XXXII

ANTES de que Vronski marchara a las elecciones, Anna se había prometido hacer los mayores esfuerzos para soportar estoicamente la separación; pero la mirada fría e imperiosa con que el conde le anunció que se ausentaba hirió su amor propio, y sus resoluciones se debilitaron. Una vez sola, comenzó a comentar aquella mirada y se la explicó de una manera humillante. «Sin duda tiene derecho para ausentarse cuando le parezca, y a decir verdad, todos los derechos, mientras que yo no tengo ninguno; pero es poco generoso demostrármelo de esa manera, y mucho menos con la dura mirada que me ha dirigido… Su falta es bien leve…, mas en otro tiempo no me miraba así, y esto prueba que su amor se ha enfriado.»

A fin de distraerse, multiplicó su actividad, sus quehaceres, y por la noche tomaba morfina. En medio de sus pensamientos, le pareció que el divorcio era un medio de impedir que Vronski la abandonara, porque el divorcio implicaba el matrimonio; en consecuencia, resolvió no resistir ya más sobre este punto, como lo había hecho hasta entonces desde la primera vez que Vronski le hablara sobre el particular.

Cinco días pasaron así. Para matar el tiempo, Anna paseaba con la princesa, visitaba el hospital y, sobre todo, leía; pero llegado el sexto día, y al ver que Vronski no regresaba, se debilitaron sus fuerzas; y la niña enfermó, aunque demasiado ligeramente para que la inquietud distrajese a la madre, la cual no podía, por otra parte, fingir sentimientos que no experimentaba.

En la noche del sexto día, el temor de que Vronski la abandonase fue tan vivo, que quiso marchar, pero se contentó con la carta que envió por medio de un mensajero. A la mañana siguiente sintió ya haber procedido con tanta ligereza, al recibir una misiva de Vronski en la cual este explicaba su tardanza; y al punto se apoderó de ella el temor de volver a verlo. ¿Cómo so portaría ella la severidad de su mirada cuando supiese que su hija no había estado seriamente enferma? A pesar de todo, su regreso era una dicha; tal vez echaba de menos su libertad, pareciéndole pesada su cadena; pero estaría allí y podría verlo de continuo.

Sentada junto a la lámpara, leía una obra nueva de Taine, escuchando el silbido del viento y los más leves rumores para espiar la llegada del conde; y después de engañarse varias veces, oyó al fin con toda claridad la voz del cochero y el ruido del vehículo al entrar en el zaguán. Anna se levantó; pero no atreviéndose a bajar, como lo había hecho ya dos veces, se detuvo, ruborizada, confusa e inquieta por la acogida que se le haría. Se habían desvanecido ya todas sus anteriores susceptibilidades; ya no temía más que el descontento de Vronski, y enojada al recordar que la niña estaba muy bien, le tenía mala voluntad por haberse restablecido tan pronto. Sin embargo, al pensar que iba a ver el conde, ya no se acordó de nada más, y cuando oyó su voz, corrió alborozada al encuentro de su amante.

—¿Cómo está Ania? —preguntó tímidamente Vronski desde abajo al ver a Anna bajar rápidamente, mientras le quitaban las botas.

—Mucho mejor.

—¿Y tú?

Anna le cogió ambas manos, y lo atrajo hacia sí sin separar de él la vista.

—Me alegro mucho —replicó el conde fríamente, fijando su atención en el vestido de Anna y comprendiendo que se lo había puesto solo para recibirlo.

Estas atenciones lo agradaban, pero le habían gustado hacía ya demasiado tiempo; y por eso se reflejó en su semblante la expresión de severidad que Anna temía.

—¿Cómo sigues? —preguntó Vronski, besando la mano de su amante después de limpiarse la barba, húmeda por el frío.

«Tanto peor —pensó Anna—; con tal de que él esté aquí, todo me es igual, pues cuando yo me hallo a su lado no se atreve a dejar de amarme.»

La noche se pasó alegremente en compañía de la princesa, que se quejaba de que Anna tomase morfina.

—No puedo prescindir de ella —dijo Anna— porque mis pensamientos me impiden conciliar el sueño; cuando él está aquí, no la tomo casi nunca.

Vronski refirió los diferentes episodios de la elección, y Anna supo interrogarlo hábilmente para que hablara de la buena acogida que había merecido; a su vez contó cuanto había ocurrido en ausencia de Vronski, y solo le dijo cosas que pudieran agradarlo.

Cuando estuvieron solos, Anna quiso borrar la impresión desagradable producida por su carta, y más segura de sí misma, dijo:

—Confiesa que te ha desagradado mi carta y que no has creído en mis palabras.

En cuanto pronunció estas palabras Anna, comprendió que, a pesar de su amor, Vronski no le había perdonado aquella carta…

—Es verdad —contestó Vronski—; tu misiva era extraña; me decías que Ania te inquietaba, y, sin embargo, querías ir tú misma.

Anna comprendió que Vronski, a pesar de su ternura, no perdonaba.

—Una y otra cosa eran verdad.

—No lo dudo.

—Sí, lo dudas; y veo que estás incomodado.

—Nada de eso; pero me contraría que tú no quieras reconocer deberes…

—¿Qué deberes? ¿El de ir al concierto?

—No hablemos más.

—¿Por qué no hablar?

—Quiero decir que puede haber deberes imperiosos; así, por ejemplo, me será preciso ir a Moscú para resolver algunos asuntos… Pero, Anna, ¿por qué te irritas de ese modo cuando sabes que no puedo vivir sin ti?

—Pues te advertiré —repuso Anna, cambiando súbitamente de tono— que si llegas un día para marcharte al siguiente, y si te cansa esta vida…

—Anna, no seas cruel; ya sabes que estoy dispuesto a sacrificártelo todo.

—Cuando vayas a Moscú —continuó Anna, sin escuchar —no me quedaré sola aquí; vivamos juntos, o separémonos.

—Yo no deseo otra cosa más que vivir contigo; pero es indispensable…

—¿El divorcio? Pues voy a escribir; reconozco que no puedo vivir de esta manera. Iré contigo a Moscú.

—Dices eso con aire de amenaza, pero yo no deseo otra cosa —replicó Vronski, sonriendo.

La mirada del conde al pronunciar estas palabras afectuosas era glacial, como la de un hombre a quien la persecución exaspera, y parecía decir: «¡Qué desgracia!». Anna lo comprendió, y nunca pudo olvidar la impresión que experimentó en aquel instante.

Sin pérdida de tiempo, Anna escribió a Karenin pidiéndole el divorcio, y a fines de noviembre, después de separarse de la princesa, que debía ir a San Petersburgo, marchó a Moscú para establecerse allí con Vronski.

Ana Karenina
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