XV

AQUELLA misma noche, Kiti refirió a su madre lo que había pasado entre ella y Lievin. Aunque sentía haberlo afligido, halagaba su amor propio que la hubiera pedido por esposa; pero aun teniendo la convicción de haber obrado bien, pasó mucho tiempo sin que pudiera dormir. Lo que más la impresionaba era recordar el aspecto de su pretendiente cuando, en pie junto a su padre, fijaba en ella y en Vronski una mirada sombría y triste. Entonces las lágrimas se agolparon a sus ojos; mas pensando en tal instante en aquel que lo reemplazaba, se representó vivamente sus varoniles y hermosas facciones, su calma llena de dignidad y su expresión benévola; recordó el amor que le manifestaba, y en su alma renació la alegría.

«¡Esto es triste, muy triste —se decía—; pero yo no puedo hacer nada ni tengo la culpa!» Sin embargo, una voz interior le repetía lo contrario, y por eso no era su dicha tan completa. ¿Por qué experimentaba aquel arrepentimiento? ¿Por haberlo atraído o por haber rechazado su petición? Kiti no lo sabía, pero las dudas enturbiaban su felicidad. De modo que hasta el momento de dormirse no dejó de repetir: «¡Señor, Señor, compadeceos de mí!».

Entretanto, en el gabinete del príncipe se había producido una de esas escenas que tan a menudo se repetían entre los esposos acerca de su hija preferida.

—¡Ya te diré lo que es! —repetía el príncipe, levantando un brazo—. No tienes orgullo ni dignidad y estás perdiendo a nuestra hija, buscándole esposo de una manera baja y ridícula.

—Pero, en nombre del cielo, ¿qué he hecho yo? —contestaba la princesa, casi llorando.

Había ido a dar las buenas noches a su esposo como de costumbre, muy satisfecha de la conversación que acababa de tener con su hija; y sin decir palabra sobre la petición de Lievin, se había permitido hacer una alusión sobre el proyecto de matrimonio con Vronski, considerando el asunto como cosa resuelta. Con este motivo, el príncipe se había incomodado dirigiéndole las palabras más duras.

—¿Qué has hecho? —repetía—. Voy a decírtelo. En primer lugar, has traído aquí un hombre para casarlo, de lo cual se hablará en Moscú con justa razón. Si quieres tener reuniones, tenlas en buena hora; pero invita a todo el mundo y no a los pretendientes de tu elección. Haz venir a todos esos pisaverdes —así era como el príncipe llamaba a los jóvenes de Moscú— y a los elegantes bailarines; pero, ¡vive Dios!, no arregles entrevistas como las de esta noche. Esto me disgusta, aunque llene tu objeto. Has trastornado el seso a la pequeña con ese lechuguino. Lievin vale mil veces más que ese fatuo, hecho a máquina como sus semejantes, que están todos cortados por el mismo patrón. Aunque fuese un príncipe de sangre real, mi hija no necesita ir a buscar a ninguno.

—Pero ¿de qué soy culpable?

—De que… —gritó el príncipe, encolerizado.

—Bien sé que si hubiera de escucharte —interrumpió la princesa— no casaríamos nunca a nuestra hija, y para esto tanto valdría irnos al campo.

Seguramente sería mucho mejor.

—¡Espera! ¿Por qué dices que le estoy adulando? Nada de eso… Porque un hombre joven, bien parecido y enamorado, y que ella también…

—¡Eso es lo que a ti te parece! ¿Y si al fin se enamora la niña de veras y él no tiene la menor intención de casarse? Entonces no quisiera tener ojos para ver lo que sucederá. «¡Oh, el espiritismo! ¡Oh, Niza! ¡Oh, los bailes!» —y el príncipe, imitando a su esposa, hacía una reverencia después de cada frase—. ¡Bien satisfechos podremos estar cuando hayamos hecho desgraciada a Káteñka[12] y ella se empeñe!…

—Pero ¿por qué piensas eso?

—Yo no lo pienso; lo sé. Para eso tenemos los ojos nosotros los hombres, mientras que las mujeres estáis ciegas. Por una parte, veo un hombre de intenciones formales, que es Lievin; y por la otra, un lechuguino como ese caballerito que solo quiere divertirse.

—¡Vaya unas ideas!

—Ya las recordarás, aunque demasiado tarde, como sucedió con Dásheñka[13].

—¡Vamos! Está bien, no hablemos más de ello —replicó la princesa, a quien el recuerdo de la pobre Dolli hizo enmudecer.

—¡Tanto mejor! Buenas noches.

Los esposos se abrazaron, haciéndose mutuamente la señal de la cruz, según costumbre, pero conservaron cada cual su opinión, y después se retiraron.

La princesa, persuadida poco antes de que la suerte de Kiti había quedado asegurada aquella noche, sintió debilitada su convicción por las frases de su esposo; y cuando volvió a su cuarto, pensando con terror en aquel porvenir desconocido, hizo como Kiti, repitió muchas veces las palabras: «¡Señor, Señor, compadeceos de nosotros!».

Ana Karenina
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