XXI

LA cuadra provisional, barracón de tablas, estaba cerca del campo de las carreras. Solo el picador había montado el caballo de Vronski para pasearlo, y el conde ignoraba en qué estado lo hallaría. Un muchacho que hacía las veces de groom reconoció desde lejos el coche, y al punto llamó al picador, un inglés de rostro enjuto, cuya barba se reducía a un mechón de pelos.

Se adelantó al ver a Vronski, contoneándose a la manera de los jockeys, y saludó; vestía una chaquetilla corta y calzaba botas de montar.

—¿Cómo sigue Fru-Fru? —preguntó Vronski en inglés.

All right, sir —contestó el inglés—; pero más valdrá no entrar ahora, porque le he puesto bozal y esto lo inquieta.

—No importa; entraré para verlo.

—Pues vamos allá —replicó el inglés, siempre sin abrir la boca.

Y con largos pasos se dirigió hacia la cuadra, donde los introdujo un muchacho muy listo, con chaqueta blanca, que escoba en mano estaba allí cerca. Cinco caballos ocupaban la cuadra, cada cual en su compartimiento, figurando entre ellos el de Majotin, el competidor más temible de Vronski, de nombre Gladiátor, alazán de siete cuartas y cinco dedos de alzada. Vronski tenía más curiosidad por ver este caballo que el suyo propio; pero según las reglas de las carreras, no debía solicitar que se lo enseñase, ni menos hacer preguntas sobre él. Avanzando a lo largo del corredor el groom abrió la puerta del segundo compartimiento y Vronski pudo entrever un vigoroso alazán calzado de los pies: era Gladiátor. El conde lo sabía, pero se volvió al punto hacia Fru-Fru, como lo hubiera hecho al ver una carta abierta que no fuese para él.

—Es el caballo de Mak…, Mak —dijo el inglés, sin poder pronunciar el nombre y señalando el compartimiento de Gladiátor.

—De Majotin, sí; es mi único adversario formal.

—Si lo montase usted, apostaría por él.

Fru-Fru es más nervioso y es más sólido —repuso Vronski por el elogio del yóquey.

—En las carreras de obstáculos, todo consiste en el arte de montar —dijo el inglés—; es lo que nosotros llamamos el pluck.

El pluck, es decir, la audacia y la sangre fría, no era cosa que le faltara a Vronski, el cual estaba firmemente persuadido de que nadie le aventajaba por tal concepto.

—¿Está usted seguro de que no será necesario una fuerte transpiración?

—Nada de eso —contestó el inglés—; pero no hable usted alto, porque la yegua se inquieta —añadió señalando el compartimiento cerrado.

Y abriendo la puerta, dejó entrar a Vronski en aquel; un caballo bayo, que tenía bozal, piafaba inquieto sobre la paja fresca.

La constitución algo defectuosa de su cuadrúpedo favorito llamó la atención de Vronski:Fru-Fru era de mediana talla y de osamenta estrecha, así como el pecho, aunque tuviese el pretal saliente; tenía la grupa caída y las patas, sobre todo las delanteras, algo acanilladas; los músculos parecían endebles y los costados muy anchos, a pesar de lo angosto del vientre. Por debajo de la rodilla, sus piernas, vistas de frente, parecían delgadas como alambres; y de lado, por el contrario, enormes; pero tenía un mérito que hacía olvidar estos defectos. El caballo era de «raza» o de «pura sangre»; sus músculos formaban saliente bajo una red de venas cubiertas de una piel lisa y suave como la seda; la cabeza era afilada, los ojos brillantes y animados y las narices salientes. En todo el conjunto de aquel hermoso caballo se revelaba marcada decisión y energía; era uno de esos animales en los que no parece faltar el don de la palabra sino por efecto de una constitución mecánica incompleta. Vronski pensó que el caballo comprendía por qué lo examinaba, pues lo vio aspirar el aire ruidosamente y mirar de lado, mostrando el blanco del ojo inyectado de sangre; de pronto hizo un movimiento para sacudir su bozal y se agitó como movido por un resorte.

—Ya ve usted qué agitado está —dijo el inglés.

—¡Vamos, quieto! —exclamó Vronski, acercándose para calmar al caballo, que se agitaba cada vez más, y que no se calmó hasta que su amo le hubo pasado la mano por la cabeza y el cuello.

