XXVIII

ANNA Arkádievna envió al día siguiente del baile un telegrama a su esposo para anunciarle que saldría de Moscú a las pocas horas.

—No, es preciso que me marche —dijo a su cuñada para explicar su cambio de proyectos, como si recordase de pronto los muchos asuntos que debía despachar—; más vale que emprenda el viaje hoy mismo.

Stepán Arkádich comía fuera; pero prometió volver a las siete para acompañar a su hermana. Kiti no se presentó, y se excusó con una esquela, en la que decía que le aquejaba la jaqueca.

Dolli y Anna comieron solas con la inglesa y los niños. Estos últimos, bien fuese por inconstancia o instinto, no jugaban con su tía como el día de su llegada; su ternura se había desvanecido, y al parecer se preocupaban muy poco de su marcha. Anna pasó las primeras horas haciendo sus preparativos de viaje: escribió algunas esquelas de despedida, pagó sus cuentas y arregló los baúles. A Dolli le pareció que no tenía el alma tranquila, y que aquella agitación, la cual conocía por experiencia, tenía su razón de ser en un descontento general de sí misma. Después de comer, Anna subió a su habitación para vestirse, seguida de Dolli, que le dijo de pronto:

—Me parece observar hoy en ti alguna cosa extraña.

—¿Extraña? Nada de eso; es que no estoy bien; esto me sucede también con frecuencia cuando tengo ganas de llorar. Reconozco que es una estupidez, mas ya pasará —añadió vivamente, ocultando en parte el rostro con un saquito de seda, donde guardaba su tocado de noche y sus pañuelos de bolsillo. En sus ojos brillaron algunas lágrimas que a duras penas pudo contener—. No deseaba salir de San Petersburgo, y ahora me cuesta marcharme de aquí.

—Has venido a hacer una buena acción —dijo Dolli, observando a su cuñada atentamente.

Anna la miró con los ojos preñados de lágrimas.

—No digas eso, Dolli; nada he hecho ni podía hacer tampoco. Con frecuencia me pregunto por qué se conjuran todos al parecer para mimarme. ¿Qué podía hacer yo? Has hallado en tu corazón bastante amor para perdonar…

—¡Dios sabe lo que habría sucedido sin ti! ¡Qué feliz eres, Anna! —exclamó Dolli—. ¡Todo es claro y puro en tu alma!

—Cada cual tiene en ella sus skeletons, como dicen los ingleses.

—¿Cuáles puedes tener tú?

—¡Tengo los míos! —replicó Anna, con una sonrisa burlona que plegó sus labios a pesar de las lágrimas.

—En tal caso —repuso Dolli, sonriendo—, serán skeletons divertidos, y no tristes.

—¡Oh, no! Son tristes. ¿Sabes por qué me marcho hoy en vez de mañana? Esta confesión me pesa, pero quiero hacerla —añadió Anna, sentándose con aire resuelto y mirando a Dolli fijamente.

Esta última observó con asombro que Anna se había ruborizado de un modo extraordinario.

—Sí —continuó—: ¿Sabes por qué Kiti no ha venido a comer? Pues voy a decírtelo: es porque está celosa de mí…, yo he sido la causa de que ese baile, en vez de ser una alegría para ella, se convirtiera en martirio; pero debo asegurarte de veras que no soy culpable, o, si acaso, muy poco —añadió, recalcando la última palabra.

—¡Cómo te has parecido a Stiva al decir esto! —repuso Dolli, sonriendo.

Anna se resintió de estas palabras.

—¡Oh, no, yo no soy Stepán! —repitió, con expresión sombría—. Te refiero esto porque no quisiera dudar de mí misma un solo instante.

En el momento de pronunciar estas palabras, Anna comprendió que no eran justas, pues no solamente dudaba de sí misma sino que el recuerdo de Vronski la impresionaba de tal modo, que había resuelto marcharse antes de lo que pensaba para no encontrarlo más.

—Sí —repuso Dolli—, Stepán me ha dicho que habías bailado una mazurca con él, y que…

—No puedes figurarte qué giro tomó todo eso. Yo pensaba contribuir a que se efectuase el matrimonio, y en vez de ayudar…, tal vez contra mi deseo…

Anna se ruborizó de nuevo y guardó silencio.

—¡Oh! Esas cosas se sienten de pronto —dijo Dolli.

—Me desesperaría si por parte de él hubiese algo serio —interrumpió Anna—; pero estoy convencida de que todo se olvidará pronto, y de que Kiti no me tendrá mala voluntad.

—A decir verdad, no sentiría que se descompusiera el proyecto de matrimonio en el caso de que Vronski se hubiese enamorado de ti en un solo día.

—¡Dios mío, eso sería una locura! —exclamó Anna, ruborizándose de placer al ver que Dolli emitía el mismo pensamiento que ocupaba su espíritu—. Hete aquí que ahora me marcho, dejando a Kiti como enemiga, siendo así que la amaba tanto. Pero ya arreglarás tú eso, ¿no es verdad?

Dolli reprimió a duras penas una sonrisa. Amaba a su cuñada, pero no le disgustaba encontrar en ella también debilidades.

—¿Una enemiga? —replicó—. Es imposible.

—Hubiera deseado que me quisierais tanto como yo os quiero —dijo Anna, con lágrimas en los ojos—. ¡Dios mío, cuántas tonterías digo hoy!

Y pasándose un pañuelo por los ojos, comenzó a arreglarse.

Por fin llegó el momento de marchar. Stepán Arkádich se presentó con el rostro enrojecido y animado, oliendo a vino y tabaco.

La ternura de Anna se había comunicado a Dolli, y al abrazarse por última vez, esta murmuró al oído de aquella:

—Piensa, querida Anna, que no olvidaré nunca lo que has hecho por mí, y que te quiero y te querré siempre como a mi mejor amiga.

—No comprendo por qué —contestó Anna, abrazando a Dolli y reteniendo sus lágrimas.

—Me has comprendido y me comprendes aún. ¡Adiós, querida mía!

Ana Karenina
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