IX

LAS cinco acababan de dar cuando Stepán Arkádich llegó a su casa. En la puerta encontró a Koznyshov y a Pestsov. Eran los dos intelectuales moscovitas de más peso, según Oblonski. Eran hombres muy respetables tanto por su carácter como por su inteligencia. Sentían un gran respeto mutuo y estaban en total desacuerdo en casi todos los problemas. Y ello no se debía a que Koznyshov y Pestsov pertenecieran a tendencias opuestas, sino precisamente a que, siendo de un mismo partido (sus enemigos los confundían), cada uno mantenía sus propios matices. Y como no hay nada más incapaz de llevar a un acuerdo que la discordia en materia de abstracciones, ambos no solo no coincidían en sus opiniones, sino que estaban acostumbrados a burlarse de los respectivos errores del otro, sin llegarse a enfadar. Cuando los encontró Stepán Arkádich, estaban en la puerta a punto de entrar, hablando del tiempo. El anciano príncipe Scherbatski, Karenin, Turovtsin, Kiti y el joven Scherbatski estaban reunidos ya en la sala, pero la conversación languidecía. Stepán Arkádich comprendió fácilmente que en su ausencia la conversación no marchaba bien. Daria Alexándrovna, ataviada con un elegante vestido de seda gris, preocupada por los niños, que tenían que comer solos en su habitación, y por el retraso de su esposo, no supo mezclar como era debido aquella sociedad. Todos estaban como hijas de pope en visita —según la expresión del viejo príncipe— sin poder comprender para qué los habían reunido; exprimían alguna palabra para no quedarse en silencio absoluto. El bueno de Turovtsin por lo visto no se sentía en su salsa y recibió la llegada de Stepán Arkádich con una sonrisa que parecía decir: «Buena la has hecho trayéndome a comer con intelectuales. Lo mío es beber y visitar el Château des fleurs». El viejo príncipe callaba y miraba de reojo a Karenin. Stepán Arkádich comprendió que estaba a punto de soltar alguna agudeza con que señalar al estadista, llevado allí para ser exhibido, como se exhibe una curiosidad. Kiti miraba hacia la puerta, reuniendo todas sus fuerzas para no ruborizarse cuando entrara Lievin. El joven Scherbatski, a quien no habían presentado a Karenin, trataba de mostrar su indiferencia. El propio Karenin estaba en frac y corbata blanca, según la costumbre para comer con las damas en San Petersburgo. Oblonski leyó fácilmente en su rostro que había ido por cumplir con su palabra y que aquella obligación le pesaba. Karenin era el culpable de aquel frío que había helado a todos los invitados hasta que llegó Oblonski.

Stepán Arkádich se excusó con la mejor gracia, mencionando a uno de sus jefes, el príncipe, quien servía siempre de tapadera de todos sus retrasos y ausencias, y merced a su buen humor, cambió en un momento el triste aspecto del salón; hizo las presentaciones de sus convidados, provocó el debate entre Kóznishev y Karenin sobre la rusificación de Polonia; los dos enseguida entraron al trapo junto con Pestsov. A Turovtsin le dio una palmada en el hombro diciéndole algo gracioso al oído, y luego lo colocó junto a su mujer y el anciano príncipe. Después cumplimentó a Kiti por sus encantos y presentó a Karenin al joven Scherbatski. En un minuto había mezclado esa masa de sociedad tan bien que en el salón se empezó a respirar buen ambiente y se oían las voces animadas. Solo faltaba Konstantín Lievin. Menos mal, porque al pasar al comedor Stepán Arkádich descubrió que habían traído el oporto y el jerez de Depret, y no de Levé; enseguida había mandado al cochero a Levé con urgencia y volvió al salón.

Lievin lo encontró a la puerta del comedor.

—¿Me he retrasado?

—Siempre lo haces así —contestó Oblonski, cogiendo a su amigo del brazo.

—¿Hay mucha gente? —preguntó Lievin, ruborizándose involuntariamente y sacudiendo con el guante la nieve de su sombrero.

—Solamente la familia y Kiti. Ven, te presentaré al señor Karenin.

A pesar de su liberalismo, Stepán Arkádich sabía que a todos les gustaba conocer a un personaje tan importante como Karenin; y lo presentaba a sus mejores amigos. Pero en aquel momento Lievin no podía apreciar el placer de semejante presentación.

