios él comprendió que sabía de su mirada. No volvió la cabeza, pero el cuello alto de su vestido se movió, levantándose hacía su pequeña oreja sonrosada. Levin comprendió que intentaba contener un suspiro, y pudo observar que su mano, cubierta con el guante, temblaba mientras sostenía el cirio.

Todo se desvaneció entonces de su memoria. La tardanza, el descontento de sus amigos, el grotesco incidente de la camisa, y no experimentó más que una emoción mezclada de terror y alegría.

El archidiácono, revestido de una dalmática de tejido de plata, se adelantó algunos pasos, levantó la estola con ademán familiar, tocándola solo con dos dedos, y se detuvo delante del sacerdote.

—Bendecidlos, señor —dijo lentamente, con solemne acento.

—Que el señor nos bendiga ahora, y en todos los siglos de los siglos —repuso el sacerdote, con voz dulce y musical, hojeando siempre el santo libro.

El responso, cantado por un coro invisible, resonó en toda la iglesia, elevándose gradualmente, para extinguirse después con suavidad y dulzura.

Se oró, como de costumbre, por el reposo eterno y la salvación de las almas, por el Sínodo y el emperador, y también por los servidores de Dios, Konstantín y Yekaterina.

—Roguemos al señor que nos envíe su amor, su paz y su auxilio —parecía decir toda la iglesia por la voz del archidiácono.

Lievin escuchaba estas palabras asombrado. «¿Cómo habrán comprendido que lo que precisamente necesito es auxilio?», pensó, recordando sus dudas y sus últimos temores.

Cuando el diácono hubo concluido, el sacerdote se volvió hacia los novios con un libro en la mano.

—Dios eterno —leyó—, que reúnes por un lazo indisoluble a los que estaban separados, bendice a tu servidor Konstantín y a tu sierva Iekaterina, y cólmalos de tus beneficios. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, ahora y siempre, como en todos los siglos de los siglos…

—Amén —contestó el coro invisible.

«Que reúnes con un lazo indisoluble a los que estaban separados —pensó Lievin—. ¡Qué bien responden estas palabras a lo que se experimenta en este momento! ¿Las comprenderá ella como yo?» Volvió la cabeza hacía Kiti, y se encontró con sus ojos.

Por la expresión de la mirada de Kiti, Lievin dedujo que comprendía como él, pero se engañaba; absorta por el sentimiento que llenaba cada vez más su corazón, apenas se había fijado en el servicio religioso, y experimentaba una profunda alegría al ver realizado por fin lo que durante seis semanas la hizo feliz, produciéndole también inquietud. Desde el momento en que se había acercado a Lievin para decirle que sería suya, se figuraba que arrancaban el pasado de su alma y que daba principio a otra existencia nueva y desconocida, sin que su vida exterior sufriese, sin embargo, ningún cambio.

Aquellas seis semanas habían sido una época feliz y de tormento a la vez; esperanza y deseos, todos se concentraban en aquel hombre a quien no comprendía bien, hacia el cual la impulsaba un sentimiento que conocía menos aún, y que atrayéndola y alejándola alternativamente, le inspiraba una indiferencia completa y absoluta para su propio pasado. De sus costumbres de otros tiempos, de las cosas que amó y hasta de su madre, afectada por esa indiferencia, y de su querido, amado más que cualquiera hasta entonces, anciano padre, nada quedaba para ella ya; y aunque atemorizada de este desvío, se regocijaba del sentimiento que era la causa. Sin embargo, de aquella vida nueva, que no había comenzado aún, tal vez no se formaba una idea precisa; aquel porvenir nuevo y desconocido debía producirle una ansiedad dulce y terrible a la vez; pero ya iba a terminar aquella expectativa, así como el remordimiento de no echar nada de menos en el pasado. Era natural que tuviese miedo; pero el momento presente podía considerarse como la santificación de la hora decisiva que se remontaba a seis semanas.

Al volverse el sacerdote hacia el pupitre, cogió con dificultad el pequeño anillo de Kiti para introducirlo en la primera articulación del dedo de Lievin, diciéndole:

—Te uno a ti, Konstantín Lievin, servidor de Dios, con Iekaterina, sierva del señor.

Y repitió la misma fórmula, pasando un anillo grande en el delicado dedo meñique de Kiti.

A pesar de sus esfuerzos los contrayentes no conseguían nunca adivinar lo que tenían que hacer. Cada vez se equivocaban y el sacerdote se veía obligado a cada momento a corregirlos.

Al fin, una vez hecho lo necesario y trazadas las cruces con los anillos, el sacerdote entregó a Kiti el anillo grande y a Levin el pequeño. Ellos volvieron a confundirse y por dos veces se entregaron mutuamente los anillos, siempre al contrario de como lo debían hacer.

Dolli, Chírikov y Stepán Arkádich se adelantaron para corregirles. Hubo un poco de confusión, la gente cuchicheaba y sonreía, pero la solemnidad y la humilde expresión de los rostros de los novios no se modificaron. Al contrario, al equivocarse de mano, los dos miraban con mayor gravedad que antes, y la sonrisa con la que Oblonski anunció que cada uno debía ponerse su propio anillo, expiró involuntariamente en sus labios, comprendiendo que cualquier sonrisa podía ser una ofensa para los desposados en aquel momento.

—¡Oh Dios mío, que desde el principio del mundo has creado el hombre —continuó el sacerdote—, dándole la mujer para que fuese su compañera inseparable, bendice a tu servidor Konstantín y a tu sierva Iekaterina; une los espíritus de estos esposos y comunica a sus corazones la fe, la concordia y el amor!

Lievin sentía dilatarse su pecho, lágrimas involuntarias se agolparon a sus ojos y todos sus pensamientos sobre el matrimonio y el porvenir se redujeron a nada. Lo que se verificaba para él tenía un alcance que no había comprendido hasta entonces, y que en aquel momento comprendía menos que nunca.

Ana Karenina
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