Vronski apartó un mechón de crin de la cabeza del animal y acercó su rostro a la boca; el cuadrúpedo respiró con fuerza, enderezó las orejas e hizo ademán para coger entre los dientes la manga de su amo, pero como el bozal se lo impidiera, volvió a piafar con más inquietud que antes.

—¡Cálmate, cálmate! —le dijo Vronski, haciendo otra caricia al caballo.

Y salió al fin, convencido de que el animal estaba en buen estado.

Pero la agitación de la yegua se había comunicado a Vronski, que sentía afluir la sangre a su corazón y necesitaba movimiento; también él hubiera querido morder, y esto le perturbaba y divertía al mismo tiempo.

—Cuento con usted —le dijo al inglés—; a las seis y media estaremos en el terreno.

—Todo lo tendré al corriente; pero ¿adónde va usted, milord? —preguntó el inglés, sirviéndose de un título que no empleaba nunca.

Asombrado por aquella audacia, Vronski levantó la cabeza sorprendido y miró al inglés como él sabía hacerlo; comprendiendo al punto que el picador no le hablaba como a su amo, sino como a su jóquey, y contestó:

—Necesito ver a Brianski y volveré dentro de una hora.

«¡Cuántas veces me habrán hecho la misma pregunta hoy!», pensó, ruborizándose, lo cual le sucedía muy raras veces. El inglés lo miró fijamente, como si supiera adónde iba.

—Lo esencial es —dijo— conservar la mayor tranquilidad antes de la carrera; no se haga usted mala sangre ni se atormente con cosa alguna.

All right! —contestó Vronski, sonriendo.

Y saltó a su vehículo, dando orden de que lo condujeran a Petergof.

Pocos momentos después, el cielo, que estaba nublado desde las primeras horas de la mañana, se oscureció del todo y comenzó a llover.

«Esto es enojoso —pensó Vronski, levantando la capota de su vehículo—; antes había barro y ahora tendremos un pantano.» Después, aprovechando aquel momento de soledad, tomó las cartas de su madre y de su hermano para leerlas.

Siempre se trataba de lo mismo; tanto la una como el otro creían necesario intervenir en sus amores, lo cual le irritaba hasta el punto de encolerizarse, cosa no muy común en Vronski.

«¿Qué les importa a ellos esto y por qué se creen obligados a mezclarse en mis asuntos? Será porque conocen que aquí hay alguna cosa que no pueden comprender. Si se tratara de unas relaciones vulgares me dejarían en paz; pero adivinan que esa mujer no es un juguete para mí y que la quiero más que a mi vida, lo cual les parecerá increíble y enojoso. Cualquiera que fuere nuestra suerte, a nosotros la debemos, y ninguno de los dos se arrepentirá; pero no, ellos entienden que han de enseñarnos a vivir, siendo así que no tienen la menor idea de la felicidad. No saben que sin este amor no habría para mí alegrías ni dolores en este mundo y que ni aun la vida existiría.»

Lo que más irritaba a Vronski contra los suyos en el fondo era que su conciencia le gritaba que tenía razón. Su amor a la hermosa Anna no era un capricho pasajero, que, como otras relaciones mundanas, se extingue sin dejar más que recuerdos, dulces o penosos. Vronski conocía muy bien todas las dificultades de su situación para con el mundo, al que era preciso ocultarle todo, ingeniándose en mentir, engañar e inventar mil ardides, y siendo la pasión de ambos tan violenta, que no se ocupaban de ninguna otra cosa, les era preciso pensar en los demás.

La continua necesidad de apelar al disimulo y al fingimiento había preocupado muchas veces a Vronski, pues nada era tan contrario a su carácter; y varias veces había observado lo mismo en Anna.

Desde sus relaciones con ella experimentaba a veces una extraña sensación repulsiva y de disgusto que no podía definir. ¿Quién la despertaba?… ¿Sería él mismo, Alexiéi Alexándrovich, o el mundo entero?… No lo sabía; pero en cuanto le era posible, desechaba esta impresión.

«Sí —se decía—, en otro tiempo era desgraciada, pero disfrutaba de tranquilidad, y ahora ha perdido esta última, sin esperanza de recobrarla.»

Y por primera vez cruzó por su espíritu, clara y precisa, la idea de poner término a aquella vida de disimulo; cuanto antes lo hicieran, mejor sería.

«Es preciso —pensó— que lo abandonemos todo, y que, solos con nuestro amor, vayamos a ocultarnos los dos en alguna parte.»

Ana Karenina
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