XVI

EL anciano príncipe, Serguiéi Ivánovich y Stepán Arkádich se hallaron reunidos al día siguiente en casa de Lievin a eso de las diez, para enterarse del estado de Kiti. Konstantín se creía separado de la víspera por un intervalo de cien años; oía a los demás conversar y se esforzaba para descender hasta ellos desde las alturas en que creía hallarse. Hablando de cosas indiferentes, pensaba en su esposa y en su hijo, a cuya existencia no daba crédito aún; la misión de la mujer en la vida tenía para él gran importancia desde que se casó, y ahora ocupaba a sus ojos el más alto lugar. Escuchando la conversación sobre la comida del día anterior en el club, pensaba: «¿Qué estará pasando ahora? ¿Se habrá quedado dormido? ¿En que estará pensando? Estará llorando mi hijo Dmitri?». No pudo aguantar más sin verlos.

—Pregunta si puedo entrar —dijo el anciano príncipe al ver a Lievin saltar de la silla para ir a ver a su esposa.

Kiti no dormía; bien arreglada en su lecho, tenía las manos puestas sobre la colcha y hablaba en voz baja con su madre; su mirada brilló al ver a Lievin, En su rostro se advertía aquel cambio de terrenal a ultraterreno, aquella serenidad sobrenatural que se observa en los rostros de los muertos, con la diferencia de que en estos es de despedida y en el de Kiti era de bienvenida.

La emoción que había experimentado durante el parto, volvió a apoderarse de él. Levin, vencido por su debilidad, no pudo decir ni una palabra y volvió la cabeza.

—¿Has dormido poco? —preguntó a su marido—. Yo he dormitado y me siento bien.

La expresión de su rostro cambió súbitamente al oír el vagido de la criatura.

—Démelo usted para enseñárselo a su padre —dijo a la comadrona.

—Ahora lo enseñaremos, cuando esté arreglado —contestó Lizavieta, fajando al pie de la cama algo extraño, rojizo, que no paraba de moverse. La comadrona desenvolvió aquel objeto tan raro —el niño— y se puso a vestirlo otra vez, moviéndolo con un solo dedo de un lado para otro y echándole el talco.

Lievin miró a la criatura, esforzándose inútilmente para reconocerse sentimientos paternales, pero lo único que sentía por ella era cierta grima. Pero cuando lo desnudaron y dejaron al descubierto sus bracitos diminutos, sus piernecitas de color azafranado con sus deditos, ¡hasta tenía el dedo gordo que era distinto de los otros! —cuando se fijó en todo aquello, sintió de pronto tanta compasión y tanto temor, que le podía hacer daño… que hizo un gesto para detenerla.

—No se preocupe —dijo la mujer, sonriendo—, no le haré mal.

Y después de arreglar la criatura convenientemente y convertirla en un muñeco, la presentó con orgullo, diciendo:

Kiti no les quitaba el ojo.

—Démelo, démelo —dijo impacientemente, intentando levantarse en la cama.

—¡Que hace usted, Katerina Alexándrovna! No debe hacer estos movimientos. Espere, ahora se lo traigo. Antes dejemos que lo vea su papá.

Y Lizavieta Petrovna levantó en una de sus manos (la otra, con solo los dedos, sostenía la débil cabecita) a aquella extraña criatura, rojiza y movible, que ocultaba su rostro detrás de los bordes del arrullo, pero se le veían las naricillas, los ojos, algo torcidos, y los labios que hacían ademán de chupar.

—¡Es un hermoso niño!

Pero con su rostro rojizo, sus ojos prolongados y su cabeza vacilante, el hermoso niño no produjo en Lievin más que un sentimiento de compasión y de disgusto. Esperaba otra cosa, y volvió la cabeza, mientras que la comadrona lo dejaba en brazos de Kiti, la cual comenzó a reír de pronto al ver que la criatura tomaba el pecho.

—Ya basta —dijo la comadrona un momento después.

Pero Kiti no quiso dejar a su hijo, que se durmió junto a ella.

—Míralo ahora —dijo, volviendo el niño hacia su padre, en el instante en que su expresión era más cómica, porque iba a estornudar.

Lievin, muy enternecido, estaba a punto de llorar, y abrazando a su esposa, salió de la habitación. ¡Cuán diferentes eran los sentimientos que le inspiraba aquella criatura de aquellos que él había previsto! No se creía ni alegre, ni satisfecho. El único sentimiento que experimentaba era el miedo desconocido y angustioso. Se dio cuenta del nuevo punto de vulnerabilidad. Solo sentía profunda compasión, un temor tan vivo de que aquel pobre niño sufriese, que al principio casi ni se notaba esa sensación extraña de la alegría tonta y del orgullo inexplicable, que experimentó aquel día al verlo estornudar.

Ana Karenina
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