XXIV
VRONSKI estaba tan conmovido y preocupado que al mirar el reloj no vio la hora que era.
Pensando solo en Anna, llegó al sitio donde lo esperaba su coche, avanzando con precaución por el camino fangoso. Su memoria no era más que instintiva y recordaba solamente lo que había resuelto hacer sin que la reflexión interviniera. Se acercó a su cochero, dormido en el pescante, lo despertó maquinalmente, observó la nube de moscas que se elevaba sobre sus caballos bañados de sudor y saltó a su asiento. Se proponía ir a casa de Brianski, y había recorrido ya una regular distancia, cuando de pronto recobró su presencia de ánimo y vio que se retardaría mucho: su reloj marcaba las cinco y media.
Aquel día debían efectuarse varias carreras; primeramente las de los caballos de tiro y después las de oficiales: de dos verstás[26], de cuatro, y la última en la que debía correr él, y en rigor podía llegar a tiempo, sacrificando a Brianski, de lo contrario se exponía a no hallarse en el terreno hasta que la corte hubiese llegado, lo cual no era conveniente. Por desgracia había dado su palabra a Brianski y, por tanto, continuó su camino, recomendando al cochero que castigara a los caballos. Después de estar solo cinco minutos en casa de Brianski, emprendió la vuelta al galope de sus cuadrúpedos; este rápido movimiento hizo bien y poco a poco olvidó sus cuidados. Había olvidado todo lo desagradable en sus relaciones con Anna; pensaba con placer en las carreras, en que a pesar de todo llegaría a tiempo, y de cuando en cuando, la idea de su cita con Anna aquella noche se encendía como un rayo de luz en su imaginación.
A medida en que, adelantando a los coches que encontraba por el camino, Vronski se acercaba al hipódromo, la atmósfera de las carreras lo envolvía más y más, apoderándose de todo su ser.
En su casa no encontró más que al criado, que lo esperaba a la puerta; todos se habían ido ya.
Mientras cambiaba de traje, el criado tuvo tiempo para indicarle que la segunda carrera había comenzado ya y que varias personas preguntaban por él.
Vronski se vistió sin apresuramiento, pues sabía conservar su calma, y mandó conducir el vehículo a las cocheras, desde las cuales se veía una infinidad de trenes de varias clases, peatones, soldados y todas las tribunas llenas de espectadores. La segunda carrera iba a comenzar, en efecto, pues se oyó una campanada, cerca de la cuadra había encontrado el alazán de Majotin, Gladiátor, que conducían cubierto con una manta amarilla y azul de enormes orejeras.
—¿Dónde está Kord? —preguntó al palafrenero.
—En la cuadra; ahora ensillan.
Fru-Fru estaba ya preparado e iba a salir.
—¿No me he retardado? —preguntó Vronski.
—All right, all right —contestó el inglés—; no se inquiete usted por nada.
Vronski contempló las bellas formas de su yegua y se separó de ella con sentimiento, pues la veía temblar como una azogada. El momento era propicio para acercarse a las tribunas sin ser observado, porque la carrera terminaba y todas las miradas se fijaban en un oficial de la guardia y un húsar que iba detrás, hallándose ya los dos próximos a la meta. Todos corrían hacia aquel punto y un grupo de soldados y oficiales de la guardia saludaban con gritos de alegría a su compañero.
Vronski se confundió con la multitud en el momento que la campana anunciaba el fin de la carrera, mientras que el vencedor, cubierto de barro, se inclinaba sobre la silla, dejando caer la brida, sin aliento y bañado de sudor.
El caballo, recogiendo penosamente los cuartos traseros, contuvo con dificultad su rápida carrera, mientras que el oficial miraba a su alrededor cual si despertara de un sueño, sonriendo con trabajo y rodeado de una multitud de amigos y curiosos.
Vronski evitaba expresamente el encuentro con la sociedad elegante que por allí circulaba alrededor de las tribunas; había visto a Betsi, a Anna y a la esposa de su hermano y no quería acercarse a ellas para evitar toda distracción; pero a cada paso encontraba personas conocidas que le daban algunos detalles sobre la última carrera o le preguntaban por qué se había retrasado.
Mientras se distribuían los premios en el pabellón, hacia el cual se encaminaba la gente, Vronski vio a su hermano Alexandr, que se acercaba, así como él, era hombre de mediana estatura y un poco fornido, pero más gallardo, aunque tenía las mejillas y la nariz muy coloradas por efecto del vicio de la bebida. Vestía el uniforme de coronel con los cordones.
—¿Has recibido una carta mía? —preguntó a su hermano—. Nunca se te encuentra en casa.
Alexandr Vronski, a pesar de su vida de libertino y de su afición a la embriaguez, frecuentaba exclusivamente la sociedad de la corte; y mientras hablaba con su hermano de un asunto enojoso, sabía conservar el semblante risueño del hombre que se chancea de una manera inofensiva, porque observaba que todas las miradas se habían fijado en ellos.
—La he recibido —contestó Alexiéi—, y no me explico por qué te inquietas.
—Me inquieto porque me han hecho notar hace poco tu ausencia, diciéndome que estabas en Petergof.
—Hay cosas que solo pueden ser juzgadas por aquellos a quienes interesan directamente; y el asunto de que te preocupas es tal…
—Sí, pero entonces no se debe permanecer en el servicio, no sé…
—Tú no tienes nada que ver con esto, y te agradeceré que no te mezcles en mis asuntos.
Al decir esto, Alexiéi Vronski palideció, y las fibras de su rostro se estremecieron; rara vez se encolerizaba, pero cuando esto sucedía su barba parecía moverse y se hacía peligroso. Alexandr, sabiéndolo muy bien, sonrió alegremente.
