XXVI

JAMÁS había transcurrido hasta entonces un solo día sin efectuarse la reconciliación; pero esta vez su disputa se semejaba a una confesión del enfriamiento evidente. Para que Vronski se alejase con esa mirada, sin dirigirle ni una palabra, con ese rostro indiferente y calmado, como lo había hecho, a pesar de la desesperación en que la dejaba, era preciso que la aborreciese por estar enamorado de otra. Las crueles palabras del conde acudían a la memoria de Anna, y al reflexionar sobre ellas atribuía a su amante expresiones de que era incapaz; le parecía que Vronski quería decir: «Yo no la retengo a usted y puede marcharse cuando guste; si no tiene empeño en el divorcio, es porque piensa volver con su esposo; y si necesita dinero, puede indicar la suma». «Todas las palabras más crueles, que podría decir un hombre grosero, en su imaginación le parecía haber dicho Vronski. No se lo podía perdonar, como si lo hubiera dicho en realidad que a nadie amaba más que a mí… Es un hombre honrado y sincero. ¿No me he desesperado ya muchas veces?»

Excepto una visita de dos horas que Anna hizo a la familia de su protegida, todo el día lo pasó en alternativas de dudas y esperanza, pensando si debía marcharse ya, yo debía esperar para verle una vez más. Cansada de aguardar toda la tarde, acabó por volver a su habitación, recomendando a Ánnushka que estaba indispuesta cuando preguntaran por ella. «Si viene, a pesar de todo —pensó—, es que aún me ama; de lo contrario, esto habrá concluido y ya sé lo que me resta hacer.»

En aquel momento oyó ruido de un coche, el sonido de la campanilla cuando el conde entró y el coloquio de este con la doncella; después sus pasos se alejaron en dirección a su gabinete y Anna comprendió que todo había terminado. La muerte le pareció entonces el único medio de castigar a Vronski, de triunfar de él y reconquistar su amor, es decir, ganar en aquella lucha, que el demonio desconocido de su alma emprendió contra él. La marcha o el divorcio no tenían importancia; lo esencial era el castigo.

Anna cogió su frasquito de opio y echó en el vaso la dosis acostumbrada. ¡Qué fácil le hubiera sido acabar de una vez bebiéndose todo! Echada, con los ojos abiertos, seguía en el techo la sombra de la bujía que acaba de consumirse en su candelero y cuya vacilante luz se confundía por momentos con la sombra del biombo que dividía la habitación.

¿Qué pensaría el conde cuando ella hubiese desaparecido? ¡Cuántos remordimientos experimentaría! «¿Cómo he podido hablarle con tanta dureza —se dirá—, separarme de ella sin dirigirle una palabra de cariño? ¡Ahora ya no existe y nos ha abandonado para siempre!» De repente la sombra del biombo pareció vacilar y llegar al techo y todas las demás se confundieron con una oscuridad completa. «¡La muerte!», pensó con espanto; y fue tan profundo el terror que se apoderó de ella, que buscando los fósforos con temblorosa mano, permaneció inmóvil algún tiempo, tratando de coordinar sus ideas sin saber dónde se hallaba. Y cuando comprendió que aún vivía, copiosas lágrimas bañaron su rostro. «¡No, no; todo antes que la muerte! ¡Lo amo y él me ama también; estos malos días pasarán!» Y para huir de sus horrores, cogió la bujía y fue a refugiarse en el gabinete de Vronski.

El conde dormía tranquilamente y Anna lo contempló largo rato, llorando con fuerza por su enternecimiento; pero se guardó muy bien de despertarlo, por temor de que fijase en ella su mirada glacial y porque no hubiera podido resistir a la necesidad de justificarse y acusarlo. Volvió a su habitación, tomó doble dosis de opio y al fin quedó dormida, pero con un sueño pesado que no borró el recuerdo de sus padecimientos. Por la mañana tuvo otra pesadilla espantosa; así como en otro tiempo le parecía ver a un hombre de aspecto repugnante, que pronunciaba palabras ininteligibles, removiendo alguna cosa metálica encima de ella, la cual le inspiró tanto más terror cuanto que aquel extraño individuo la agitaba sobre su cabeza (la de Anna) sin advertir al parecer su presencia; un sudor frío inundó su frente.

Al despertar, le acudieron a la memoria los incidentes de la víspera.

«¿Qué ha ocurrido para despertarme así? —pensó—. Una disputa; no es la primera. He mandado decir que tenía jaqueca y no habrá querido molestarme; a esto se reduce todo. Mañana marcharemos; es preciso verlo, hablarle y apresurar la partida.»

Apenas levantada, se dirigió al gabinete de Vronski; pero al cruzar por la sala, el ruido de un coche que se detenía a la puerta llamó su atención y la indujo a mirar por la ventana. Era una berlina; una joven con sombrero claro, inclinada sobre la portezuela, daba órdenes a un lacayo; este último llamó a la puerta y habló en el vestíbulo; después alguien subió y Anna oyó a Vronski bajar la escalera corriendo; lo vio salir con la cabeza descubierta hasta el zaguán, acercarse enseguida al coche, tomar un paquete de manos de la joven y hablarle sonriendo. El coche se alejó y Vronski subió rápidamente.

Esta breve escena disipó de pronto la especie de entorpecimiento que parecía embargar el alma de Anna, y las impresiones de la víspera le laceraron su corazón más dolorosamente que nunca. ¿Cómo había podido rebajarse hasta el punto de permanecer un día bajo el techo de aquella casa?

Entró en el gabinete del conde para declararle la resolución que había tomado.

—La princesa Sorókina y su hija me han traído el dinero y los papeles de mi madre que no pudieron darme ayer —dijo Vronski tranquilamente, sin observar al parecer la expresión sombría y trágica del semblante de Anna—. ¿Cómo te sientes hoy?

En pie, en medio de la habitación, Anna lo miró fijamente, mientras él seguía leyendo su carta, con el ceño fruncido después de observar su expresión.

Anna, sin abrir la boca, dio media vuelta y salió de la estancia; Vronski podía retenerla aún, pero la dejó pasar del umbral de la puerta.

—A propósito —gritó en el momento en que iba a desaparecer—, ¿nos vamos decididamente mañana?

—Usted, si quiere, pero no yo —replicó.

—Anna, la vida es imposible en estas condiciones.

—Usted, si quiere, pero no yo —volvió a repetir Anna.

—Esto es intolerable.

—Usted…, usted se arrepentirá —añadió Anna, saliendo de la habitación.

Atemorizado por el tono con que había pronunciado estas últimas palabras, el primer impulso de Vronski fue seguir a su amante; pero reflexionó un momento, volvió a sentarse, e irritado por aquella amenaza inoportuna, murmuró, apretando los dientes: «He apelado a todos los medios, ya no me queda más camino que la indiferencia». Se vistió al punto y salió para ir a casa de su madre a fin de que firmara la procuración.

Anna lo oyó salir de su gabinete y del comedor y detenerse en la antecámara para dar algunas órdenes relativas al caballo que acababa de vender; oyó también el ruido del coche que se adelantaba hasta la puerta; alguien subió la escalera precipitadamente y por la ventana pudo ver que Vronski tomaba de manos de su ayuda de cámara un par de guantes, olvidados sin duda, diciendo algunas palabras al cochero; después, recostándose en el carruaje, sin mirar a la ventana, cruzó las piernas, según su costumbre, y el coche desapareció al doblar la esquina de la calle.

Ana Karenina
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