IX
A ESO de las cuatro, Lievin dejó su Izvózchik[7]; a la puerta del jardín zoológico, y procurando contener los latidos de su corazón, siguió la senda que conducía a las montañas y a la pista de hielo, donde se patinaba. Sabía que la encontraría allí, pues acababa de ver el coche de los Scherbatski a la entrada.
Hacía un día claro y muy frío; a la puerta del jardín se veían, alineados en fila, trineos, coches de lujo, isvoschiks y gendarmes. El público se apretaba en las angostas sendas abiertas alrededor de las casitas al más puro estilo ruso, adornadas con esculturas de madera; los añosos abedules del jardín tenían sus ramas sobrecargadas de escarcha y de nieve.
Siguiendo el sendero, Lievin se decía a sí mismo: «¡Calma, calma! Es preciso no turbarse. ¿Qué quieres, qué pasa? Calma ya, tonto». Así interpelaba a su corazón.
Pero cuanto más procuraba calmarse, más lo embargaba la emoción, impidiéndole casi respirar. Una persona conocida lo llamó al poco, y Lievin no se fijó siquiera en ella. Se acercó a las montañas; los trineos se deslizaban con rapidez y remontaban luego la cuesta por medio de cadenas, oyéndose un incesante crujido y rumor de voces alegres y animadas. A pocos pasos de allí se patinaba, y entre los que se entregaban a este deporte «la» reconoció muy pronto: supo que estaba a su lado por la alegría y el temor que embargaron su alma.
En pie, junto a una señora, en el lado opuesto al que Lievin se hallaba, la princesa Scherbátskaia no se distinguía de las personas que la rodeaban ni por su actitud ni por su tocado; mas para Lievin resaltaba entre la multitud como una rosa entre ortigas, iluminando con su sonrisa y su presencia cuanto había allí. «¿Me atreveré —pensó— a bajar hasta la pista y acercarme a ella?» El sitio donde estaba le pareció un santuario, al que temía acercarse; y tanto miedo tuvo, que poco le faltó para retroceder. No obstante, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, llegó a persuadirse de que estaba rodeado de personas de toda especie, y que en rigor también tenía derecho para patinar. En consecuencia, bajó a la pista de hielo, guardando tanto de fijar en «ella» los ojos como de mirar al sol, aunque no necesitaba su luz para verla.
Era costumbre reunirse en la pista una vez a la semana, siendo conocidos casi todos los concurrentes; había allí maestros en el arte de patinar que iban a lucir su destreza; otros que hacían su aprendizaje, por lo regular, muy jóvenes; y también las personas de cierta edad que practicaban aquel deporte para estar en forma (por su salud). A Lievin le parecieron todos seres favorecidos del cielo, por estar cerca de Kiti; aquellos patinadores se deslizaban a su alrededor, corrían tras ella, la alcanzaban y hasta le hablaban, divirtiéndose al parecer con el espíritu del todo libre, como si la presencia de la hermosa joven hubiera bastado para su felicidad.
Nikolái Scherbatski, primo de Kiti, que vestía chaqueta y pantalón ceñido, estaba sentado en un banco, con los patines puestos, cuando divisó a Lievin.
—¡Ah! —exclamó—. ¡He aquí al primer patinador de Rusia! ¿Hace mucho tiempo que estás aquí? ¡Vamos, ponte los patines enseguida, que el hielo está excelente!
—No los he traído —contestó Lievin, admirado de que se pudiese hablar en presencia de Kiti con aquella libertad y audacia y sin perderla de vista un segundo, aunque no la miraba. Sentía que se le acercaba el sol. La joven, visiblemente temerosa, con sus altas botinas de patinar, se lanzó hacia él desde el rincón donde se hallaba, seguida de un mancebo que vestía traje ruso y trataba de adelantarse, haciendo los ademanes desesperados de un patinador torpe.
Kiti no avanzaba con seguridad; había retirado sus manos del manguito, sostenido en su cuello por una cinta, y parecía dispuesta a cogerse a cualquier cosa. Miraba a Lievin, a quien acababa de reconocer, y se reía de su propio temor. Cuando al fin hubo tomado felizmente su impulso, dio un ligero golpe con el tacón de su botina y se deslizó hasta su primo Scherbatski, cogió su brazo y envió a Lievin un saludo amistoso. Jamás la había soñado estar tan hermosa.
Le bastaba, sin embargo, pensar en ella para evocar vivamente el recuerdo de su persona, sobre todo de su linda cabecita rubia, de su infantil expresión de candor y de bondad y de sus redondos hombros. Aquella mezcla de gracia de niña y de hermosura de mujer tenía un encanto particular que Lievin comprendía muy bien; pero lo que más le llamaba la atención era su mirada modesta, tranquila y sincera, que juntamente con su sonrisa la transportaba a un mundo encantado donde todo se dulcificaba en él, sumergiéndolo en los sentimientos de su primera infancia.
