XXXIII

KITI trabó conocimiento con la señora Shtal, y sus relaciones con ella y con Váreñka ejercieron en su espíritu una influencia que contribuyó a mitigar su pena.

Encontró su consuelo que consistía en que, gracias a aquella amistad, se abrió un nuevo mundo para ella, un mundo sin nada en común con el suyo anterior, un mundo sublime y hermoso desde cuya altura se podía mirar el pasado con tranquilidad.

Entonces supo que, además de la vida instintiva, que siempre fue la suya, había otra espiritual, en la que se penetraba por la religión, en nada semejante a la que Kiti practicó desde la infancia, y que consistía en ir a misa y a vísperas, aprendiendo de memoria textos eslavos con un sacerdote de la parroquia. Era una religión superior, mística, relacionada con los sentimientos más puros, y en la que se creía, no por deber, sino por amor.

Kiti aprendió todo esto no por palabras. La señora Shtal le hablaba como a una niña a quien se admira, como si evocara un recuerdo de la juventud, y solo una vez hizo alusión a los consuelos que comunica la fe y el amor a los dolores humanos, añadiendo que Cristo misericordioso no conoce los que son insignificantes; después cambiaba de conversación, pero en cada uno de sus ademanes y de sus miradas «celestiales», como las llamaba Kiti, así como sus palabras e historia, la cual conoció por Váreñka, la señorita Scherbátskaia reconoció «lo que era importante» y lo que había ignorado hasta entonces.

Sin embargo, por notable que fuese el carácter superior de la señora Shtal y por conmovedora que su historia pareciese, Kiti observaba en su consejera ciertos rasgos de carácter que la afligían. Una vez, por ejemplo, al tratarse de su familia, la señora Shtal sonrió desdeñosamente, lo cual era contrario a la caridad cristiana; y otro día Kiti notó, con ocasión de haber entrado en su casa un sacerdote católico, que la señora Shtal, ocultando cuidadosamente su rostro en la sombra de una pantalla, sonreía de una manera singular. Estas dos observaciones, aunque muy insignificantes, le causaron cierta confusión, haciéndola dudar de la respetable dama; mientras que Váreñka, sola, sin familia ni amigos, y no esperando nada después de su triste decepción, era la misma perfección a los ojos de Kiti. Gracias a su amiga, Kiti reconoció que era preciso olvidarse de sí mismo y amar a su prójimo para llegar a ser buena y feliz, como deseaba serlo; y cuando lo comprendió así, no se contentó con admirar, sino que se entregó con toda su alma a la nueva existencia que se le ofrecía. Siguiendo el ejemplo de Aline, una sobrina de la señora Shtal, de quien Váreñka le hablaba a menudo, resolvió buscar los pobres dondequiera que se hallasen, ayudarlos lo mejor posible, distribuir evangelios y leer el Nuevo Testamento a los enfermos, a los moribundos y criminales. Esta última idea la sedujo particularmente; pero formaba sus planes en secreto, sin comunicarlos a su madre ni tampoco a su amiga.

Mientras llegaba la hora de realizar sus planes en vasta escala, no le fue difícil a Kiti practicar sus nuevos principios, en los baños, los enfermos y los menesterosos no faltaban nunca, y la joven imitó a Váreñka.

La princesa observó muy pronto hasta qué punto Kiti estaba bajo la influencia de la señora Shtal, y sobre todo de Váreñka, a la cual no imitaba solo en sus buenas obras, sino también en su manera de andar y de hablar. Más tarde, la princesa reconoció que su hija pasaba por cierta crisis interior, independiente de la influencia ejercida por sus amigas.

Kiti leía por las noches un evangelio francés que le había prestado madame Shtal, cosa que no había hecho nunca hasta entonces, y evitando toda la relación mundana se ocupaba solamente de los enfermos protegidos por Váreñka, y en particular de la familia de un pobre pintor enfermo llamado Petrov.

La joven se mostraba orgullosa en el desempeño de sus funciones de hermana de la caridad, en lo cual no veía la princesa inconveniente alguno, oponiéndose tanto menos cuanto que la mujer de Petrov era una persona muy respetable, y la gran dama alemana había elogiado a Kiti llamándola «ángel consolador». Todo hubiera ido muy bien si la princesa no hubiese temido la exageración en que su hija se arriesgaba a incurrir.

