XVIII

DESPUÉS de esta conversación, cuando Vronski salió de la casa de Karenin, se detuvo en el zaguán, preguntándose dónde estaba y qué debía hacer; humillado y confuso, se veía privado de todo medio de lavar su vergüenza y arrojado fuera de la vía por donde hasta entonces avanzó siempre orgullosamente, sin la menor dificultad. Todas las reglas que habían servido de base en su vida, y que él creía inatacables, resultaban ahora falsas y engañosas; el marido engañado, aquel triste personaje que hasta entonces considerara como un obstáculo accidental, y a veces cómico, para su dicha, acababa de elevarse a una altura que inspiraba respeto, y en vez de parecer falso y ridículo, se mostraba sencillo, grande y generoso. Vronski no podía ocultarse que los papeles habían cambiado, comprendía la grandeza, la rectitud de Karenin y su propia conducta, que ahora le parecía vil; aquel esposo engañado era magnánimo en su dolor, mientras que él se reconocía pequeño y mísero; pero este sentimiento de inferioridad respecto al hombre a quien había despreciado injustamente no era más que una pequeña parte de su dolor.

Lo que lo afligía sobre todo era la idea de perder a Anna para siempre, porque su pasión, enfriada un momento, se había despertado más violenta que nunca. Durante su enfermedad pudo conocerla mejor, y creía no haberla amado jamás; sería necesario perderla ahora, cuando ya la conocía y amaba verdaderamente, y dejar, al perderla, el recuerdo más humillante. Recordaba con horror el momento ridículo y odioso en que Alexiéi Alexándrovich le había apartado las manos del semblante; e inmóvil en el zaguán de la casa de Karenin parecía no saber dónde estaba ni qué hacía.

—¿Llamo a un cochero? —preguntó el conserje.

—Sí, llámalo.

Cuando entró en su casa, después de tres noches de insomnio, Vronski se tendió en un sofá sin desnudarse, con los brazos cruzados sobre la cabeza. Las reminiscencias, los pensamientos, las impresiones más extrañas se sucedían en su espíritu con singular lucidez. Unas veces se figuraba que daba una poción a la enferma, otras veces que contemplaba las blancas manos de la comadrona, y después la singular actitud de Alexiéi Alexándrovich, arrodillado junto al lecho.

«¡Dormir, olvidar!», se dijo con la tranquila solución del hombre que, hallándose en su estado normal, sabe que puede reposar si está cansado. Sus ideas se embrollaron muy pronto, y le pareció caer en el abismo del olvido; pero de pronto, en el momento que abandonaba la vida real, como si las olas de un océano hubiesen pasado sobre su cabeza, una violenta sacudida eléctrica pareció agitar su cuerpo sobre los muelles del diván, y se halló de rodillas, con los ojos tan abiertos como si no hubiese pensado en dormir y sin experimentar el menor cansancio.

«Podrá usted arrastrarme por el fango…»

Estas palabras de Alexiéi Alexándrovich resonaban en sus oídos, y aún creía verlo ante sí, y también el rostro encendido de Anna, y sus ojos brillantes, que miraban con ternura no a él, sino a su esposo; pensaba también en lo ridículo que debió parecer cuando Alexiéi Alexándrovich le separó las manos del rostro; y echándose hacia atrás en el diván, cerró los ojos, murmurando:

—¡Dormir, olvidar!

Un momento después se representó el rostro de Anna más radiante que nunca, tal como lo vio el día memorable de las carreras.

—¡Es imposible, y no será así! —murmuró—. ¿Cómo quiere ella borrar este recuerdo? ¡Yo no puedo vivir así! ¿Cómo reconciliarnos?

Pronunciaba estas palabras en voz alta, sin saber lo que decía, y esta repetición maquinal impidió durante algunos segundos que los recuerdos y las imágenes que le acosaban volvieran a reproducirse; pero los dulces momentos del pasado y las recientes humillaciones recobraban muy pronto su imperio.

Vronski permaneció así echado, buscando el sueño sin esperanza de encontrarlo y murmurando algunas frases para alejar las nuevas y desconsoladoras alucinaciones que le asediaban. Le parecía oír su propia voz, que repetía con singular persistencia: «No has sabido apreciarla; no has sabido aprovecharte».

«¿Me volveré loco? —preguntóse al fin—. Tal vez. ¿Por qué se vuelve uno loco y por qué se suicida?»

Contestándose a sí mismo, abrió los ojos, y su mirada se posó en un cojín bordado por su cuñada Varia; entonces fijó en ella su recuerdo, pero una idea extraña a la que lo acosaba era para él nuevo martirio: «No —se dijo—, es preciso dormir». Y acercando a su cabeza el cojín, hizo un esfuerzo y procuró conservar los ojos cerrados. De pronto, se incorporó y se estremeció, murmurando: «Todo ha concluido para mí ¿Qué puedo hacer ya?». Y se representaba la vida sin Anna.

La ambición, Serpujovskói, el mundo, la corte; todo esto podía tener algún sentido en otro tiempo; ahora, no. Vronski se levantó, se despojó de la levita y de la corbata para poder respirar más libremente, y comenzó a pasear por la habitación. «Así es como uno se vuelve loco —repitió—; así es como uno se suicida…, para evitar la vergüenza», añadió, lentamente.

Se dirigió hacia la puerta; después, con la mirada fija y apretados los dientes, se acercó a la mesa, cogió un revólver, lo examinó y lo cargó. Cuando hubo reflexionado durante dos minutos, completamente inmóvil, con el arma en la mano y la cabeza inclinada, su espíritu se fijó al parecer en una sola idea. «Ciertamente —se dijo, y esta decisión parecía ser resultado lógico de una serie de pensamientos; pero en el fondo giraba siempre en el mismo círculo de impresiones que hacía una hora recorría por centésima vez—, ciertamente», repitió; y apoyando el revólver en el lado izquierdo de su pecho, oprimió el gatillo. El golpe violento que recibió lo hizo caer, sin que oyese la menor detonación, y al tratar de cogerse en el reborde de la mesa, soltó el revólver, vaciló y cayó al suelo, mirando a su alrededor con asombro. Su habitación le parecía desconocida; los pies torneados de la mesa y el cesto de los papeles, la piel de tigre, todos estos objetos tenían un aspecto distinto. Los pasos de su criado, que acudía presuroso, lo hicieron volver en sí; entonces comprendió que estaba en el suelo, y al ver sangre en sus manos y en la piel de tigre, se dio cuenta de lo que había hecho. «¡Qué torpeza, me ha fallado el tiro!», pensó, buscando en la mano la pistola que estaba junto a él; pero perdió el equilibrio y cayó de nuevo bañado en sangre.

El ayuda de cámara, hombre sensible, que se quejaba siempre de la delicadeza de sus nervios, se espantó de tal modo al ver a su amo, que dejándolo en el suelo, corrió en busca de auxilio.

Una hora después llegó Varia, la cuñada de Vronski, y con ayuda de tres médicos que había ido a buscar, consiguió que se acostase el herido. A partir de ese momento hizo de enfermera.

Ana Karenina
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