XIX
ALEXIÉI Alexándrovich no había previsto el caso de restablecerse su esposa, después de obtener el perdón; el error se le representó en toda su gravedad dos meses después de su regreso de Moscú; pero si lo había cometido fue porque desconociera hasta allí su propio corazón. Cerca del lecho de su esposa moribunda había experimentado, por primera vez en su vida, ese sentimiento de compasión enternecida que inspiran los dolores de otro, y contra el cual luchó siempre, como se lucha para combatir una peligrosa debilidad. El remordimiento por haber deseado la muerte de Anna, la compasión que esta le inspiró y, sobre todo, la satisfacción de haber perdonado, transformaban las angustias morales de Karenin en una paz profunda, convirtiendo la pena en alegría; todo cuanto había juzgado incomprensible en su odio y su cólera era ya sencillo porque amaba y perdonaba.
Había perdonado a su esposa y la compadecía, así como se lamentaba también del acto desesperado de Vronski. Su hijo, del cual sentía ya no haber hecho caso alguno, le daba lástima; y en cuanto a la recién nacida, sentía por ella, más que compasión, ternura. Al ver aquella pobre criatura casi abandonada durante la enfermedad de su madre, cuidó de ella, y sin echarlo de ver, le tomó cariño. El aya y la nodriza lo veían entrar varias veces en la habitación de los niños; intimidadas al principio, se acostumbraron poco a poco a su presencia; a veces permanecía allí media hora, contemplando el rostro colorado de la niña que no era suya, y observando sus movimientos cuando con el dorso de sus manecitas se frotaba los ojos. En tales instantes Alexiéi Alexándrovich estaba tranquilo, y no veía nada de anormal en su situación, nada que quisiera cambiar.
Y, sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, reflexionaba que no se le permitiría contentarse con aquella situación que para él era natural, y que nadie, sin embargo, aceptaría.
Fuera de la fuerza moral, casi santa, que lo guiaba interiormente, sentía otra brutal, pero poderosa, que dirigía su vida a pesar suyo, sin concederle la calma.
A su alrededor, todos parecían interrogar su actitud, sin comprenderla, esperando de él alguna cosa muy diferente.
En cuanto a las relaciones con su esposa, no eran naturales ni estables.
Cuando hubo cesado el enternecimiento producido por la aproximación de la muerte, Alexiéi Alexándrovich observó hasta qué punto Anna temía su presencia, sin atreverse a mirarlo de frente; parecía perseguida siempre por un pensamiento que no se atrevía a expresar; y era que ella también presentía la corta duración de las relaciones actuales, y esperaba alguna cosa de su esposo, sin saber qué.
Hacia fines de febrero, la niña, a la cual se había dado el nombre de la madre, enfermó; Alexiéi Alexándrovich, que la vio una mañana antes de ir al ministerio, envió a buscar al médico; y al volver, a las cuatro, encontró en la antecámara un lacayo muy galoneado que parecía guardar un manto forrado de piel blanca.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
—La princesa Yelizavieta Fiódorovna Tverskaia —contestó el lacayo.
Y Alexiéi Alexándrovich creyó observar que sonreía.
Durante todo aquel penoso periodo, Karenin había notado un interés muy particular hacia él y su esposa por parte de sus amigos mundanos, y en particular de las damas; observaba en todos cierta expresión alegre, mal disimulada en los ojos del abogado, y que veía también en los del lacayo. Cuando lo encontraban y se le preguntaba por su salud, sus interlocutores parecían todos muy satisfechos, como si se tratase de arreglar alguna boda.
La presencia de la princesa no podía agradar a Karenin; jamás le había sido simpática, y le hacía evocar además enojosos recuerdos, por lo cual se dirigió sin detenerse a la habitación de los niños.
En el primer aposento, Seriozha, inclinado sobre la mesa y con los pies en una silla, dibujaba y hablaba; el aya inglesa, que había sustituido a la francesa poco después de la enfermedad de Anna, se levantó e hizo una reverencia al ver a Karenin, y puso después al niño en pie.
Alexiéi Alexándrovich acarició a su hijo, contestó a las preguntas del aya sobre la salud de la señora y preguntó qué había dicho el médico respecto a la niña.
—El doctor no encuentra nada grave, y ha prescrito unos baños.
—Sin embargo, debe sufrir —replicó Karenin—, pues la oigo llorar.
—Creo que la nodriza no es buena —dijo la inglesa, con aire de convencimiento.
—¿Por qué lo cree usted así?
—Porque he visto una cosa análoga en casa de la condesa Paul; se prodigaban medicamentos a un niño, y lo único que le irritaba era la falta de alimento, porque la nodriza no tenía leche.
Alexiéi Alexándrovich reflexionó y un momento después entró en la segunda pieza, la niña gritaba, echada en los brazos de su nodriza, y no quería el pecho, sin que pudiesen calmarla las dos mujeres inclinadas sobre ella.
—¿No está mejor? —preguntó Karenin.
—Parece muy agitada —contestó a media voz la niñera.
—Miss Edward cree que la nodriza no tiene leche.
—Así me parece a mí también.
—¿Por qué no lo ha dicho usted?
—¿A quién se lo digo? Anna Arkádievna continúa enferma —contestó la niñera, con expresión de descontento.
Esta mujer servía en la casa hacía muchos años, y sus sencillas palabras extrañaron a Karenin, pues le pareció que aludían a su posición.
La niña gritaba con más fuerza que nunca, hasta perder el aliento; la niñera volvió a tomarla de los brazos de la nodriza y comenzó a mecerla para calmarla.
—Será preciso rogar al doctor que examine a la nodriza —dijo Alexiéi Alexándrovich.