Il ne faut jamais rien outrer —le decía.

Kiti callaba y se preguntaba, al oír esto, si tratándose de caridad sería posible hablar de exageración en una religión que enseña a presentar la mejilla izquierda cuando se ha recibido un bofetón en la derecha, compartiendo cada cual su capa con el prójimo; y la princesa temía, más aún que la exageración, que su hija no le hablase con franqueza. La verdad es que Kiti hacía secreto de sus nuevos sentimientos, no porque dejara de profesar el mayor cariño y respecto a la princesa, pero simplemente porque era su madre. Habría revelado su secreto a cualquier desconocido antes que a ella.

—Me parece que hace algún tiempo que no hemos visto a Anna Pávlovna —dijo un día la princesa, hablando de la señora Petrova—. Yo la invité, mas me pareció que lo llevaba a mal.

—Yo no he observado eso, mamá—contestó Kiti, ruborizándose.

—¿No has ido a su casa estos días?

—Proyectamos para mañana un paseo por la montaña.

—No veo inconveniente —repuso la princesa, fijándose en la turbación de su hija y procurando adivinar la causa.

Váreñka fue a comer aquel mismo día, y anunció que Anna Pávlovna renunciaba a la excursión convenida para el día siguiente. La princesa notó que su hija se ruborizaba de nuevo.

—Kiti —le dijo cuando volvieron a quedar solas—, ¿no ha ocurrido nada desagradable entre tú y los Petrov? ¿Por qué no vienen ya ellos ni envían a sus niños?

La joven contestó que no había pasado nada, y que no comprendía por qué Anna Pávlovna se mostraba enojada. Esta era la verdad, pero si Kiti no conocía las causas del cambio sobrevenido, las adivinaba. Era una cosa que no osaba confesarse a sí misma, y mucho menos a su madre, porque sería humillante y penoso engañarse en sus suposiciones.

Tenía muy presentes todos los detalles de sus relaciones con aquella familia: recordaba la ingenua alegría que se pintó en el rostro de Anna Pávlovna en sus primeros encuentros; sus conferencias secretas para conseguir que el enfermo se distrajera, retrayéndolo de un trabajo que le estaba prohibido; y el cariñoso afecto del niño más joven, que la llamaba «mi Kiti» y no quería acostarse sin ella. ¡Que bonito fue todo aquello! Después se representó a Petrov, extremadamente delgado, con su cuello prolongado, su escaso cabello, sus ojos azules de mirada interrogadora, que al principio asustaban Kiti, y sus vanos esfuerzos para aparentar fuerza y energía cuando ella estaba presente. Por último, recordó lo mucho que le costó vencer la repugnancia que le inspiraba, como le sucedía con todos que padecían de tísis, y sus esfuerzos para escoger las palabras que le tenía que decir.

También pensó en las humildes y tímidas miradas que el enfermo fijaba en ella y en el sentimiento extraño de compasión y incomodidad que al principio experimentara, reemplazado después por la satisfacción de sí misma. Todo esto había durado poco, y hacía algunos días que observaba un brusco cambio en Anna Pávlovna, la cual, aparentando amabilidad con Kiti, vigilaba sin cesar a su esposo. ¿Era posible que la alegría conmovedora del enfermo al acercarse la joven fuera causa de la frialdad de Anna Pávlovna?

—«Sí —se dijo Kiti—, hay algo poco natural en el proceder de Anna Pávlovna, que contrasta con su acostumbrada bondad; lo he reconocido en la manera con que me dijo anteayer, sin ocultar su enojo. ¡Vaya! El enfermo no ha querido tomar su café antes que usted llegara». Tal vez le fue desagradable cuando le pasé la manta. Fue una cosa tan sencilla, pero él pareció tan confuso cuando la cogió, y luego me dio tantas gracias, que me sentí incomoda. Y luego el retrato mío, que le salió tan bien… Y lo peor —su mirada, confusa y tierna—. ¡Sí, sí, es cierto! —repitió Kiti horrorizada—. No, eso no puede ni debe ser. ¡Me inspira tanta compasión!

Estos temores emponzoñaban el encanto de la nueva vida de Kiti.

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