XXXIV

AL salir de San Petersburgo, Vronski había cedido su espaciosa casa de la calle Morskaia a Petritski, su mejor amigo.

Petritski, joven teniente que nada tenía de ilustre, no solo no era rico, sino que estaba cargado de deudas; volvía todas las noches embriagado; pasaba mucha parte de su tiempo en las oficinas de policía a causa de sus aventuras, tan pronto extravagantes como escandalosas, y a pesar de todo sabía hacerse querer de sus compañeros y de sus jefes.

Al volver a su casa, a eso de las once de la mañana, Vronski vio a la puerta un coche bien conocido; al llamar pudo oír las carcajadas de varios hombres y un acento de mujer, así como también la voz de Petritski, que gritaba a su ordenanza:

—Si es uno de esos miserables, no lo dejes entrar.

Vronski penetró hasta la primera habitación sin decir una palabra.

La baronesa Shilton, amiga de Petritski, con su vestido de seda color de lila y sus rubios bucles, hacía el café ante una mesa redonda, hablando sin cesar en su jerga parisiense; junto a ella estaban sentados Petritski, con paletó, y el capitán Kamerovski, de gran uniforme.

—¡Bravo, Vronski! —gritó Petritski, saltando de su silla ruidosamente—. ¡He aquí el amo! Baronesa, sírvale usted el café de la cafetera nueva; no te esperábamos todavía. Creo que estarás satisfecho del ornamento de su salón —añadió, designando a la baronesa—. ¿No os conocíais ya?

—¡Ya lo creo! —contestó Vronski, sonriendo alegremente y estrechando la mano de la baronesa—. Somos antiguos amigos.

—¿Vuelve usted de un viaje? —preguntó la dama—. Si es así, me marcho, pues no quiero molestar.

—Está usted en su casa, baronesa —contestó Vronski—. Buenos días, Kamerovski —añadió, estrechando fríamente la mano del capitán.

—Usted no sabría nunca decir así galanterías a las mujeres —dijo la baronesa a Petritski.

—¿Por qué no? Después de comer haré otro tanto.

—Después de comer no tiene gracia. Vronski, voy a preparar el café mientras que usted se viste —dijo la baronesa, volviéndose hacia el joven—. Pierre[18] —… a causa de su apellido, sin disimular sus relaciones con él—, deme usted un poco más de café para añadir a este.

—Se echará a perder.

—Nada de eso, no hay cuidado. ¿Y la esposa de usted? —dijo de repente la baronesa, interrumpiendo la conversación de Vronski con sus compañeros—. Aquí le suponemos a usted casado. ¿La trae usted en su compañía?

—No, baronesa; soy soltero y lo seré.

—Tanto mejor; déme la mano.

Y sin dejar tiempo a Vronski para marcharse, la baronesa comenzó a referir sus últimas aventuras, pidiendo consejo y permitiéndose muchas bromas.

—¡No quiere autorizarme para el divorcio! ¿Qué debo hacer? —hablaba del marido—. Le propongo entablar un proceso. ¿Qué le parece a usted? Kamerovski, cuidado con el café, que se sale… Ya ve usted que hablo de negocios. Sí, pediré el proceso, porque tiene toda mi fortuna. Bajo el pretexto de que le soy infiel quiere aprovecharse de mis bienes —dijo la baronesa con desprecio.

Vronski se divertía con aquella charla y aprobaba a la condesa, dándole consejos de cuando en cuando; pero tomaba el tono habitual de sus relaciones con aquella clase de mujeres.

Según sus ideas, la sociedad de San Petersburgo se dividía en dos clases de gentes muy opuestas: la primera, compuesta de gente insulsa, necia y, sobre todo, ridícula, que se imagina que un marido debe vivir solo con su esposa; que las jóvenes han de ser puras, las mujeres castas, los hombres valerosos y firmes; que es preciso educar a los hijos, ganarse la vida, pagar las deudas y otras necedades por el estilo: esta clase es la de la gente pasada de moda y fastidiosa. En cuanto a la segunda, para pertenecer a ella era preciso, ante todo, ser elegante, generoso, audaz y divertido, y entregarse sin rubor a todas las pasiones, burlándose de lo demás.

