XXVI

¿Q tal, Kapitónych? —dijo Seriozha, al volver sonrosado y fresco del paseo, en la víspera del día de su cumpleaños, mientras el anciano conserje le despojaba de su capote, sonriendo de satisfacción—. ¿Ha venido el pretendiente de la venda? ¿Lo ha recibido papá?

—Sí, apenas llegó el jefe de sección, se presentó él —contestó el conserje alegremente—. Permítame usted quitarle el abrigo.

—¡Seriozha! —gritó el preceptor, que estaba delante de la puerta por donde se entraba en las habitaciones interiores—. Usted mismo se puede quitar la ropa.

Pero Seriozha, sin escuchar la voz áspera de su preceptor, permanecía en pie junto al conserje, a quien había cogido por la casaca y le miraba a la cara.

—¿Y ha hecho papá lo que ese hombre deseaba?

El conserje hizo una señal afirmativa.

El pretendiente de la venda interesaba a Seriozha y al conserje; se había presentado siete veces sin que se lo admitiera, y el niño lo encontró un día en el vestíbulo, suplicando que se lo recibiese, porque de lo contrario no le quedaba otro remedio que morir con sus hijos. Desde aquel día, Seriozha pensaba siempre en el pobre hombre.

—¿Parecía contento? —preguntó el niño.

—¡Ya lo creo! Se marchó saltando de alegría.

—¿Me han traído alguna cosa? —preguntó Seriozha, después de una pausa.

—Sí, sí —contestó a media voz el conserje—; hay una cosa de parte de la condesa.

Seriozha comprendió que se trataba de un regalo para el día de su cumpleaños.

—¿Dónde está?

—Korniéi lo ha llevado a la habitación de su papá; debe de ser cosa muy buena.

—¿De qué tamaño?

—No muy grande, pero seguramente le gustará.

—¿Será un libro?

—No. Vamos, vaya usted, pues Vasili Lukich lo llama —añadió el conserje, desprendiendo suavemente la mano, cubierta de un guante, que le tenía cogido.

—Voy al momento, Vasili Lukich —contestó Seriozha, con la afable sonrisa que siempre seducía al severo preceptor.

Seriozha estaba contento, y quería participar con su amigo el conserje de una buena noticia para la familia, que acababa de darle la sobrina de la condesa Lidia durante su paseo en el jardín de verano. Esta alegría era mucho mayor aún porque su papá había recibido al pretendiente y le esperaba además un regalo. «Este ha sido un buen día —pensaba—, y todos deben estar alegres.»

—¿No sabes que papá ha recibido la orden de Alexandr Nievski? —dijo al conserje.

—¿Cómo no lo he de saber, habiendo venido ya algunos a felicitarlo?

—¿Está contento?

—No podía menos de estarlo por esa gracia del emperador, la cual prueba que ha merecido esta recompensa —contestó el conserje con gravedad.

Seriozha reflexionó, mirando siempre de hito en hito al conserje, cuyo rostro conocía hasta en los menores detalles, lo que le llamaba especialmente la atención fue su barbilla colgada entre dos patillas canosas, lo que no veía nadie, solo él, porque siempre le miraba al conserje de abajo arriba.

—¿Y qué hay de tu hija? —preguntó Seriozha—. ¿Hace mucho tiempo que no la ves?

La hija del conserje formaba parte del cuerpo de baile.

—¿Cómo ha de tener tiempo para venir en día de trabajo? Ella ha de recibir sus lecciones como usted, señorito.

Al entrar en su habitación, Seriozha, en vez de ponerse a estudiar, habló a su preceptor del regalo, haciendo mil suposiciones sobre lo que podría ser.

—¿Le parece a usted que será un coche? —preguntó.

Pero Vasili Lukich no pensaba más que en la lección de gramática, que debía estar aprendida a las dos, hora en que el profesor llegaría.

—Dígame usted solo, Vasili Lukich —añadió el niño, sentado a la mesa con su libro entre las manos— qué orden hay superior a la de Alexandr Nievski. Supongo que ya sabrá usted que han favorecido con ella a mi papá.

—La de Vladímir[52] —contestó el preceptor.

—¿Y sobre este?

—Sobre todo, la de Andréi Pervozvanni[53].

—¿Y no hay otra superior?

—Lo ignoro.

—¿Cómo no lo sabe usted?

Y Seriozha, apoyando la cabeza sobre una mano, comenzó a reflexionar.

Las meditaciones del niño eran muy diversas; se imaginaba que su padre iba a ser condecorado también con las órdenes de Vladímir y Andréi, y que, por tanto, sería indulgente para la lección de aquel día. Después pensó que cuando fuese mayor haría méritos para merecer todas las condecoraciones, incluso aquellas que se crearan superiores a la de Andriéi.

En estas reflexiones se pasó el tiempo tan pronto, que cuando llegó la hora de la lección Seriozha no sabía nada, y el profesor quedó muy descontento y algo triste; esto afligía mucho a Seriozha, pero le había sido imposible aprender su lección. En presencia del profesor, no obstante, aprendió algo, a fuerza de escuchar y creer que comprendía; pero cuando estaba solo se confundía de nuevo.

Aprovechando un instante en que su maestro buscaba alguna cosa en el libro, le preguntó:

—¿Cuándo es el santo de usted, Mijaíl Iványch?

—Mejor sería que pensara usted en el estudio —contestó el maestro—. ¿A quién se le ocurre hacer semejante pregunta? Ese día será como cualquier otro, y se trabajará lo mismo.

Seriozha miró atentamente a su profesor, examinó su escasa barba, sus gafas colocados sobre la punta de la nariz, y se entregó a reflexiones tan profundas que no oyó nada de la lección. ¿Creería su maestro lo que estaba diciendo? A juzgar por el tono con que hablaba, esto parecía imposible.

«¿Por qué se empeñarán todos —se preguntó— en decirme cosas tan desagradables e inútiles? ¿Por qué no me querrá este hombre?»

Seriozha no encontraba la contestación.

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