XXVIII

CUANDO Alexiéi Alexándrovich se presentó en las carreras, Anna se había colocado ya junto a Betsi en el pabellón principal, donde se hallaba reunida la alta sociedad: divisó a su esposo a lo lejos, e involuntariamente, lo siguió con la vista entre la multitud. (Dos hombres —el marido y el amante— eran el centro de su vida y Anna percibía su proximidad sin recurrir a sus sentidos.) Lo vio avanzar hacia el pabellón, devolviendo con altanera benevolencia sus saludos a varias personas que encontraba al paso, cambiando otros distraídos con sus iguales, y buscando con ansiedad las miradas de los poderosos, a los cuales contestaba descubriéndose completamente, en cuyo caso dejaba ver sus grandes orejas. Anna conocía todas aquellas maneras de saludar, y le eran igualmente antipáticas.

«Todo es ambición y ansia de figurar —pensó Anna—; en su alma no hay otra cosa; en cuanto a sus miras elevadas y a su amor a la civilización y a la religión, no son más que medios para llegar a la altura que desea.»

A juzgar por las miradas que Karenin dirigía al pabellón, fácil era comprender que no había visto a su esposa en aquellas oleadas de muselina y cintas, de plumas, de flores y de sombrillas. Anna comprendió que la buscaba, pero no se dio por enterada.

—¡Alexiéi Alexándrovich! —gritó la princesa Betsi—. ¿No ve usted a su esposa? Aquí está.

Karenin saludó con una sonrisa glacial.

—Todo es tan brillante aquí —replicó, acercándose al pabellón— que los ojos se deslumbran.

Dicho esto, saludó a Anna como debe hacer un esposo que acaba de separarse de su mujer, y después a Betsi y a sus demás conocidos, mostrándose galante con las damas y cortés con los hombres.

Un general célebre por su talento y su saber estaba cerca del pabellón; Alexiéi Alexándrovich, que lo apreciaba mucho, se aproximó a él y entabló conversación.

Era el momento que mediaba entre dos carreras, el general criticaba aquel género de diversión y Alexiéi Alexándrovich lo defendía.

Anna oía aquella voz acompasada, sin perder una sola de las palabras de su esposo, que resonaban desagradablemente en sus oídos.

Cuando iba a comenzar la carrera de obstáculos, se inclinó hacia delante, sin perder de vista a Vronski, que en aquel momento se acercaba a su caballo para montar, la voz de su esposo se elevaba siempre hasta ella y le parecía odiosa, padecía por causa de Vronski, pero más aún por aquella voz, cuyas entonaciones conocía.

«Soy una mala mujer, una mujer perdida —pensaba—, pero odio el engaño y no puedo tolerarlo, mientras que mi marido se alimenta de él. Todo lo sabe y todo lo ve. ¿Qué podrá experimentar cuando habla con esa tranquilidad? Me infundiría algún respeto si me matara o si matase a Vronski; pero no, él prefiere a todo la mentira y las conveniencias.»

Anna no sabía apenas lo que hubiera deseado en su marido ni comprendía tampoco que la volubilidad de Alexiéi Alexándrovich, que tan vivamente la irritaba, no era sino la expresión de su agitación interior, necesitaba un movimiento intelectual cualquiera, así como lo necesita físico el niño que acaba de recibir un golpe; para Karenin era indispensable aturdirse, a fin de ahogar las ideas que lo acosaban en presencia de su esposa y de Vronski.

—El peligro —decía— es una condición indispensable para las carreras de oficiales; si Inglaterra puede mostrar en su historia hechos de armas gloriosas para la caballería, lo debe únicamente al desarrollo de la fuerza en sus hombres y sus caballos. En mi opinión, el deporte tiene un sentido profundo, pero nosotros no lo vemos más que superficialmente.

—No tanto como esto —replicó la princesa Tvierskaia—; dícese que uno de los oficiales se ha roto dos costillas.

Alexiéi Alexándrovich sonrió fríamente y sin expresión.

—Admito, princesa —dijo—, que ese caso es interno y no superficial; pero aquí no se trata de eso —y volviéndose hacia el general, añadió—: No olvide usted que los que corren son militares, que esa carrera se ha organizado por ellos y que toda vocación tiene un reverso de la medalla; esto entra en los deberes militares; así como el boxeo o las corridas de toros son indicios de la barbarie, el deporte especializado es, por el contrario, señal de desarrollo.

—¡Oh, no volveré! —dijo la princesa Betsi—. Esto conmueve demasiado, ¿no es verdad, Anna?

—Sí, pero fascina —dijo otra señora—; si yo hubiese sido romana, habría frecuentado mucho el circo.

Anna no hablaba; se limitaba a mirar en la misma dirección con sus gemelos.

En aquel instante, un general de elevada estatura cruzó por el pabellón; Alexiéi Alexándrovich interrumpió bruscamente su discurso, se levantó con dignidad e hizo un profundo saludo.

—¿No corre usted? —le preguntó el general, chanceándose.

—Mi carrera es de un género más difícil —contestó respetuosamente Karenin.

Y aunque la respuesta no tuviese nada de particular, el general pareció recoger la palabra profunda de un hombre de talento, aparentando que comprendía la pointe de la sauce.

—La cuestión tiene dos lados —repuso Alexiéi Alexándrovich—: el del espectador y el del actor, y convengo que el amor a estos espectáculos es indicio seguro de inferioridad en un público…; pero…

—¡Princesa, una apuesta! —gritó Stepán Arkádich, dirigiéndose a Betsi—. ¿Por quién pone usted?

—Anna y yo apostamos por Kúzovlev —dijo Betsi.

—Pues yo por Vronski… un par de guantes.

—Está bien.

Alexiéi Alexándrovich había guardado silencio mientras hablaban a su alrededor; pero terminado el diálogo comenzó a decir:

—Convengo en que los ejercicios viriles…

En aquel momento se oyó la señal de partida, y todas las conversaciones cesaron.

El señor Karenin calló también, pues todos se levantaban para mirar por la parte del río; y como las carreras no le interesaban, en vez de seguir con la vista a los jinetes, paseó su mirada distraída por el pabellón y la fijó al fin en su esposa.

Pálida y grave, Anna no tenía ojos más que para los que corrían, su mano oprimía convulsivamente el abanico y apenas respiraba. Karenin apartó de ella la vista para examinar a otras damas.

«He aquí otra señora muy conmovida —se dijo—; esto es muy natural», y, a pesar suyo, fijó en ella la atención y después en Anna, en cuyo rostro leía claramente con horror todo lo que deseaba ignorar.

A la primera caída, la de Kúzovlev, la emoción fue general; mas por la expresión de triunfo del rostro de Anna Karénina reconoció que aquel a quien ella miraba no había caído. Cuando un segundo oficial rodó por tierra después que Majotin y Vronski habían saltado la barrera grande y se creyó que este último se había matado, cruzó entre todos los espectadores un murmullo de terror; pero Alexiéi Alexándrovich echó a deber que su esposa no había observado nada y que apenas comprendía la emoción general; por eso la miró con creciente insistencia.

Aunque estuviese muy absorta, Anna sintió que la mirada fría de su esposo pesaba sobre ella, y entonces se volvió hacia Karenin con aire interrogador, frunciendo ligeramente las cejas.

«Todo me es igual», parecía decir. Y volvió a mirar con los gemelos.

La carrera fue desgraciada; de diecisiete jinetes, más de la mitad cayeron, y cuando terminaba aquella, la emoción era tanto más viva cuanto que el emperador manifestó su descontento.

Ana Karenina
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