XVII
EL príncipe y Serguiéi Ivánovich subieron al coche, y los demás apresuraron el paso; pero las nubes, bajas y negras, se amontonaban con tal rapidez, que a doscientos pasos de la casa la lluvia se hizo inminente.
Los niños corrían delante gritando y Dolli trató de seguirlos; los hombres apretaban el paso, sujetando con dificultad sus sombreros; pero en el instante que comenzaron a caer gruesas gotas, se consiguió llegar a la casa.
—¿Dónde está Katerina? —preguntó Lievin a la criada, que salía del vestíbulo con varios abrigos y paraguas.
—Creíamos que estaba con ustedes.
—¿Y Mitia?
—Sin duda en el bosque con el aya.
Lievin cogió los abrigos y echó a correr.
En aquel corto espacio de tiempo el cielo se había oscurecido como durante un eclipse, y el viento, soplando con violencia, hacía volar las hojas, doblando los árboles, las plantas y las flores; los campos y los bosques desaparecían tras un torrente de lluvia, y todos aquellos a quienes la tempestad acababa de sorprender fuera, corrían en busca de un refugio.
Luchando vigorosamente contra el temporal para preservar sus abrigos, Lievin, inclinado hacia delante, avanzaba presuroso, y ya creía divisar formas blancas detrás de una encina bien conocida cuando, de pronto, una luz deslumbradora inflamó el suelo ante él, mientras que sobre su cabeza la celeste bóveda pareció fundirse de repente.
Apenas abrió los ojos, buscó la encina con la vista, y con gran terror observó que su copa había desaparecido.
—¡El rayo! —murmuró; y en el mismo instante oyó el ruido del árbol que se desgajaba con estrépito.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Con tal que no los haya tocado!
Y aunque comprendiese la inutilidad de sus palabras, puesto que el mal estaba ya hecho, las repitió, sin saber qué decía. Se dirigió hacia el sitio donde solía colocarse Kiti y no la vio; pero en el mismo instante oyó que lo llamaban por el lado opuesto: Kiti se había refugiado debajo de un añoso tilo, y allí, inclinada sobre la criatura, así como la criada, preservaban de la lluvia el cochecito en que descansaba.
Lievin, cegado por los relámpagos y la lluvia, acabó por divisar al fin el pequeño grupo y corrió hacia él tan presuroso como se lo permitían sus botas llenas de agua.
—¡Vivos, loado sea Dios! ¡Es posible que pueda cometerse semejante imprudencia! —gritó furioso a su esposa, que lo miraba con el rostro lleno de agua.
—Te aseguro que no tengo yo la culpa; íbamos a marchar, cuando…
—Puesto que estáis sanos y salvos, demos gracias a Dios…; ya no sé lo que me digo.
Lievin entregó el niño a la criada, y dando el brazo a su mujer, se la llevó presuroso, estrechando suavemente su mano, pues se arrepentía de haberla reñido.