—¿Desde cuándo está usted aquí? —preguntó, ofreciéndole la mano—. Gracias —añadió, al verlo coger el pañuelo que se le había caído del manguito.
—¿Yo? He llegado hace poco: ayer, es decir, hoy —contestó Lievin, tan conmovido que no pudo comprender bien la pregunta—. Quería ir a su casa… —añadió, y recordando al punto con qué objeto, se ruborizó y se turbó—. No sabía que usted patinase tan bien.
Kiti lo miró atentamente, como para adivinar la causa de su confusión.
—Ese elogio —dijo— es precioso para mí, pues conservamos el recuerdo de su destreza como patinador.
Y sacudió con su pequeña mano, cubierta con guante negro el polvo de hielo que cubría su manguito.
—Sí, en otro tiempo patinaba con entusiasmo, pues quería llegar a ser un maestro.
—Me parece que todo lo hace usted con entusiasmo —repuso Kiti, sonriendo—. ¡Cuánto me agradaría verlo patinar un poco! Póngase los patines y correremos juntos.
«¡Patinar juntos! ¿Sería posible?», pensó Lievin, mirando a la joven.
—Voy a ponérmelos ahora mismo —contestó.
Y corrió a buscar unos patines.
—Hace mucho tiempo, caballero, que no viene usted aquí —dijo el alquilador, sosteniendo el pie de Lievin para ajustar el patín—. Ya no hemos tenido por aquí otro patinador como usted. ¿Está bien así? —añadió, estrechando la correa.
—Perfectamente; pero despabílate —replicó Lievin, sin poder disimular la sonrisa, que a pesar suyo, iluminaba su rostro. «¡He aquí la vida, he aquí la felicidad!», pensaba. «¿Deberé hablarle ahora? No me atrevo, por que soy muy dichoso en este instante, dichoso por lo menos con la esperanza; mientras que… Pero es preciso…, es preciso; ¡Fuera la debilidad!»
Lievin se despojó del abrigo, y después de hacer una corta prueba, se lanzó sobre el hielo compacto de la pista, deslizándose sin esfuerzo alguno, tan pronto despacio como rápidamente; y después se acercó a Kiti con cierta timidez, pero una sonrisa de esta lo tranquilizó una vez más.
Le dio la mano y patinaron juntos, acelerando poco a poco su carrera; cuanto mayor era la rapidez más estrechaba Kiti la mano de su compañero.
—Aprendería mucho con usted —dijo la joven—, pues sin saber por qué, tengo mucha más seguridad que con otros.
—También la tengo yo en mí cuando se apoya usted en mi brazo —contestó Lievin, sonrojándose después, como asustado de lo que había dicho.
Efectivamente, apenas pronunciadas estas palabras, cuando, así como el sol se oculta detrás de una nube, la expresión de amabilidad de la joven desapareció al punto, y Lievin observó un cambio de fisonomía que conocía muy bien y que indicaba un esfuerzo del pensamiento: en la tersa frente de Kiti apareció un ligero pliegue.
—¿Se siente usted disgustada por algo? Perdone, no tengo derecho a hacerle esta pregunta —exclamó Lievin.
—No tengo nada —contestó Kiti fríamente. Y añadió de pronto—: ¿No ha visto usted aún a mademoiselle Linon?
—Todavía no.
—Pues vaya usted a saludarla, porque lo quiere mucho.
«¿Qué le pasará? ¿La habré disgustado? Señor, compadeceos de mí», pensó Lievin, dirigiéndose a la dama francesa de cabello gris que lo observaba desde su banco. La señora Linon lo recibió como a un antiguo amigo y le mostró todos sus dientes postizos al sonreírse.
—Crecemos y avanzamos en años —dijo la dama, señalando a Kiti con una mirada—. La pequeña se hace grande —añadió con una sonrisa. Y le recordó sus chanzas sobre las tres señoritas, a quienes llamaba los tres «oseznos» del cuento inglés—. ¿Recuerda usted que las llamaban así?
Lievin lo había olvidado completamente; pero la dama se reía de aquella broma de hacía diez años, sin olvidarla nunca.
—Vamos, vaya usted a patinar. ¿No es verdad que nuestra Kiti ya patina muy bien?
Cuando Lievin se acercó de nuevo a la joven, observó que la expresión de su rostro no era ya severa; sus ojos revelaban una franqueza cariñosa; mas le pareció que hablaba con cierto tono intencionadamente tranquilo, y se entristeció. Después de hablar de madame Linon y de sus rarezas, le hizo preguntas sobre su género de vida.
