XXVI

SVIYAZHSKI, que era mariscal de su distrito, tenía cinco años más que Lievin y estaba casado hacía largo tiempo. Con él vivía su cuñada, joven muy simpática, y Lievin sabía, como todos los solteros saben estas cosas, que se deseaba verlo casado con ella. Aunque pensase en el matrimonio, y por más que aquella joven fuera encantadora, tan inverosímil le habría parecido volar por los aires como tomarla por esposa; y el temor de que se lo mirara como pretendiente, disminuyendo el placer que debía proporcionarle la visita, lo había hecho reflexionar al recibir la invitación de su amigo.

Sviyazhski era un curioso tipo de propietario, muy dado a los negocios del país; pero había poca relación entre las opiniones que profesaba y su manera de vivir y de obrar. Era un hombre extremadamente liberal. Despreciaba a la nobleza, acusándola de ser hostil a la emancipación; trataba a Rusia de país perdido, algo como Turquía, y su gobierno tan detestable que nunca se permitía criticar sus medidas ni en serio ni de broma, y no obstante, había aceptado el cargo de mariscal del distrito, que desempeñaba concienzudamente. El aldeano ruso representaba para él un término medio entre el hombre y el mono; pero a los campesinos era a quienes más estrechaba la mano durante las elecciones. No creía en Dios ni en el diablo, pero procuraba mucho de mejorar la suerte del clero. En el asunto de la emancipación de las mujeres se pronunciaba a favor de las teorías más radicales, la libertad total para ellas y especialmente su derecho a trabajar; pero viviendo en perfecta armonía con su esposa, organizó su vida de tal manera que ella no tenia que hacer nada, solo estar a su lado y pensar cómo pasar el tiempo de la manera más agradable. Aseguraba que no se podía residir sino en el extranjero, mas poseía en Rusia tierras, las cuales explotaba por procedimientos muy perfeccionados, sirviéndose de todos los progresos del país.

Si Lievin no tuviese la costumbre de buscar una explicación a las personas a través de sus virtudes, el carácter de Sviyazhski no hubiera representado ninguna dificultad. Se hubiera dicho: un necio o un canalla, y todo hubiera quedado claro. Pero Lievin no podía decir que Sviyazhski fuera un necio, porque era un hombre muy inteligente y, además, muy culto y extremadamente sencillo. No existía problema que Sviyazhski no conociera. Sin embargo, no intentaba mostrar sus conocimientos más que cuando se veía obligado a ello. Menos motivos tenía Lievin para llamarlo canalla. Sviyazhski era sincero, bondadoso, inteligente, cumplía con su deber con alegría y era incapaz de hacer daño conscientemente.

A pesar de sus contradicciones, Lievin trataba de comprenderlo, considerándolo como un enigma viviente, y gracias a sus amistosas relaciones se esforzaba inútilmente en traspasar lo que él llamaba el «umbral» de aquel espíritu.

La cacería a que su amigo lo invitó fue mediana, pues los pantanos estaban secos y las becadas escaseaban. Lievin anduvo todo el día para cazar tres piezas: pero, en cambio, se le abrió el apetito y experimentó cierta excitación intelectual, como le sucedía después de un violento ejercicio físico. Durante la caza, cuando parecía no pensar en nada, recordaba de vez en cuando al viejo labrador y su familia, y ese recuerdo parecía no solo llamar su atención, sino además despertaba en él la necesidad de solucionar algo relacionado con ese recuerdo.

Por la noche, al tomar el té, Lievin se halló sentado junto a la dueña de la casa, una rubia de cara redonda, embellecida por dos graciosos hoyuelos. Durante la conversación con ella Lievin esperaba resolver el misterio que representaba su marido para él, pero sus pensamientos no se encontraban libres, porque estaba en una situación muy embarazosa. Obligado a hablar con ella y su hermana, sentada enfrente, experimentaba cierta turbación al verse cerca de aquella joven, cuyo vestido escotado, que dejaba ver un blanco seno, le desconcertaba; no se atrevía a mirarla, estaba inquieto y su malestar parecía comunicarse a la linda cuñada. La dueña de la casa aparentaba no observar la menor cosa y sostenía la conversación.

—Ustedes creen que mi marido no se interesa en lo que es ruso —decía—; pero es todo lo contrario, más feliz es aquí que en ninguna otra parte, pues tiene mucho que hacer en el campo. ¿No ha visto usted nuestra escuela?

—Sí; es esa casita cubierta de hiedra.

—Justamente; es obra de Nastia —repuso, señalando a su hermana.

—¿Da usted lecciones? —preguntó Lievin, mirando como un culpable el corpiño escotado.

—Sí, pero tenemos una maestra excelente.

—No, gracias, no tomaré más té —dijo Lievin, comprendiendo que hacía un desaire—; oigo allá una conversación que me interesa mucho.

Y se levantó, sonrojándose.

El dueño de la casa hablaba con dos propietarios en la extremidad de la mesa, y tenía la vista fija en un hombre de bigote gris que le divertía con sus quejas contra los campesinos. Sviyazhski parecía tener contestación para todas las acusaciones de su interlocutor, y hubiera podido refutarlas al punto si su posición oficial no he hubiese obligado a guardar consideraciones.

El propietario era evidentemente adversario reconocido de la emancipación de los campesinos, lo cual se reconocía en el antiguo corte de su traje, en su manera de llevarlo y en su modo de hablar con ademanes imperiosos.

Ana Karenina
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