Vronski, que aún se hallaba bajo la impresión de la atmósfera de Moscú, tan diferente de aquella, quedó un poco aturdido al volver a su antiguo género de vida; pero pronto, como si volviera a calzar sus viejas zapatillas, se sintió sumergido de nuevo en aquella atmósfera alegre y agradable.

El famoso café no llegó a servirse nunca, pues desbordándose de la cafetera cayó sobre la alfombra y manchó el vestido de la baronesa; pero en cambio dio lugar a muchas bromas, excitando la hilaridad de todos.

—Vamos —dijo la baronesa—, ahora me marcho, porque si me quedara no se vestiría usted nunca, y no quiero cargar la conciencia con el peor de los crímenes que puede cometer un hombre bien educado, cual es el de no lavarse. ¿Así que me aconseja usted que proceda con un cuchillo al cuello?

—Sí —contestó Vronski—; pero de modo que pueda usted acercar esa linda mano a sus labios, pues él la besará y todo quedará arreglado.

—¡Pues hasta la noche en el Teatro Francés!

Y la baronesa, arrastrando su vestido, desapareció.

Kamerovski se levantó también, y Vronski, sin esperar a que se marchase, le ofreció la mano y pasó a su habitación.

Mientras que se lavaba, Petritski le bosquejó a grandes rasgos la situación: faltaba el dinero; el padre no quería dar un cuarto ni pagar la menor deuda; un sastre estaba resuelto a mandar prenderlo, y otro quería hacer lo mismo. El coronel le había amenazado con expulsarlo del regimiento si el escándalo continuaba. La baronesa era muy enojosa, sobre todo a causa de sus continuas ofertas de dinero; pero había otra en campaña, verdadera belleza de estilo oriental, especie de Rebeca, que presentaría a su amigo. Debía efectuarse un lance de honor con Berkóshev, que trataba de enviar sus padrinos; pero no haría nada. Por lo demás, todo iba bien y se salía del paso. Después de haber dicho todo esto apresuradamente, Petritski habló de las noticias del día, sin dejar a su amigo tiempo de enterarse bien de nada.

Estas habladurías, aquella habitación que ocupaba hacía tres años y todo aquel conjunto que veía, contribuyeron a que Vronski adoptara más fácilmente las costumbres propias de su género de vida en San Petersburgo, y hasta experimentó cierto bienestar al verse otra vez en su antiguo centro.

—¿Es posible? —exclamó al oír a su amigo decirle que cierta joven llamada Lora había abandonado a Fertingof para trabar relaciones con Miléiev—. ¿Es siempre tan estúpido y vanidoso? —añadió—. ¿Y qué se ha hecho de Buzulúkov?

—¡Ah! Buzulúkov es toda una historia —contestó Petritski—. Ya conoces su afición a los bailes; no pierde uno solo de los de la corte, y últimamente lleva su casco nuevo. ¿Has visto estos cascos? Sientan muy bien, son muy ligeros y… Pero escucha la historia.

—Ya escucho —repuso Vronski, frotándose el rostro con la toalla.

—La gran duquesa iba del brazo con un embajador extranjero, y desgraciadamente la conversación recayó sobre los nuevos cascos. La dama ve a nuestro amigo en pie luciendo el suyo, y le ruega que se lo enseñe, pero mi amigo permanece inmóvil. ¿Qué significaba aquello? Sus compañeros le hacen señas para que atienda a la petición; mas no da un solo paso, y hasta parece una estatua. Al fin se lo quieren quitar de la cabeza, pero él rechaza a los que se acercan, y, por último, se descubre y le presenta a la duquesa. «He aquí el nuevo modelo», dice la dama, devolviendo el casco; pero, de pronto, ven caer del mismo varios objetos: dos peras, confites y dos libras de caramelos, las provisiones del pobre muchacho.

Vronski se desternillaba de risa, y durante largo tiempo, aun hablando de otras cosas, se reía si recordaba lo del casco.

Una vez conocidas las noticias del día, Vronski se puso el uniforme con el auxilio de su ayuda de cámara y fue a presentarse en el cuartel. Quería ir después a casa de su hermano, de Betsi, y hacer varias visitas, a fin de poder presentarse en la sociedad frecuentada por los Karenin. Según se practicaba siempre en San Petersburgo, salió de su casa con intención de no volver hasta altas horas de la noche.

Ana Karenina
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