XVII

LA fonda donde Nikolái Lievin se moría era uno de esos establecimientos de construcción reciente, con pretensiones de ofrecer a un público poco acostumbrado a los refinamientos modernos, el aseo, la comodidad y la elegancia; pero que este mismo público había convertido muy pronto en ligón. Todo produjo en Lievin un efecto penoso; el soldado que hacía de portero, revestido de desastroso uniforme, y fumando su cigarro en el vestíbulo; la escalera de palastro sombría y triste, el mozo con su traje negro lleno de manchas, la mesa redonda, adornada con su espantoso ramo de flores de cera cubiertas de polvo, el desorden y el desaseo, y hasta una actividad con carácter de suficiencia; todo este conjunto era repulsivo; pero dentro, Lievin debía ver algo peor aún.

Las mejores habitaciones resultaron estar ocupadas, y se ofreció a los esposos un aposento sucio, prometiéndoles otro para pasar la noche; Lievin hubo de conducir allí a Kiti, enojado al ver que sus previsiones se realizaban tan pronto, y que le era forzoso ocuparse de la instalación en vez de correr en busca de su hermano.

—Ve pronto —dijo Kiti con aire contristado.

Lievin salió sin decir palabra, y cerca de la puerta se encontró con Maria Nikoláievna, que acababa de saber su llegada; no había cambiado desde la última vez que Lievin la viera en Moscú; llevaba el mismo vestido de lana, que dejaba al descubierto su cuello y sus brazos, y conservaba en su rostro demacrado la misma expresión de bondad.

—¿Cómo sigue? —preguntó Lievin.

—Muy mal; ya no se levanta, y lo espera a usted siempre. ¿Ha venido usted… con su esposa?

Lievin no sospechó al principio por qué aquella mujer estaba confusa; pero Maria Nikoláievna se expresó al punto.

—Yo me iré a la cocina —dijo— y él estará así más contento, pues recuerda haberla visto en el extranjero.

Lievin comprendió que se trataba de su esposa y no supo qué contestar.

—¡Vamos, vamos! —dijo.

Mas apenas hubo dado un paso, se abrió la puerta de su habitación y Kiti apareció en el umbral. Lievin se sonrojó, muy contrariado al ver a su esposa en tan falsa posición; pero Maria Nikoláievna se ruborizó mucho más, y se oprimió contra la pared, dispuesta a llorar, tapando con el chal sus manos coloradas.

Lievin notó desde luego la expresión de ávida curiosidad que se pintó en los ojos de su esposa al fijar sus miradas en aquella mujer incomprensible para ella y casi espantosa, pero esa expresión duró solo un momento.

—¿Qué tal? ¿Cómo está? —preguntó mirando a Levin y después a ella.

—No podemos permanecer en el corredor —dijo Lievin con acento irritado.

—Pues bien, entremos —replicó Kiti volviéndose hacia Maria Nikoláievna, que se retiraba ya; mas al ver la expresión de temor de su esposo, añadió—: Mejor es que vayas tú primero y me envíes a buscar a mi cuarto.

Lievin se dirigió a la habitación de su hermano.

Pensaba encontrarlo en ese estado de ilusión propio de los tísicos, que le había chocado en su última visita; creía hallarlo más débil y más flaco, con síntomas de un próximo fin; y se figuró que iba a conmoverse mucho al verlo poseído de la idea de la muerte, como algún tiempo antes; pero lo que vio fue muy distinto de lo que esperaba.

En una pequeña y sórdida habitación, en cuyas paredes habían escupido sin duda muchos viajeros, y separada solo de otra estancia en la cual se oía hablar a varias personas, Lievin vio en una mísera cama un cuerpo cubierto con una colcha, y sobre esta una mano enorme que empuñaba de una manera singular una especie de huso largo y delgado; la cabeza, reposando en la almohada, solo tenía algunos raros cabellos, que el sudor adhería a las sienes, mientras que la frente se transparentaba casi.

«¿Es posible que ese cadáver sea mi hermano Nikolái?», pensó Lievin; pero al acercarse, cesaron sus dudas; le bastó fijar la vista en los ojos de su hermano para conocer la espantosa verdad.

