XXIX

AL volver a San Petersburgo, el pensamiento dominante de Anna fue ver a su hijo; poseída de esta idea desde el día que salió de Italia, su alegría iba en aumento a medida que se acercaba a la capital; le parecía a ella cosa muy sencilla ver al niño, hallándose en la misma ciudad que él; pero desde que llegó pudo comprender que no sería tan fácil una entrevista.

¿Cómo arreglarse? Ir a casa de su esposo, exponiéndose a no ser admitida o a recibir una afrenta, o dirigirse por escrito a Karenin, no era posible; y, sin embargo, no se contentaría con ver a su hijo en el paseo, pues debía darle muchos besos y acariciarlo largo tiempo para quedar satisfecha. La anciana criada de Seriozha hubiera podido serle útil en aquel caso, mas ya no estaba en casa de Karenin. Dos días transcurrieron así en la incertidumbre; y al tercero, habiendo sabido las relaciones de Alexiéi Alexándrovich con la condesa Lidia, resolvió escribir a esa última. Le costó mucho trabajo componer la carta, donde recurría a propósito a la generosidad de su marido, del cual dependía el permiso de ver a su hijo. Sabía que, si Karenin llegase a ver la carta, no se lo negaría, lo que correspondía a su papel del hombre bondadoso.

Cruel decepción fue para Anna ver al mensajero regresar sin contestación; jamás se había creído tan ofendida y humillada, y, sin embargo, comprendía que la condesa podía tener razón: su dolor fue tanto más vivo cuanto que no podía confiárselo a nadie.

Ni aun el mismo Vronski sabría apreciarlo, pues trataría el hecho como de poca importancia, y solo la idea de su frialdad en este punto le parecía odiosa; el temor de aborrecer a su amante era la causa de todo, y, por tanto, resolvió ocultarle cuidadosamente sus pasos respecto al niño.

Durante todo el día se las ingenió para imaginar otros medios de ver a su hijo, y al fin se decidió por el más penoso de todos: escribir directamente a Karenin. En el momento de comenzar su carta, recibió la contestación de la condesa Lidia; se había resignado al silencio, pero la animosidad y el sarcasmo que le revelaban las líneas de aquella carta irritáronla en alto grado.

«¡Qué crueldad y qué hipocresía! —pensó—. Quieren resentirme y atormentar al niño, pero yo no lo permitiré. Esa mujer es peor que yo; por lo menos, no miento.»

Anna resolvió al punto ir a casa de su esposo al día siguiente, aniversario del nacimiento de Seriozha; sobornar a los criados costase lo que costase, ver al niño y poner término a las absurdas mentiras con que lo inquietaban.

Al efecto comenzó por ir a comprar juguetes, y después trazó su plan: iría por la mañana temprano, antes de que Alexiéi Alexándrovich se levantara; llevaría el dinero dispuesto para el conserje y el criado, y solicitaría que la dejasen subir sin levantar el velo, para depositar en la cama de Seriozha los regalos enviados por su padrino. En cuanto a lo que diría a su hijo, aún no lo había pensado.

A la mañana siguiente, a eso de las ocho, Anna se apeó del coche y llamó a la puerta de la antigua casa.

—Ve a ver quién es; parece una señora —dijo Kapitónych a su ayudante, joven que Anna no conocía, al ver a la puerta una dama con velo.

El conserje no estaba vestido aún para recibir, y Anna, apenas estuvo dentro, deslizó un billete de tres rublos en la mano del muchacho, murmurando.

— Seriozha, Serguiéi Alexiéich…

Y avanzó algunos pasos.

El sustituto del conserje examinó el billete, y detuvo a la visitante en la segunda puerta.

—¿A quién busca usted? —le preguntó.

Anna no oyó ni contestó nada. Kapitónych, observando la turbación de la desconocida, acudió presuroso para preguntar qué deseaba.

—Vengo de parte del príncipe Skorodúmov para ver a Serguiéi Alexiéich.

—Aún no está levantado —contestó el conserje, examinando con atención a la dama velada.

Anna no hubiera creído nunca que pudiera sentir tal turbación en aquella casa donde había vivido nueve años; en su alma se despertaron recuerdos dulces y crueles, y durante un momento olvidó por qué estaba allí.

—Sírvase usted esperar —dijo el conserje, despojándola de su abrigo.

Y como la reconociese en el mismo instante, la saludó profundamente.

—Tenga vuecencia la bondad de entrar —dijo.

