XXX

A finales de septiembre se preparó la madera para construir nuevos establos, se vendió la mantequilla y se repartieron los beneficios. En la práctica todo marchaba bien, al menos eso creía Lievin. Para demostrarlo teóricamente y terminar su obra que, según soñaba Lievin, debía no solo suponer una revolución en la economía política, sino acabar con esta ciencia y crear las bases de una nueva ciencia que estudiara la actitud del pueblo respecto a la tierra, era preciso efectuar un viaje al extranjero y estudiar todo el problema allí, lo que se había hecho en aquel aspecto y encontrar pruebas convincentes de que todo lo hecho era erróneo. Solo esperaba vender el trigo para cobrar y marcharse. Pero empezaron las lluvias torrenciales, que lo obligaron a permanecer en su casa. Una parte de la cosecha y todas las patatas no se pudieron almacenar; dos molinos fueron arrastrados por las aguas y los caminos quedaron impracticables. Por fin, el 30 de septiembre apareció el sol, y Lievin, esperando un cambio de tiempo, envió a su intendente a casa del corredor para negociar la venta del trigo. Por su parte, resolvió girar la última visita de inspección, y volvió por la noche, calado hasta los huesos, a pesar de sus botas y su impermeable; pero de muy buen humor, pues había hablado con varios campesinos que aprobaron sus planes, habiéndose brindado un anciano guarda a formar parte de alguna de las nuevas asociaciones.

«Solo se trata de perseverar —pensó—, y mi trabajo no habrá sido inútil; no procurando solo por mí pues lo que intento puede tener considerable influencia en la condición del pueblo. En vez de la miseria tendremos el bienestar, y a la sorda hostilidad sucederá la armonía, y todos los intereses serán solidarios. ¿Qué importa que el autor de esta revolución, sin efusión de sangre, sea Konstantín Lievin, aquel que, vestido de etiqueta, fue desairado por la señorita Scherbátskaia, aquel que se consideraba insignificante y digno de lastima y no confiaba en sí mismo? Eso no quiere decir nada. Seguramente, hasta Franklin tenía sus momentos de duda, cuando se sentía poca cosa y no confiaba en sí mismo. Eso no significa nada. Quizá tenía a alguien de confianza a su lado, como yo a Agafia Mijáilovna, con quien compartía sus planes.»

Cuando Lievin entró en su casa ya había cerrado la noche. El intendente se presentó con alguna cantidad a cuenta sobre el importe del trigo, y después de oírle, Lievin se instaló en su sillón para tomar té y entregarse a sus meditaciones sobre el viaje proyectado. Su espíritu estaba lúcido y sus ideas se traducían en frases que expresaban la esencia de su pensamiento. Quiso aprovechar esta disposición favorable para escribir; pero como le esperaban algunos campesinos en el recibimiento, fue preciso verlos a fin de darles instrucciones para el día siguiente. Cuando los hubo despedido, Lievin entró en su despacho y comenzó a trabajar; Agafia Mijáilovna, con su calceta, ocupó el asiento de costumbre.

Después de escribir algún tiempo, Lievin se levantó y comenzó a pasear por la habitación; el recuerdo de Kiti y de su negativa lo acosaba vivamente.

—Hace usted mal en preocuparse —le dijo Agafia Mijáilovna—. ¿Por qué permanece usted en casa? Mejor sería que se fuera a los países cálidos, ya que está resuelto.

—Pienso marchar pasado mañana, pero he de arreglar antes mis negocios.

—¿Qué negocios? ¿No ha dado usted ya bastante a los campesinos? Por eso dicen «que el señor espera, sin duda, una gracia del emperador». ¿Por qué ha de ocuparse usted de ellos?

—No pienso en ellos, sino en mí mismo.

Agafia Mijaílovna conocía en detalle todos los proyectos de su amo, porque se los había explicado ya, disputando a veces con ella; pero en aquel momento dio a sus palabras un sentido muy diferente del que tenían.

—Seguramente se debe pensar en el alma —repuso, suspirando—; Dios nos haga a todos la gracia de morir como el bueno de Parmión Denísych, que aunque ignorante, entregó su alma bien confesado y administrado.

—Yo no hablo de eso —replicó Lievin—; lo que yo hago es por mi propio interés, y si los campesinos trabajan bien, ganaré.

—Por más que haga usted, el perezoso será siempre un gandul, y el que tenga conciencia trabajará. Usted no puede cambiar esto.

—Sin embargo, usted misma cree que Iván cuida mejor las vacas.

—Lo que yo digo y lo que sé —repuso la anciana, siguiendo evidentemente una idea fija, nada nueva— es que usted debe casarse, he aquí lo que necesita.

Esta observación, relacionándose con los campesinos, que le dominaba, resintió a Lievin, y frunciendo el entrecejo volvió a sentarse para trabajar.

Poco después llamó su atención un sonido de campanillas y el sordo rumor de un coche.

—Ya viene una visita, y no estará usted aburrido —dijo Agafia Mijaílovna dirigiéndose hacia la puerta; pero Lievin se adelantó, comprendiendo que ya no podría trabajar y satisfecho de que llegase alguien.

Ana Karenina
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