XX

VRONSKI ocupaba un pabellón muy limpio, dividido en dos compartimentos por un tabique; Petritski vivía con él en el campamento lo mismo que en San Petersburgo, y dormía cuando Vronski y el capitán entraron.

—¡Basta ya de dormir, levántate! —exclamó Yashvin, sacudiendo por un brazo a Petritski, que tenía la cabeza en parte oculta por la almohada.

El durmiente se incorporó, mirando a su alrededor.

—Tu hermano ha venido y me ha despertado —dijo a Vronski—. ¡Malos diablos lo lleven! Y ha dicho que volvería.

Y pronunciadas estas palabras, volvió a echarse, tapándose con la colcha.

—¡Déjame en paz Yashvin! —gritó encolerizado al capitán, que se divertía en despertarlo. Y abriendo después los ojos, se volvió hacia él y añadió—: Mejor fuera que me dijeses lo que debo beber para quitarme de la boca el mal gusto que tengo.

—Vodka ante todo —replicó Yashvin—. Teriéschenko —gritó después—, trae a tu amo un vaso de aguardiente.

—¿Crees tú que será lo mejor? —preguntó Petritski, frotándose los ojos—. ¿Beberás tú también? Si consientes en ello te imitaré. ¿Tomarás tú también un poco, Vronski?

Y saltando del lecho, se cubrió con la colcha y se adelantó hasta el centro de la habitación entonando una canción francesa.

—¿Beberás tú, Vronski? —repitió.

—Vete a paseo —contestó el conde, poniéndose una levita que acababa de traerle su criado.

—¿Adónde piensas ir? —le preguntó Yashvin, al ver que se acercaba a la casa un coche con dos caballos.

—A casa de Brianski, con quien debo arreglar un asunto —contestó Vronski.

Había prometido, en efecto, llevar algún dinero a Brianski, que vivía bastante lejos; pero sus amigos comprendieron al punto que iba a otra parte.

Petritski guiñó el ojo, haciendo una mueca que quería decir: «Ya sabemos lo que significa ese Brianski».

—No te retardes —se limitó a decir Yashvin. Y cambiando de conversación añadió, mirando por la ventana—: Supongo que el caballo que te vendí te presta buen servicio.

En el momento en que Vronski iba a salir, Petritski lo detuvo, gritando:

—Espera, tu hermano me ha dejado una carta y un billete para ti; pero ¿dónde diablos lo he puesto? Ya no me acuerdo.

—¡Vamos, habla, no seas tonto! —dijo Vronski, sonriendo.

—Como no he encendido fuego en la chimenea, debe de estar por aquí.

—Vamos a ver si encuentras pronto esa carta.

—Te aseguro que me había olvidado de ella; tal vez lo haya soñado… Espera, y no te incomodes: si hubieras bebido tanto como yo ayer, ni siquiera sabría dónde estás ahora; ya trataré de recordar.

Petritski se dirigió hacia la cama y volvió a echarse.

—Me hallaba en esta postura —dijo— y tu hermano estaba ahí… ¡Ah!, ya me acuerdo.

E introduciendo la mano debajo del colchón, sacó una carta.

Vronski la tomó al punto y vio que la acompañaba un billete de su hermano: su madre se quejaba de que no hubiese ido a verla, y su hermano le decía que necesitaba hablarle.

—¿Y qué les importará a ellos? —murmuró, prescindiendo de lo que se trataba.

Después arrugó los dos papeles e los introdujo entre los botones de su levita con la intención de volver a leerlos más detenidamente.

En el momento de salir, Vronski encontró a dos oficiales, uno de ellos de su regimiento, la habitación del conde servía en cierto modo de punto de reunión.

—¿Adónde vas?

—A Petergof, para despachar una diligencia.

—¿Ha llegado el caballo?

—Sí, pero no lo he visto aún.

—Dicen que Gladiátor, de Majotin, cojea.

—¡Disparates! Pero ¿cómo os arreglaréis para correr con tanto barro?

—¡He aquí a mis salvadores! —gritó Petritski al ver entrar a los recién venidos.

El ordenanza, en pie delante de su amo, le presentaba la botella de aguardiente en una bandeja.

—Yashvin es quien me manda beber para refrescarme —dijo Petritski.

—Con vuestra serenata de ayer —dijo uno de los oficiales— no hemos podido dormir en toda la noche.

—Ya os diré cómo terminó —repuso Petritski—. Vólkov había subido al tejado, y como nos dijera desde allí que estaba triste, propuse que tocásemos una marcha fúnebre, la cual bastó para que se quedase dormido en el tejado.

—Vamos, bebe el aguardiente y después agua de Seltz con mucho limón —dijo Yashvin, estimulando a Petritski como una madre que quiere hacer beber una medicina a su hijo—. Enseguida podrás tomar media botella de champaña.

—Eso sí que estará bien. Espera un poco, Vronski, y beberás con nosotros.

—No, señores, me marcho; hoy no beberé.

—¿Temes aturdirte? Vaya, beberemos solos; que traigan el agua de Seltz y el limón.

—¡Vronski! —gritó uno cuando salía.

—¿Qué hay?

—Deberías cortarte el cabello para aligerarte un poco la cabeza.

Vronski, que comenzaba a perder el cabello, no pudo menos de sonreír cuando oyó estas palabras, y calándose más la gorra por la frente, subió al coche.

—¡A las cuadras! —gritó.

Iba a leer las cartas de nuevo; pero a fin de no pensar más que en su caballo, aplazó la lectura.

Ana Karenina
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