—¿No se aburre usted en el campo, señor Lievin?
—No, porque siempre estoy ocupado —contestó Lievin, comprendiendo que la joven lo llevaba a un género de conversación intrascendente.
—¿Ha venido usted para mucho tiempo? —preguntó Kiti.
—No lo sé —replicó Lievin sin pensar en lo que decía. La idea de seguir su conversación en tono amistoso y tranquilo y volver tal vez a su casa sin haber resuelto cosa alguna, lo impulsó a rebelarse.
—¿Cómo es que no lo sabe usted? —preguntó Kiti.
—No sé nada; todo dependerá de usted —repuso Lievin, asustado de sus propias palabras.
¿No las oyó la joven o no quiso oírlas? El caso es que fingió dar un paso en falso en el hielo, se deslizó hasta llegar a la señora Linon, le dijo algunas palabras y se dirigió hacia la casita donde se dejan los patines.
«¡Dios mío!, ¿qué mal puedo haber hecho? ¡Ayudadme, protegedme!», se decía Lievin interiormente. Y comprendiendo que necesitaba hacer algún movimiento desordenado, describió con furor varias curvas en el hielo.
En aquel instante un joven, el más hábil de los nuevos patinadores, salió del café con sus patines calzados y el cigarrillo en la boca; sin detenerse, corrió hacia la escalera, franqueó los peldaños saltando, sin cambiar siquiera la posición de sus brazos, y se lanzó sobre la pista helada.
«Un nuevo truco», pensó Lievin, subiendo a su vez la escalera para intentar repetirlo.
—¡No te fatigues; se necesita costumbre! —le gritó Nikolái Scherbatski.
Lievin patinó algún tiempo antes de tomar impulso, y después bajó la escalera, procurando conservar el equilibrio; en el último peldaño se enganchó, e hizo con violencia un movimiento para desprenderse, recobró el equilibrio y se lanzó en el hielo sonriendo.
«¡Qué buen muchacho! —pensaba entre tanto Kiti al entrar en la casita, seguida de la señora Linon, y mirando a Lievin con cariñosa sonrisa, como si fuera un hermano querido—. ¿Es culpa mía? ¿Me he conducido mal? Sé muy bien que no es a él a quien amo, mas no por eso dejo de estar menos contenta en su compañía. ¡Es tan bueno! Pero ¿por qué me habrá dicho eso?»
Al ver a Kiti salir con su madre, que iba a buscarla, Lievin, muy colorado aún a causa del ejercicio violento que acababa de hacer, se detuvo y reflexionó. Después se quitó los patines y fue a reunirse con la madre y la hija a la salida.
—Me alegro mucho de verlo a usted —dijo la princesamadre—; recibimos los jueves, como siempre,
—Entonces será hoy.
—Nos complacerá mucho verlo a usted —contestó la princesa con sequedad.
Este tono afligió a Kiti, que no pudo menos de hacer algo para dulcificar el efecto producido por la frialdad de su madre. Se volvió hacia Lievin, y le dijo sonriendo:
—¡Hasta luego!
En aquel momento Stepán Arkádich, con el sombrero ladeado y las facciones muy animadas, entraba con aire triunfante en el jardín; mas al ver a su suegra, su rostro tomó una expresión triste y confusa para contestar a las preguntas que le dirigió sobre la salud de Dolli. Después de haber hablado en voz baja con aspecto humilde, se irguió y tomó el brazo de Lievin.
—¿Nos vamos? —preguntó—. No he dejado de pensar en ti, y me alegro mucho que no hayas faltado —añadió, mirándolo de modo expresivo.
—Vamos, vamos —contestó el feliz Lievin, que creía oír aún el acento de Kiti al decirle «hasta luego», representándose la sonrisa con que acompañó sus palabras.
—¿Iremos al hotel de Inglaterra o al Ermitage?
—Me es igual.
—Pues al hotel de Inglaterra —dijo Stepán Arkádich, que elegía aquel restaurante porque debía allí más dinero que en el otro, pareciéndole indigno de él no darle la preferencia—. Me alegro que hayas venido en tu coche, porque yo he despedido el mío.
Durante todo el trayecto, los dos amigos no hablaron palabra. Lievin pensaba en lo que podía significar el cambio sobrevenido en Kiti, y se tranquilizaba un momento para desesperarse después, repitiéndose que era una insensatez confiar en nada. A pesar de todo, le parecía ser otro hombre, que no se semejaba ya al que había existido antes de la sonrisa y de las palabras de Kiti.
Stepán Arkádich reflexionaba sobre el menú.
—¿Te gusta el rodaballo? —preguntó a Lievin al entrar en el restaurante.
—¿Qué? ¡Ah!, el salmón. Deliro por él.