XXI

APENAS Karenin hubo comprendido, gracias a Betsi y Oblonski, que todos, y Anna la primera, esperaban que librase a esta última de su presencia, su espíritu se turbó, y no sintiéndose capaz de tomar una resolución personalmente, confió su suerte en manos de terceras personas, muy satisfechas de poder tomar cartas en el asunto, aceptando cuanto se propusiera.

Solo comprendió la realidad cuando al día siguiente de la marcha de su esposa se presentó la inglesa para preguntarle si debería comer a la mesa o en la habitación de los niños.

Lo peor era que Karenin no podía unir, conciliar su pasado con el presente. Y no porque el recuerdo de su felicidad conyugal lo turbara. El paso de la felicidad al conocimiento del adulterio de su esposa ya lo había vivido. Su estado era penoso; pero comprensible. Si en el momento de declararle su infelicidad, Anna lo hubiera abandonado, Alexiéi Alexándrovich se sentiría triste, desgraciado, pero no se encontraría en una situación sin salida, absurda, como le ocurría ahora. No podía conciliar su perdón, su enternecimiento, su amor a Anna enferma y la niña extraña, con su situación actual, cuando como compensación se encontró solo, deshonrado, ridiculizado, despreciado y olvidado por todos.

Durante los primeros días de la ausencia de Anna, Alexiéi Alexándrovich continuó sus recepciones, asistió al consejo y comió en su casa como de costumbre; todos sus esfuerzos no tenían más objeto que parecer tranquilo e indiferente, y fueron sobrehumanos los que hizo para contestar con serenidad a las preguntas de los sirvientes respecto a los cambios que se deberían introducir en la habitación de su esposa y en la marcha de la casa. Durante dos días consiguió disimular su padecimiento, pero llegado el tercero no pudo resistir, a causa de haberse presentado el dependiente de una tienda con una factura que Anna había olvidado pagar.

—Vuecencia —dijo el dependiente— dispensará si me permito pedirle las señas de la señora, si es a ella a quien debemos dirigirnos.

Alexiéi Alexándrovich pareció reflexionar, se sentó junto a la mesa y durante largo tiempo permaneció silencioso, tratando de hablar, mas sin poder conseguirlo.

Korniéi, el criado, comprendió el estado de su señor, e hizo salir al dependiente.

Una vez solo, Karenin comprendió que no tenía ya fuerza para resistir más, y mandó que desengancharan los caballos de su coche, cerró su puerta y no comió a la mesa.

El desdén y la crueldad que creyó leer en la fisonomía del dependiente, del criado y todos aquellos que encontraba, llegaron a ser al fin una cosa insoportable para Alexiéi Alexándrovich. Si hubiera merecido el desprecio público por una conducta censurable, hubiese podido abrigar la esperanza de recobrar el aprecio del mundo procediendo mejor; pero no era culpable: sí solo víctima de una desgracia vergonzosa. Y los hombres se mostrarían tanto más implacables cuanto más sufriese, acosándolo como los perros que rematan a un animal cuando aúlla de dolor. Para resistir a la hostilidad de todos, le era preciso ocultar sus heridas; pero, ¡ay!, dos días de lucha le habían agobiado ya. ¡Y no tenía a nadie a quien confiar su pena; en todo San Petersburgo no conocía un solo hombre que se interesase por él, que demostrara alguna consideración, no al personaje de importancia, sino al esposo desesperado!

Alexiéi Alexándrovich había quedado huérfano de madre a la edad de diez años, y no se acordaba de su padre; su hermano y él quedaron solos con una módica fortuna; pero su tío Karenin, hombre influyente, muy apreciado del difunto emperador, se encargó de su educación. Después de útiles estudios en la universidad, Alexiéi Alexándrovich se dio a conocer ventajosamente, gracias a dicho tío, en la carrera administrativa, y se dedicó solo a negocios. Nunca contrajo amistad con nadie; su hermano era la única persona a quien profesaba cariño; pero este, que desempeñaba un destino en el ministerio de estado, salió de Rusia para desempeñar una misión diplomática poco después del casamiento de Alexiéi Alexándrovich, y murió en el extranjero.

Karenin, nombrado gobernador de provincia, trabó conocimiento con una tía de Anna, mujer muy rica, que influyó para que su sobrina hiciese conocimiento con aquel gobernador, joven aún, sino por su edad, al menos desde el punto de vista de su posición social. Alexiéi Alexándrovich se vio un día en la alternativa de elegir entre una demanda de matrimonio o una dimisión, y vaciló largo tiempo, hallando tantas razones en pro como en contra del matrimonio; pero no pudo aplicarse aquella vez su máxima favorita: «En la duda, abstente». Un amigo de la tía de Anna le hizo entender que sus asiduidades habían comprometido a la joven, y que, como hombre de honor, debía declararse a ella.

Lo hizo así, y desde entonces consagró a su prometida primero y después a su esposa la suma de cariño de que su carácter era capaz.

Aquel afecto le retrajo de contraer ninguna otra intimidad: tenía numerosas relaciones, podía invitar a comer a grandes personajes, pedirles un servicio o protección para algún solicitante; y hasta discutir y criticar libremente los actos del gobierno ante cierto número de oyentes; pero a esto se limitaban sus relaciones de cordialidad.

Las personas a quienes trataba más íntimamente en San Petersburgo eran el jefe de sección y su médico: el primero, Mijaíl Vasílievich Sliudin, hombre muy amable, sencillo, bueno e inteligente, profesaba, al parecer, mucha simpatía a Karenin; pero la jerarquía en el servicio elevaba entre ambos una barrera que no permitía las confidencias. He aquí por qué, después de firmar los papeles que le llevaba, Alexiéi Alexándrovich juzgó imposible expansionarse con él; ya estaba en sus labios la frase «Conoce usted mi desgracia», mas no pudo pronunciarla, y al despedir al jefe, se limitó a la fórmula habitual: «Tendrá usted la bondad de preparar este trabajo…».

El doctor, cuyos sentimientos benévolos eran bien conocidos por Karenin, estaba siempre ocupado, y no parecía sino que entre aquellos dos hombres mediaba un pacto en virtud del cual ambos se suponían sobrecargados de ocupación, siéndoles forzoso abreviar sus entrevistas.

En cuanto a las amigas, y a la principal de todas, la condesa Lidia, Karenin no pensaba siquiera en ellas; las mujeres le daban miedo, y se mantenía tan apartado de ellas como le era posible.

Ana Karenina
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