Nikolái miró a Konstantín con expresión severa, y esto bastó para que restablecieran las relaciones acostumbradas entre los dos hermanos; Lievin creyó que se le dirigía una muda reprensión, y le remordió su felicidad.

Al coger la mano de Nikolái, este sonrió; pero sin que cambiase la dureza de su fisonomía.

—Sin duda, no esperabas encontrarme así —dijo al fin Nikolái, haciendo un esfuerzo.

—Sí…, no —contestó Lievin, confundiéndose—. ¿Por qué no me has avisado antes, cuando aún era soltero? He practicado verdaderas pesquisas para encontrarte.

Lievin hablaba a fin de evitar un silencio penoso, pero su hermano no respondía y lo miraba fijamente, cual si quisiera pesar cada una de sus palabras; sin saber ya qué decirle, le manifestó al fin que había llegado con su esposa. Nikolái manifestó su satisfacción, aunque añadiendo que temía espantarla; siguió una pausa, y después el enfermo comenzó a hablar; Lievin creyó, por la expresión de su rostro, que deseaba comunicarle alguna cosa de importancia, pero no hizo más que renegar del médico, manifestando su sentimiento por no poder consultar a una celebridad de Moscú. Lievin comprendió que su hermano todavía creía tener curación.

A los pocos momentos, Konstantín se levantó, con el pretexto de ir a buscar a su esposa, pero en realidad para sustraerse, al menos durante algunos minutos, a sus dolorosas impresiones.

—Está bien —dijo el enfermo—; voy a mandar que limpien y ventilen un poco esto. ¡Masha! —gritó, haciendo un esfuerzo—. Ven a poner un poco de orden aquí— y volviéndose a Lievin, añadió con una mirada interrogadora—: ¿Tú, Masha, te irás después?

Lievin salió sin contestar, mas apenas estuvo en el corredor; se arrepintió de haber prometido presentar a su esposa, y pensando en lo que había sufrido, resolvió demostrar a Kiti que aquella visita sería infructuosa. «¿Para qué atormentarla como a mí?», pensó.

—¿Qué hay? —preguntó Kiti, asustada.

—Es horrible —contestó Lievin—; yo no sé por qué has venido.

Kiti miró un momento a su esposo sin decir palabra, y cogiéndolo después del brazo, repuso tímidamente:

—Kostia, condúceme a su habitación, y el servicio será menos pesado para los dos; yo me quedaré con él, pues ya comprenderás que ser testigo de tu dolor e ignorar la causa es para mi más cruel que todo. Tal vez le sea yo útil, y a ti también. Te ruego que me lo permitas —añadió Kiti, con tono suplicante, como si se tratase de la felicidad de su vida.

Lievin hubo de consentir y acompañarla, con lo cual olvidó completamente a Maria Nikoláievna.

Kiti andaba ligera y animosa, mirando a su esposo con expresión de cariño; al entrar, se acercó al lecho de modo que el enfermo no necesitase volver la cabeza; cogió con su fresca mano la diestra enorme del moribundo, y manifestando esa simpatía que las mujeres saben demostrar sin ofender, le dirigió la palabra con dulce animación:

—Nos hemos visto en Soden sin conocernos —dijo Kiti—. ¿Pensaba usted entonces que yo llegaría a ser su cuñada?

—Supongo que no me habría reconocido usted —repuso el enfermo, cuyo rostro se había animado con una sonrisa al ver entrar a Kiti.

—¡Oh, sí! —replicó Kiti—. Y ha hecho usted bien en llamarnos. No se pasaba ni un día sin que Konstantín se acordarse de usted, inquietándose por no recibir noticias.

La animación del enfermo duró poco; antes que Kiti acabase de hablar, reapareció en su rostro la expresión de amargura que antes manifestara al observar la salud y robustez de su hermano.

—Temo que no se halle usted bien aquí —continuó la joven, evitando la mirada fija de él para examinar el aposento—. Será preciso pedir otra habitación para estar más cerca de él —dijo a su esposo.

Ana Karenina
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