VII

LIEVIN volvió cuando le avisaron que la cena estaba servida, y encontró a Kiti y a Agafia Mijaílovna de pie en la escalera, consultándose sobre los vinos que se deberían servir.

—¿Para qué todo ese aparato? Que sirvan el vino común.

—No, Stepán no lo bebe —replicó Kiti—; pero ¿qué tienes, Konstantín?

Y trató de retenerlo, aunque en vano, porque Lievin, sin escuchar más, se dirigió apresuradamente a la sala, donde tomó parte en la conversación.

—¿Conque vamos mañana a cazar? —le preguntó Stepán Arkádich.

—Sí, yo se lo ruego —dijo Veslovski, inclinado en su silla, con una pierna cruzada sobre la otra.

—Con mucho gusto. ¿Ha cazado usted ya este año? —preguntó Lievin con una falsa cordialidad, que Kiti conocía muy bien—. Yo no sé si encontraremos becadas, pero las grivas abundan. Será preciso madrugar mucho. ¿No le molestará esto, Stiva?

—Estoy dispuesto aunque sea a no dormir en toda la noche.

—¡Ah, sí, eres muy capaz de ello, y hasta de no dejar dormir a los demás! —replicó Dolli, con cierta ironía—. En cuanto a mí, no ceno y me retiro.

—No, Dolli —repuso Stepán Arkádich, yendo a sentarse junto a su esposa—; espérate un poco, tengo que decirte muchas cosas. ¿Sabes que Veslovski ha visto a Anna? Reside a setenta verstas de aquí; y mi amigo irá a verla cuando se vaya. Yo pienso acompañarlo.

—¿De veras ha visto usted a Anna Arkádievna? —preguntó Dolli a Váreñka, que se había acercado a las señoras, colocándose junto a Kiti al sentarse a la mesa para cenar.

Lievin, aunque estaba hablando con la princesa y Váreñka, observó la animación de aquel pequeño grupo, y le pareció que los dos jóvenes entablaban un diálogo misterioso y que la fisonomía de su esposa al mirar el agraciado rostro de Váreñka revelaba una emoción profunda.

—Tienen una casa magnífica —decía Váreñka con viveza—, y en ella se está perfectamente; pero no es a mí a quien toca juzgarlos.

—¿Qué piensa hacer?

—Pasar el invierno en Moscú.

—Sería muy agradable reunirse allí. ¿Cuándo irás tú? —preguntó Oblonski a su joven amigo.

—En julio.

—¿Y tú? —preguntó a Dolli.

—Cuando te hayas marchado; iré sola y así no molestaré a nadie. Tengo empeño en ver a Anna, porque es una mujer a quien compadezco y amo.

—Muy bien —contestó Stepán Arkádich—. ¿Y tú, Kiti, no irás?

—¿Qué tengo yo que hacer en su casa? —contestó Kiti, a quien esta pregunta hizo ruborizarse de enojo.

—¿Conoce usted a Anna Arkádievna? —preguntó Veslovski—. Es una mujer seductora.

—Sí —contestó Kiti, ruborizándose cada vez más. Y dirigiendo una mirada a su esposo, se levantó y fue a reunirse con él para preguntarle—: ¿Conque vas mañana de caza?

Los celos de Lievin al ver a Kiti ruborizarse no tuvieron ya límite, y su pregunta le pareció una prueba de interés por aquel joven, del que evidentemente estaría enamorada.

—Así es —contestó con voz forzada, que lo desagradó a él mismo.

—Más vale que pases el día con nosotros —dijo Kiti—, pues Dolli no ha aprovechado mucho la visita de su marido.

Lievin traducía el significado de aquellas palabras así: «No me separes de él. No me importa que tú te vayas, pero déjame gozar de la presencia de este encantador joven».

—Si te empeñas, nos quedaremos mañana —dijo Lievin en un tono extrañamente agradable.