Cuando supo que iba a encontrarse en presencia de aquella a quien no había vuelto a ver desde la noche fatal, excepto su corta aparición en el coche, Lievin sintió tanta alegría y tanto miedo, que se le paró la respiración y no pudo decir ni una palabra de lo que pensaba.

«¿Como estará? ¿Será la misma de antes o será como la vi aquella noche en el coche? —pensó…» ¿Me habrá dicho Dolli la verdad? ¿Y por qué no me la diría?»

—Preséntame a Karenin —balbució al fin.

Y penetró en la sala con el valor de la desesperación.

Allí estaba ella. No era ni como antes, ni como la vio en el coche, era absolutamente distinta.

Estaba asustada, tímida, avergonzada y, por eso, más bonita que nunca. Kiti lo vio en el momento de entrar; lo estaba esperando. Se alegró muchísimo y tal fue la vergüenza que le hizo sentir aquella alegría, que hubo un momento, cuando Lievin se acercó a la dueña de la casa para saludarla y de repente miró de nuevo a Kiti, que les había parecido a los dos, a Lievin y a Dolli, que Kiti no iba a poder aguantar la emoción y contener las lágrimas. Ruborizándose y palideciendo sucesivamente, era tanta su turbación, que sus labios temblaban. Lievin se acercó para saludarla, se inclinó, y le ofreció su mano sin decir nada. La sonrisa de Kiti hubiera parecido casi serena, si los labios de la joven no hubieran temblado y sus ojos llenos de lágrimas no hubieran brillado tanto.

—Hace mucho que no nos hemos visto —dijo Kiti, desesperada y resuelta, estrechando la mano de Lievin con la suya, fría como el hielo.

—Usted no me ha visto, pero yo sí —contestó Lievin, radiante con la sonrisa de felicidad—; la vi cuando iba por el camino de Iergushovo, viniendo de la vía férrea.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Kiti con asombro.

—Iba usted a ver a su hermana —repuso Lievin, sintiendo que se ahogaba de la felicidad, que colmaba todo su ser. «¿Cómo he podido creer —pensó— que en esta encantadora niña no fuera todo inocente? Daria Alexándrovna tenía razón.»

Stepán Arkádich se acercó en aquel momento para cogerle del brazo y presentarlo a Karenin.

—Permitidme —dijo— presentaros uno a otro.

—Celebro mucho volver a verlo aquí —dijo fríamente Alexiéi Alexándrovich, estrechando la mano de Lievin.

—¿Os conocíais ya? —exclamó Stepán Arkádich con asombro.

—Hemos viajado juntos tres horas —replicó Lievin, sonriendo.

—¿De veras?… Señores, tengan ustedes la bondad de pasar al comedor —dijo Stepán Arkádich, dirigiéndose hacia la puerta.

Los hombres lo siguieron y aproximándose a una mesa donde estaban servidos los entremeses, compuestos de seis especies de vodka, y otras tantas variedades de quesos, sin que faltasen el caviar, los arenques y otras conservas, con pan francés cortado en rebanadas.

Los hombres estaban de pie al lado de vodka y entrantes con sus aromas apetecibles, y el tema de la rusificación de Polonia comenzaba a languidecer en la espera de la comida.

Kóznishev sabía como nadie cómo finalizar un debate más serio y abstracto con alguna gracia, echándole de repente un poco de sal y cambiando el ánimo de los participantes. Y así lo hizo.

Alexiéi Alexándrovich demostraba que los elevados principios introducidos por la administración rusa eran los únicos que podían dar resultado. Pestsov sostenía que una nación no puede asimilarse a otra mientras no la aventaje en densidad de población. Koznyshov participaba de ambos pareceres con ciertas restricciones, y para cerrar la conversación, demasiado seria, añadió sonriendo:

—Lo más lógico, para asimilarnos a los extranjeros, sería tener tantos hijos como fuera posible. Mi hermano y yo no contribuimos por ese concepto, mientras que vosotros, señores, y sobre todo Stepán Arkádich, obráis como buenos patriotas. ¿Cuántos tiene usted? —preguntó a este último con la sonrisa cariñosa, ofreciéndole una copita.

Todos se rieron al oír esta pregunta, y Oblonski más que nadie.

