VIII

DESDE el día en que Lievin, junto al lecho de su hermano moribundo, había entrevisto el problema de la vida y de la muerte, a la luz de las nuevas convicciones, según él las llamaba, convicciones que desde los veinte a los treinta y cuatro años había reemplazado a las creencias de su infancia, la vida le parecía más terrible aún que la muerte. ¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Para qué la recibíamos? El organismo, su aniquilamiento, la indestructibilidad de la materia, las leyes de la conservación y el desarrollo de las fuerzas; todas estas palabras y las teorías científicas que con ellas se relacionan eran, sin duda, interesantes desde el punto de vista intelectual; pero ¿cuál sería su utilidad en el curso de la existencia?

Y Lievin, semejante al hombre que en tiempo frío se hubiera despojado de un abrigo de pieles para vestirse de muselina, sintió que estaba desnudo y destinado a perecer miserablemente.

Desde entonces, sin cambiar nada en su vida exterior y sin tener casi conciencia de ella, no pudo menos de experimentar el terror de su ignorancia, tristemente persuadido de que lo que él llamaba convicciones, lejos de contribuir a iluminarlo, le impedían adquirir los conocimientos que tanto necesitaba.

El matrimonio, sus alegrías y sus nuevos deberes borraron del todo estos pensamientos; pero se renovaron con creciente persistencia después del parto de su esposa, cuando estuvo en Moscú sin ninguna ocupación formal.

La cuestión se planteaba para él de este modo: «Si no acepto las explicaciones que el cristianismo me ofrece sobre el problema de mi existencia, ¿dónde encontraré otras?». Y estudiaba sus convicciones científicas tan inútilmente como si hubiera registrado un depósito de armas para buscar alimento.

Involuntaria e inconscientemente, buscaba en sus lecturas, en sus conversaciones y hasta en las personas que le rodeaban una relación cualquiera con el asunto que le absorbía.

Un hecho le preocupaba esencialmente. ¿Por qué los hombres de su sociedad, los más de los cuales habían dejado como él la fe por la ciencia, no parecían experimentar ningún padecimiento moral y vivían muy satisfechos y contentos? ¿Sería porque no eran sinceros o porque la ciencia respondía más claramente para ellos a esas espinosas cuestiones? Y Lievin estudiaba aquellos hombres y los libros que podían contener las soluciones tan deseadas.

Sin embargo, reconoció que había cometido un grave error al compartir con sus compañeros de la universidad la idea de que la religión no existía ya; aquellos a quienes más amaba, el anciano príncipe, Lvov, Serguiéi Ivánovich y Kiti, conservaban la fe de su infancia, esa fe que él mismo tuvo en otro tiempo; las mujeres en general, y todo el pueblo, la conservaban.

Después se convenció de que los materialistas, de cuyas opiniones participaba, no daban a estas ningún sentido particular, y lejos de explicarse estas cuestiones, sin la solución de las cuales la vida le parecía imposible, las dejaban para resolver otras que le parecían a él indiferentes, tales como el desarrollo del organismo, la definición mecánica del alma, etc.

Durante el alumbramiento de su esposa, Lievin experimentó una extraña sensación: aunque incrédulo, había orado, y con fe sincera; pero cuando volvió a la tranquilidad, comprendió que su vida era inaccesible a semejante disposición de alma. ¿En qué momento se le había aparecido la verdad? ¿Podía admitir que se hubiese engañado? Si sus impulsos hacia Dios se convertían en polvo cuando los analizaba fríamente, ¿debía considerarlos por esto como una prueba de debilidad? Esto hubiera sido rebajar sentimientos cuya grandeza apreciaba… Aquella lucha interior le pesaba dolorosamente, y se esforzaba para librarse de ella.

Ana Karenina
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