XI

¡ENCANTADORA e infeliz mujer!», pensó Lievin cuando estuvo en la calle y sintió el aire helado de la noche.

—¿Qué te había dicho yo? —le preguntó Stepán Arkádich—. ¿No tenía razón?

—Sí —contestó Lievin, con aire pensativo—; esa mujer es verdaderamente notable, y la seducción que ejerce no es debida solo a su talento; se comprende que tiene corazón; pero inspira lástima.

—A Dios gracias, confío que todo se arreglará; pero sirva esto para demostrarte que es preciso desconfiar de los juicios temerarios. Adiós, pues no vamos por el mismo camino.

Lievin entró en su casa subyugado por el encanto de Anna, tratando de recordar los menores incidentes de la tertulia y persuadido de que comprendía a aquella mujer superior.

* * *

Al abrir la puerta, Kuzmá dijo a su amo que Katerina Alexándrovna seguía bien, y que sus hermanas acababan de salir; al mismo tiempo, le entregó dos cartas, que Lievin leyó al punto. Una era de su intendente, que no encontraba comprador para el trigo a un precio razonable; la otra de su hermana, la cual le daba quejas por haber descuidado el asunto de la tutela.

«Pues venderemos más barato —pensó Lievin, resolviendo ligeramente la primera cuestión—; y en cuanto a mi hermana, tiene razón de quejarse; pero el tiempo pasa tan rápidamente que no he hallado medio de ir al tribunal hoy.»

Lievin se prometió ocuparse del asunto el día siguiente, y al encaminarse a la habitación de su mujer, pensó en sus ocupaciones de aquel día. ¿Qué había hecho más que hablar y siempre hablar? Ninguno de los asuntos tratados le hubiera hecho perder el tiempo en el campo; solo tenían importancia allí, y aunque aquellas conversaciones no tuviesen nada de reprensibles, sentía como un remordimiento en el fondo del corazón al recordar su ternura hacia Anna.

Kiti estaba triste y meditabunda; la comida de las tres hermanas había sido alegre, pero como Lievin no volvía, la noche le pareció más larga.

—¿Qué ha sido de ti? —le preguntó al observar en sus ojos un brillo sospechoso, pero absteniéndose de indicar nada que pudiese contener su expansión.

—He encontrado a Vronski en el club, y me alegro mucho; todo ha pasado naturalmente, y en adelante no habrá hostilidad entre nosotros, aunque mi intención no sea buscar su compañía.

Al decir estas palabras se sonrojó, pues para no buscar su compañía había ido a casa de Anna al salir del club.

—Nos quejamos de las tendencias del pueblo a la embriaguez, pero yo creo que los hombres de mundo no beben menos ni se limitan tampoco a emborracharse los días de fiesta.

A Kiti le interesaba mucho más averiguar por qué su marido se sonrojaba que discutir sobre las tendencias a la embriaguez, y, por tanto, continuó sus preguntas:

—¿Qué has hecho después de comer?

—Stepán se empeñó en que lo acompañase a casa de Anna Arkádievna —contestó Lievin, sonrojándose cada vez más, y no dudando ya que su visita había sido poco conveniente.

Los ojos de Kiti brillaron como un relámpago, pero se contuvo y exclamó sencillamente:

—¡Ah!

—Supongo que no te enojarás, pues Stepán Arkádich me lo rogó con mucha insistencia, y yo sabía que Dolli lo deseaba igualmente.

—¡Oh, no! —contestó Kiti con una mirada que no presagiaba nada bueno.

—Es una mujer encantadora que debemos compadecer —continuó Lievin; y refirió los detalles sobre la vida de Anna, repitiendo a su esposa las últimas palabras que le había dirigido para que las transmitiera a Kiti.

—¿De quién has recibido carta? —preguntó.

Lievin se lo dijo, y engañado por la aparente calma de Kiti, pasó a su gabinete para desnudarse; pero, cuando volvió, su esposa, que no se había movido, al verlo acercarse, comenzó a llorar.

—¿Qué ocurre? —preguntó inquieto, aunque comprendía la causa de aquel llanto.

—Tú te has enamorado de esa espantosa mujer —dijo Kiti—; lo he conocido en tus ojos; te ha hechizado y no podía ser de otro modo. Has estado en el club, has bebido en demasía; y después de esto, ¿dónde habías de ir sino a casa de una mujer como ella? No, esto no puede seguir así, y mañana mismo nos marcharemos… Yo me marcho.

Mucho tuvo que hacer Lievin para dulcificar a su esposa, y no lo consiguió sino prometiendo no volver más a casa de Anna, cuya perniciosa influencia, agregada a un exceso de la bebida, había turbado su razón. Lo que confesó con más sinceridad fue el mal efecto que le producía aquella vida ociosa que se pasaba en correr, beber y charlar. Los cónyuges hablaron hasta altas horas de la noche, y al fin conciliaron el sueño a las tres de la mañana, suficientemente reconciliados.

Ana Karenina
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