Anna quiso hablar, pero le faltó la voz, y dirigiendo al anciano una mirada suplicante, subió la escalera con rapidez. Kapitónych trató de alcanzarla, corriendo detrás, pero sus zapatillas se enganchaban en cada peldaño.

—El preceptor no estará vestido aún —decía—; permítame vuecencia avisarlo.

Anna siguió subiendo por la tan conocida escalera, sin comprender lo que el anciano decía.

—Por aquí, a la izquierda; todo está en desorden, pues ha cambiado de habitación —decía el conserje, casi sin aliento—. Sírvase vuecencia esperar un momento; voy a ver —y abriendo una gran puerta, desapareció.

Anna se detuvo, esperando.

—Acaba de despertarse —dijo el conserje, presentándose a poco.

En el mismo instante, Anna oyó como un bostezo de niño, bastándole esto para reconocer que estaba allí.

—¡Déjeme usted entrar, déjeme usted! —balbució, penetrando en la habitación precipitadamente.

A la derecha de la puerta, Anna vio el lecho, y en él un niño, con su camisita de noche, que se estiraba; sus labios se entreabrieron esbozando una sonrisa, y volvió a reclinar su cabeza sobre la almohada.

—¡Hijo mío! —murmuró Anna, acercándose al lecho sin ser oída.

Desde que estaban separados, y en sus efusiones de ternura para el ausente, Anna creía ver siempre a su hijo a los cuatro años, a la edad en que fue más hermoso. Ahora no se parecía ya al que ella dejó, era más alto y delgado, y su cara le pareció más larga, a causa de tener el cabello corto. Había cambiado mucho, pero siempre era él; la forma de su cabeza, los labios, el pequeño cuello y los anchos hombros eran los mismos.

—¡Seriozha mío! —repitió Anna al oído del niño.

Este se incorporó, apoyándose en un codo; volvió su cabeza desgreñada, tratando de comprender, y abrió los ojos. En el primer instante fijó una mirada interrogadora en su madre, inmóvil junto a él; sonrió de contento, y con los ojos medio cerrados aún por el sueño, se precipitó en sus brazos.

—¡Seriozha, hijo mío! —balbució la madre, sofocada por las lágrimas y estrechando aquel pequeño cuerpo.

—¡Mamá! —murmuró el niño, revolviéndose entre las manos de su madre como para sentir mejor la presión.

Seriozha se cogió a la cabecera de la cama con una mano, y con la otra al hombro de su madre, y comenzó a frotar su rostro contra el cuello y el pecho de Anna, a quien parecía embriagar aquel cálido perfume de su hijo.

—Bien sabía yo —dijo este, entreabriendo los ojos—, bien sabía yo que vendrías el día de mi cumpleaños; voy a levantarme enseguida.

Y hablando así volvió a quedar adormecido.

Anna lo devoraba con la vista, observando los cambios ocurridos durante su ausencia, costándole algo reconocer aquellas piernas tan largas, aquellas flacas mejillas y aquellos cabellos que formaban rizos sobre la nuca. Estrechaba a Seriozha contra su corazón, y las lágrimas le impedían hablar.

—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó, despierto ya del todo y dispuesto a llorar también.

—¿Yo? No lloraré más…; es de alegría, porque hace mucho tiempo que no te he visto. Vamos —añadió, reprimiendo sus lágrimas y volviéndose—, ahora debes vestirte…

Y sin dejar la mano de Seriozha, se sentó junto a la cama, en la silla en que estaba la ropa del niño.

—¿Cómo te vistes sin mí? —preguntó Anna—. ¿Cómo…?

Anna quiso hablar alegremente, mas no pudo, y volvió de nuevo la cabeza.

—Ya no me lavo con agua fría —dijo Seriozha—, porque papá lo ha prohibido. ¿Has visto a Vasili Lukich? Ahora vendrá. ¡Mira, te has sentado sobre mi ropa!…

Y Seriozha soltó la carcajada, haciendo sonreír a su madre.

—¡Querida mamá! —exclamó el niño, precipitándose de nuevo en brazos de Anna, como si comprendiera mejor lo que le sucedía—. ¡Quítate eso! —añadió, despojándola de su sombrero.

Y al verla con la cabeza desnuda, la abrazó otra vez.

—¿Qué has pensado de mí? —preguntó Anna—. ¿Creíste que me había muerto?

—Nunca lo creí.

—¿De veras, hijo mío?

—Ya lo sabía, ya lo sabía —repuso Seriozha, repitiendo su frase favorita, y apoderándose de la mano que acariciaba su cabello, la cual comenzó a besar, apoyando la palma en su pequeña boca.

Ana Karenina
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