La nodriza, mujer sana y fuerte, con ropas bonitas, temerosa de perder su colocación, sonrió con desdén al pensar que pudiera sospecharse que no tuviera leche, y se cubrió el pecho. Su sonrisa pareció también irónica a Karenin, que fue a sentarse, con expresión de tristeza, sin perder de vista a la niñera mientras tuvo a la criatura en brazos. Cuando hubo vuelto a colocarla en la cuna, alejándose de allí, Alexiéi Alexándrovich se acercó de puntillas a la criatura, la miró silenciosamente y salió después poco a poco, sonriendo.
Al entrar en el comedor, dio orden para que fueran a buscar al médico, y disgustado al ver que su esposa se cuidaba tan poco de la encantadora niña, no quiso entrar a verla ni encontrar tampoco a la princesa Betsi; pero como su esposa podía extrañar que no entrase como de costumbre, hizo un esfuerzo y se dirigió hacia la puerta. La conversación siguiente llegó a sus oídos, bien a su pesar, pues al acercarse, una espesa alfombra ahogaba el ruido de sus pasos.
—Si no marchase, comprendería la negativa de usted y la suya, pero Alexiéi Alexándrovich debe sobreponerse a eso —decía Betsi.
—No es cuestión de mi esposo, sino mía; no me hable usted más de eso —contestaba la voz conmovida de Anna.
—Sin embargo, debe usted desear ver otra vez al que ha estado a punto de morir por su amor…
—Por eso mismo no quiero volver a verlo.
Karenin se detuvo, estaba nervioso, como si fuese culpable; de buena gana se hubiera alejado sin ser oído, pero reflexionando que aquella retirada sería poco digna, prosiguió su camino tosiendo; las voces callaron, y entró en la habitación.
Anna, con bata de color gris y su negro cabello cortado, estaba sentada en una silla larga. Toda su animación desapareció, como de costumbre, al ver a su esposo; inclinó la cabeza y dirigió una inquieta mirada a Betsi. Esta última, vestida a la última moda, con un sombrerito en la parte superior de la cabeza, a semejanza de una pantalla en un quinqué, y una falda de vivos colores, estaba junto a su amiga; se mantenía tan erguida como era posible, y saludó a Karenin con una sonrisa irónica.
—¡Ah! —exclamó con expresión de asombro—, celebro encontrarlo en su casa; no se presenta usted en ninguna parte, y no lo he visto desde la enfermedad de Anna; por otros he sabido de sus cuidados. ¡Sí, es usted un marido extraordinario!
Y le dirigió una mirada cariñosa y significante que debía considerarse como una medalla de generosidad para Karenin por la conducta observada con su esposa.
Alexiéi Alexándrovich saludó fríamente, y besando la mano de Anna, preguntó por su salud.
—Me parece que estoy mejor —contestó, evitando su mirada.
—Sin embargo, parece que tiene usted una animación febril —repuso Alexiéi Alexándrovich, recalcando la última palabra.
—Hemos hablado en demasía —dijo Betsi—, lo cual es egoísmo de mi parte, y, por tanto, me voy.
Y se levantó, pero Anna, que se había ruborizado, la detuvo por el brazo.
—Le ruego que no se vaya —repuso—, pues aún quiero decirle… no, a usted… —dijo volviéndose hacía su esposo, con la cara y el cuello sonrojado—. No quiero ni puedo ocultarle nada…
Alexiéi Alexándrovich inclinó la cabeza, haciendo crujir sus dedos.
—Betsi me ha dicho —continuó— que el conde Vronski deseaba venir aquí para despedirse antes de su marcha a Tashkent.
Anna hablaba deprisa, sin mirar a su esposo, y como deseosa de concluir cuanto antes.
—Yo he contestado —añadió— que no podía recibirlo.
—Ha contestado usted, amiga mía —dijo Betsi, corrigiendo a Anna—, que esto dependía de Alexiéi Alexándrovich.
—No, no puedo recibirlo, y esto no concluiría…
Se detuvo de pronto, interrogando a su marido con la mirada, pero Karenin había vuelto la cabeza.
—En una palabra —añadió—, no quiero…
Alexiéi Alexándrovich se acercó a su esposa e hizo ademán de cogerle la mano.
El primer impulso de Anna fue retirarla, pero se dominó y estrechó la de su marido.
—Le doy las gracias por su confianza… —comenzó a decir Karenin, pero al mirar a la princesa se interrumpió, avergonzado y molesto.
Lo que podía juzgar y decir fácilmente hallándose solo le era imposible en presencia de Betsi, en quien se encarnaba para él esa fuerza brutal independiente de su voluntad, y dueña, sin embargo, de su vida; delante de ella no podía experimentar sentimiento generoso de amor y perdón.
—Vamos, adiós, querida mía —dijo Betsi, levantándose y abrazando a Anna antes de salir.
Karenin la acompañó hasta la puerta.
—Alexiéi Alexándrovich —dijo Betsi, deteniéndose en medio de la habitación para estrecharle una vez más la mano de una manera significativa—, reconozco que es usted un hombre sinceramente generoso, y lo aprecio tanto que me permitiré darle un consejo, aunque no tengo interés alguno en la cuestión: reciba usted a Vronski, que es el honor personificado, y que marcha mañana a Tashkent.
—Le agradezco su simpatía y consejo, princesa; la cuestión es saber si mi esposa puede o quiere también recibir a alguien: ella lo decidirá.
Pronunció estas palabras con dignidad, elevando las cejas como de costumbre, pero comprendió al punto que, cualesquiera que fuesen sus palabras, esta dignidad no era compatible con su situación. La sonrisa irónica y maligna con que Betsi escuchó sus palabras, lo demostraba lo suficientemente.