—Solo he querido entregarte la carta de nuestra madre —replicó—; contéstale y no te incomodes antes de la carrera. Bonne chance —añadió en francés, alejándose.
Apenas hubo marchado, se acercó a Vronski otra persona, diciéndole con acento cariñoso:
—Ya no conoces a tus amigos. ¡Buenas tardes, querido Alexiéi!
Era Stepán Arkádich, con el rostro animado y las patillas muy bien peinadas, tan brillante en la buena sociedad de San Petersburgo como en la de Moscú.
—He llegado ayer, y me alegro mucho de hallarme aquí a tiempo para presenciar tu victoria. ¿Cuándo volveremos a vernos?
—Entra mañana en el casino —contestó Vronski.
Y excusándose por su pronta separación, estrechó la mano de su amigo para dirigirse al lugar donde estaban los caballos destinados a la carrera de obstáculos.
Los palafreneros traían ya los que habían tomado parte en la última carrera, todos ellos rendidos, y por otro lado llegaban los que estaban inscritos para la siguiente: en su mayoría de raza inglesa, muy bien arreglados y cubiertos; de modo que parecían aves gigantescas.
Fru-Fru, hermoso a pesar de su flacura, se acercaba con paso ligero y elástico, y no lejos de allí despojaban de su manta a Gladiátor, cuyas formas soberbias, regulares y robustas, con su magnífica grupa y sus pies admirablemente formados, llamaron la atención de Vronski.
—Por ahí anda Karenin buscando a su señora, que está en el pabellón. ¿La ha visto usted?
—No —contestó Vronski, sin volver la cabeza hacia el punto que le indicaban, y acercándose a su caballo.
Apenas hubo tenido tiempo de examinar alguna cosa, que era preciso corregir en la silla, cuando llamaron a los que debían correr para distribuirles el número de orden: se acercaron todos, muy graves, casi solemnes, y varios de ellos en extremo pálidos. A Vronski le correspondió el número siete.
—¡A caballo! —gritó una voz.
Vronski se acercó al suyo, comprendiendo, como sus compañeros, que era el blanco de todas las miradas, y por lo mismo sus movimientos, como sucedía con él en semejantes ocasiones, eran lentos y seguros.
Kord se había puesto su traje de gala en honor de las carreras; llevaba un levitón negro abotonado hasta el cuello, camisa muy blanca y bien planchada, botas de montar y sombrero de ala redonda. Sereno y dándose importancia, según su costumbre, permanecía en pie a la cabeza del animal, sujetando él mismo la brida; mientras que Fru-Fru temblaba cual si estuviese acometida por un acceso de fiebre, y sus ojos, llenos de fuego, miraban oblicuamente a Vronski. Este último pasó el dedo por debajo de la cincha de la silla; la yegua retrocedió, enderezando las orejas, y el inglés sonrió con cierto desdén, al pensar que pudiera dudarse de sus conocimientos para ensillar un caballo.
—Monte usted y no estará tan agitado —dijo.
Vronski dirigió la última mirada a sus competidores, sabiendo que no los vería más durante la carrera: dos de ellos se dirigían ya hacia el punto de partida; Galtsin, amigo suyo y uno de los más notables jinetes, daba vueltas alrededor de su caballo sin poder montarlo; un húsar de la guardia, doblado sobre su cuadrúpedo para imitar a los ingleses, hacía un tiempo de galope; y el príncipe Kúzovlev, blanco como una sábana, montaba una yegua pura sangre que un inglés conducía por la brida. Vronski, así como todos sus compañeros, conocía el amor propio feroz de Kúzovlev, y también la «debilidad» de sus nervios; sabido era que tenía miedo de todo, pero a causa de esto mismo, y porque estaba convencido de que se exponía a romperse el cuello, puesto que junto a cada obstáculo había un cirujano con unas angarillas, se resolvió a correr.
Vronski lo saludó con una sonrisa de aprobación: Majotin, con Gladiátor, el rival más temible entre todos, no estaba allí.
—No se apresure usted —decía Kord a Vronski—, y no olvide una cosa importante: ante el obstáculo no se ha de retener ni lanzar el caballo, sino dejar seguir su impulso.
—Bien, bien —contestó Vronski, cogiendo las bridas.
—Sostenga usted la carrera, si es posible, y, en todo caso, no se desanime.
Sin dejar a su caballo tiempo para hacer el menor movimiento, Vronski se lanzó ligeramente sobre la silla, igualó las riendas dobles entre sus dedos y Kord soltó el cuadrúpedo. Fru-Fru alargó el cuello, como si preguntara qué pie debía mover, balanceando a su jinete sobre su flexible lomo, y avanzando con ligero paso; Kord lo seguía de cerca. La yegua, muy inquieta, se esforzaba por engañar a su jinete, tirando tan pronto a derecha como a izquierda, y en vano Vronski procuraba tranquilizarla con la voz y el ademán.
Se acercaban ya al río, por la parte donde estaba el punto de partida, cuando Vronski, precedido de unos y seguido de otros, oyó detrás el galope de un caballo: era Gladiátor, montado por Majotin; este último sonrió al pasar, mostrando sus largos dientes, pero Vronski le contestó solo con una mirada de enojo; no le agradaba aquel hombre, y su manera de galopar cerca de él para inquietar a su caballo lo disgustó mucho, tanto más cuanto que veía en él un adversario muy temible.
Fru-Fru partió al fin al galope con el pie izquierdo, dio dos saltos y, enojada al sentir la presión de la brida, cambió de aire, tomando un trote que sacudió con fuerza al jinete. Kord, muy descontento, corría casi tanto como la yegua junto a Vronski.