XVII

EL cochero llamó a uno de los campesinos, que estaban sentados en el lindero de un campo de centeno.

—¡Acércate un poco, bergante! —le gritó.

El aldeano a quien se dirigía era un viejecillo encorvado que llevaba el cabello sujeto alrededor de la cabeza con una tira de cuero.

—¿Dónde está la mansión señorial del conde Vronski? —preguntó el cochero.

—Siga usted el primer camino a la izquierda, y llegará a la avenida que conduce a la casa. ¿Pregunta usted por el mismo conde?

—¿Están en su casa, amigo mío? —preguntó Dolli, sin atreverse a citar el nombre de Anna.

—Deben de estar, porque todos los días viene gente —contestó el viejecillo, deseoso de prolongar la conversación—. ¿Y quiénes son ustedes?

—Nosotros venimos de lejos —contestó el cochero—. ¿Conque estamos cerca?

Y ya iba a continuar su marcha, cuando oyeron varias voces que gritaban.

—¡Alto, alto, ya están aquí ellos mismos!

Cuatro jinetes y un tílburi avanzaban por el camino.

Eran Vronski, Anna, Veslovski y el yóquey; la princesa Varvara y Sviyazhski seguían en coche, y todos habían ido para ver funcionar una segadora de vapor.

Anna, cuya linda cabeza cubría un sombrero de hombre, del cual se escapaban los rizos de su cabello negro, montaba con soltura un potro inglés. Dolli, escandalizada al verla a caballo, porque juzgaba que esto era una coquetería inconveniente, dada la falsa posición de Anna, quedó tan seducida al ver su sencillez que todas sus prevenciones se desvanecieron. Veslovski iba al lado de Anna en un fogoso caballo, y Dolli no pudo reprimir una sonrisa al verla; Vronski avanzaba detrás, montando un caballo bayo de pura sangre, y el yóquey cerraba la marcha.

El rostro de Anna se iluminó al reconocer a Dolli en el fondo del carruaje, y profirió una exclamación de alegría, lanzó su caballo al galope, saltó ligeramente a tierra sin ayuda de nadie, al ver que su amiga se apeaba, y corrió al encuentro de ella, recogiendo la cola de su vestido.

—¡Dolli, qué inesperada felicidad! —exclamó abrazando a la viajera y mirándola con una sonrisa de agradecimiento—. No puedes imaginarte cuánto bien me haces. ¡Qué dicha! —añadió, volviéndose hacia el coche.

Vronski se acercó, descubriéndose cortésmente.

—Nos complace en alto grado la visita de usted —dijo con un acento particular de satisfacción.

Váseñka agitó su gorra escocesa sin desmontar.

—Es la princesa Varvara —dijo Anna, contestando a una mirada interrogadora de Dolli al ver el tílburi.

—¡Ah! —exclamó, tomando cierta expresión de descontento.

La princesa Varvara, una tía de su esposo, no gozaba de la consideración de la familia; su afición al lujo la había puesto bajo la dependencia humillante de parientes ricos, y solo por la fortuna de Vronski había buscado amistad con Anna. Esta última observó la desaprobación de Dolli, y no pudo menos de ruborizarse.

El cambio de cumplido entre Daria Alexándrovna y la princesa fue bastante frío; Sviyazhski preguntó por su amigo Lievin, el original, y por su joven esposa; y después de dirigir una mirada al vetusto coche vacío, ofreció el tílburi a las damas.

—Tomaré este vehículo para volver —dijo—, y la princesa lo llevará, pues sabe conducir muy bien.

—No —replicó Anna—, quédese usted donde está y yo iré con Dolli.

Jamás Daria Alexándrovna había visto un tren tan brillante; pero lo que más la admiró fue la especie de transfiguración de Anna, que tal vez no hubieran notado ojos menos cariñosos y observadores que los suyos; para ella, en Anna resplandecía el brillo de esa belleza pasajera, por la cual la mujer tiene la certidumbre de ser amada; toda su persona, desde los hoyuelos de sus mejillas y el pliegue de sus labios hasta el sonido de su voz, respiraba una seducción que la misma Anna no desconocía.

Las dos mujeres experimentaron un momento de timidez cuando estuvieron solas; Anna sentía, sin verla, la mirada interrogadora de Dolli, mientras que esta última, recordando la reflexión de Sviyazhski, estaba confusa por la pobreza de su carruaje. Los hombres que iban en el pescante participaban de esta impresión; pero Filip, el cochero, resuelto a protestar, sonrió irónicamente al examinar el trotón negro del tílburi. «Ese cuadrúpedo —pensó— podrá ser bueno para el paseo, pero no sería capaz de recorrer cuarenta verstas en un día de calor.»

Los campesinos abandonaron sus carros para contemplar el encuentro de los amigos.

—Me parece que se alegran mucho de verse —observó el viejecillo.

—Mira esa mujer con pantalones —dijo otro, señalando a Veslovski, que montaba en silla de mujer.

—No, es un hombre.

—Muchachos, ¿no dormiremos más?

—No —contestó el anciano, mirando el cielo—; ha pasado ya la hora; vamos a trabajar.

Ana Karenina
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