XIX

UNA vez sola, Dolli examinó la habitación como mujer que conocía el precio de las cosas; jamás había visto un lujo comparable con el que observaba desde el encuentro con su amiga, solo por la lectura de las novelas inglesa; recordaba que se vivía así en Inglaterra; pero en Rusia, y sobre todo en el campo, no se encontraba nada análogo en ninguna parte. El lecho tenía somier elástico; la mesa-tocador, tabla de mármol del más fino; las figuras de bronce de la chimenea, los tapices, las alfombras, los cortinajes, todo era nuevo y de la más refinada elegancia.

La doncella que se presentó para ofrecer sus servicios vestía mucho mejor que Dolli, lo cual no pudo menos de avergonzarle al presentarse ante ella con el raído saco de viaje y sus menudencias de tocador, sin contar una camiseta de dormir algo remendada. Estas composturas tenían para Dolli su mérito, porque representaban una pequeña economía, pero la humillaron a los ojos de aquella brillante camarera. Por fortuna, Anna la llamó en el mismo instante, y, con gran satisfacción de Dolli, en lugar de ella se presentó Ánnushka, la antigua doncella de Anna, que la había acompañado en otro tiempo a Moscú. Ánnushka, muy contenta al ver a Daria Alexándrovna, charló tanto como pudo sobre su ama y la ternura del conde, a pesar de los esfuerzos que Dolli hacía para cambiar de conversación.

—Me he criado con Anna Arkádievna —decía—, y la amo más que a todo el mundo; no me toca a mí juzgarla, y el conde es su marido…

La entrada de Anna, que se había puesto un vestido de batista de costosa sencillez, puso término a estas confidencias; Anna, dueña ya de sí misma, parecía escudarse con un tono tranquilo e indiferente.

—¿Cómo sigue tu niña? —preguntó Dolli.

—Muy bien. ¿Quieres verla? No hemos tenido pocos trabajos con su nodriza italiana; buena mujer, pero muy estúpida. Sin embargo, como la pequeña se ha encariñado con ella, ha sido forzoso conservarla.

—Pero ¿qué has hecho… —comenzó a decir Dolli, queriendo preguntar el nombre de la niña; mas se detuvo al ver que el rostro de Anna cambiaba de expresión—. ¿La has criado?

—No es eso lo que ibas a decir —replicó Anna, comprendiendo la reticencia de Dolli—; tú pensabas seguramente en el nombre de la niña. El tormento de Alexiéi es que no tenga otros más que el de Karenin —al decir esto cerró los ojos a medias, nueva costumbre que Dolli no conocía—. En fin, ya hablaremos de eso después.

La «habitación de los niños», espaciosa y con buena luz, se había arreglado con el mismo lujo que el resto de la casa; allí se veían los procedimientos más nuevos para enseñar a los niños a trepar y andar, bañera, balancines y cochecitos; todo era nuevo, de origen inglés y evidentemente muy costoso.

La niña, en camisa, sentada en un sillón, servida por una muchacha de servicio rusa, comía en aquel momento una sopa, con la que había manchado todo el babero; ni el aya ni la nodriza estaban presentes, pero se oía en la habitación contigua la jerga francesa que les servía para comprenderse.

El aya inglesa se presentó al oír la voz de Anna, excusándose de mil maneras, aunque no se le dirigía ninguna reprensión; era una mujer alta, de cabello rubio y malencarada; la expresión de su fisonomía desagradó a Dolli, desde luego; a cada palabra de Anna contestaba: «Yes, lady».

En cuanto a la niña, su cabello negro, su aspecto de salud y su manera de arrastrarse sedujeron a Daria Alexándrovna; sus bonitos ojos miraban con aire satisfecho a las espectadoras, como para demostrar que era sensible a su admiración; y sirviéndose de pies y manos, avanzaba resueltamente hacia ellas, semejante a un bonito animal.

Pero la atmósfera de aquella habitación tenía algo desagradable. ¿Cómo podía Anna conservar a su lado un aya de tan poco atractivo exterior? ¿Sería porque ninguna otra más conveniente había consentido en servir a una familia irregular? Dolli creyó reconocer también que Anna era casi una forastera en aquel sitio; no vio ninguno de los juguetes de la niña, y, cosa singular, la madre no sabía cuántos dientes le habían salido ya.

—Me creo inútil aquí —dijo Anna al salir, levantando la cola de su vestido para no engancharse en algún objeto—. ¡Qué diferencia con el mayor!

—Yo hubiera creído, por el contrario… —comenzó a decir Dolli, tímidamente.

—¡Oh, no! ¿No sabes que volví a ver a Seriozha? —dijo Anna, mirando a lo lejos, cual si buscase alguna cosa en el horizonte—. Estoy como una criatura que se muere de hambre, o que hallándose en un festín no supiera por dónde comenzar. Tú eres ese festín para mí. ¿Con quién sino contigo podría hablar yo con toda franqueza? Mais je ne vous ferai gráce de rien. Por lo mismo no te ocultaré nada cuando podamos hablar tranquilamente, y por ahora te haré un bosquejo de la sociedad que encontrarás aquí. Por lo pronto, la princesa Varvara; ya conozco tu opinión y la de Stepán Arkádich respecto a ella, pero debo decirte que tiene algo bueno, y te aseguro que le estoy muy agradecida, pues me ha servido de mucho en San Petersburgo, donde me vi rodeada de dificultades a causa de mi posición. Pero hablemos de los demás; ya conoces a Sviyazhski, el mariscal de distrito; este necesita a Alexiéi, que con su fortuna puede adquirir mucha influencia si vivimos en el campo; tenemos también a Tushkevich, a quien has visto en casa de Betsi, y que ha recibido su licencia; como dice Alexiei, es un hombre muy agradable si se le toma por lo que quiere parecer, y la princesa le tiene por un hombre comme il faut; y, por último, tenemos como huésped a Veslovski, a quien ya conoces, y que nos ha referido una historia inverosímil de Lievin —añadió Anna, sonriendo—; es un muchacho muy galante e ingenuo. Deseo conservar esta sociedad, porque los hombres necesitan distraerse, y porque a Vronski le conviene un público, a fin de que no tenga tiempo de desear otra cosa. Se me olvidaba decirte que también encontrarás aquí al intendente, un alemán que entiende bien su negocio; al arquitecto y al doctor; este último, no es que sea un nihilista consumado, pero come con cuchillo… Une petite cour.

Ana Karenina
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