—Eso sí que es la mejor manera —dijo él, masticando el queso y echándole vodka a Kóznishev.

Efectivamente, el debate se finalizó con una broma.

—Este queso está bastante bien. ¿Le apetece probar? —decía el dueño de la casa—. ¿Haces todavía gimnasia? —preguntó Stepán Arkádich, cogiendo a Lievin por el brazo. Y palpando los vigorosos músculos de su amigo sobre el paño del frac, añadió—: ¡Tienes un bíceps como un Sansón!

—Supongo que para cazar un oso se necesita una fuerza notable —dijo Alexiéi Alexándrovich, cuyas nociones sobre la materia eran muy vagas.

Lievin sonrió.

—De ningún modo —repuso—, hasta un niño puede matar un oso.

Y se desvió, saludando ligeramente, para dar paso a las damas, que se acercaban a la mesa.

—Me han dicho que recientemente mató usted un oso —dijo Kiti, tratando de pinchar con su tenedor una seta que se le resistía; tuvo que recoger la blonda de su manga, con lo cual dejó al descubierto su lindo brazo—. ¿Hay realmente osos en sus tierras? —preguntó con seductora sonrisa.

¡Qué encanto tenían para Lievin aquellas palabras, por sencillas que fuesen, el sonido de aquella voz y aquel movimiento con la mano, el brazo y la cabeza! Veía en esto una súplica, un acto de confianza, una caricia dulce y tímida, una promesa, una esperanza y hasta una prueba de amor que le ahogaba de felicidad.

—¡Oh, no! —repuso—. Hemos ido a cazar a la provincia de Tvier, y al volver encontré en un coche del tren al cuñado de Stepán. El encuentro fue cómico.

Y refirió alegremente cómo, después de haber pasado en vela la mitad de la noche, había entrado casi por fuerza, vestido con un abrigo de piel de carnero como si fuera un campesino, en el coche de Karenin.

—Al contrario del refrán[42], el revisor, viendo mi vestimenta, trató de impedirme el paso, así que tuve que soltar algunas expresiones algo fuertes… También usted —dijo Lievin dirigiéndose a Karenin, cuyo nombre había olvidado— quiso primero hacerme salir, juzgándome por el traje. Pero luego intervino en mi favor y se lo agradecí profundamente.

—Los derechos de los viajeros respecto a la elección de sus asientos no están bien determinados en general —dijo Alexiéi Alexándrovich, limpiándose las puntas de los dedos con su pañuelo, después de comer una rebanada de pan con un pedacito de queso.

—Ya observé la vacilación de usted —replicó Lievin, sonriendo—; y por eso me apresuré a entablar conversación inteligente para hacerle olvidar un poco mi piel de carnero.

Koznyshov, que hablaba con el ama de la casa, prestando oído a la conversación, volvió la cabeza hacia su hermano, y se preguntó: «¿De qué le vendrá ese aire conquistador?».

No sabía que a Lievin le habían crecido las alas. Era, sin duda, porque ella estaba allí, porque ella le oía con placer; y solo aquello, nada más, fue lo que le interesaba a Lievin. No solo en la habitación, sino en el universo entero para él solo existían Él mismo, que de pronto adquirió una enorme importancia, y Ella. Se encontraba en las vertiginosas alturas, mientras que debajo de ellos, muy a lo lejos, se agitaba una buena gente, como Stepán Arkádich y Karenin, y el resto de la humanidad.

Stepán Arkádich, al colocar a sus convidados, puso a Kiti y a Lievin uno junto al otro de una manera muy natural, sin mirarles, como si ya no hubiera más sitio en la mesa

—Venga, siéntate por ejemplo aquí —le dijo a Lievin.

La comida, servida con elegancia, pues Stepán Arkádich tenía empeño en ello, fue excelente; la sopa Marie-Louise, acompañada de los pirozhkí minúsculos que se deshacían en la boca, era riquísima; Matviei, con dos criados que lucían corbata blanca, desempeñó su cometido diestramente, sin la menor confusión.

El éxito fue también completo en cuanto a las conversaciones, así la general como la particular, y cuando la comida terminó, todos se levantaron hablando animadamente y hasta Alexiéi Alexándrovich estaba de buen humor.

Ana Karenina
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