Váreñka, sin sospechar el efecto que su presencia producía, se había levantado de la mesa para acercarse a Kiti con la sonrisa en los labios.

«¿Cómo se atreve a mirarla así?», pensó Lievin, pálido de cólera.

—¿Conque mañana de caza? —preguntó inocentemente Váreñka, sentándose de través en una silla con una pierna doblada, según su costumbre.

Arrebatado por los celos, Lievin se ve en la situación de un marido engañado a quien la esposa y el amante tratan de explotar en interés de sus placeres; pero habló con Veslovski, le hizo preguntas sobre sus arreos de caza y le prometió con aire afable organizar la partida para el día siguiente. La princesa puso fin a la inquietud de su yerno aconsejando a Kiti que se retirara a dormir; mas para exasperar del todo a Lievin, Váreñka, al dar las buenas noches a la joven, trató de besar su mano.

—En nuestra casa no es costumbre —dijo Kiti bruscamente, retirándola con viveza.

¿Cómo había ella dado derecho al joven para permitirse semejantes familiaridades y cómo osaba manifestarle tan torpemente su desaprobación?

Stepán Arkádich, que se había alegrado con algunos vasos de buen vino, estaba del mejor humor.

—¿Por qué te has de acostar, haciendo tan buen tiempo? —preguntó a Kiti—. Mira cómo sale la luna; es la hora de las serenatas; Váreñka tiene una voz deliciosa, y sabe dos nuevas canciones que nos podría dar a conocer acompañado de Varvara Andriéievna.

* * *

Mucho tiempo después de haberse retirado todos, Lievin, hundido en su sillón y guardando un silencio obstinado, oía aún a sus huéspedes cantar las nuevas coplas en el jardín. Kiti, que le había interrogado inútilmente sobre la causa de su mal humor, acabó por preguntarle, sonriendo, si era la causa Veslovski. Esto bastó para que Lievin se explicase; en pie delante de su esposa, con los ojos brillantes, fruncido el ceño, las manos aplicadas contra el pecho como si quisiera comprimir su cólera y temblorosa la voz, dijo con una expresión que hubiera parecido dura si su fisonomía no hubiese manifestado un acerbo dolor:

—No creas que estoy celoso, porque solo esta palabra me subleva; yo no podría serlo y creer a la vez en ti; pero me resiente y me humilla que te miren de ese modo.

—¿Cómo me ha mirado? —preguntó Kiti, tratando sinceramente de recordar los menores incidentes de la noche.

Le había parecido un poco familiar la actitud de Veslovski durante la cena, pero no se atrevió a decir nada.

—¿Puede tener atractivo —preguntó a su esposo—una mujer en mi estado?

—Cállate—exclamó Lievin, cogiéndose la cabeza entre las manos—. ¿Podrías, pues, si te creyeras seductora…?

—Vamos, Kostia —repuso Kiti, afligida al verlo padecer así—; bien sabes que, fuera de ti, no hay para mí nadie. ¿Quieres que me encierre lejos de todo el mundo?

Aunque resentida por aquellos celos que le impedían hasta sus distracciones más inocentes, Kiti estaba dispuesta a renunciar a todo para calmar a su marido.

—Trata de comprender lo ridículo de mi situación; ese joven es mi huésped, y fuera de su necia galantería y de la costumbre de sentarse sobre una pierna, nada tengo que decir de él, pues cree seguramente que es de buen tono lo que hace. En consecuencia, le debo tratar con cortesía, y…

—Pero, Kostia, tú exageras las cosas —interrumpió Kiti, orgullosa en el fondo del corazón al verse tan apasionadamente amada.

—Y cuando tú eres para mí objeto de un culto, siendo tan felices los dos, ese miserable tendría derecho… Tal vez no sea un miserable, pero ¿por qué ha de estar nuestra dicha a merced suya?

—Escucha, Kostia: me parece que ya sé lo que te ha enojado.

—¿El qué? —preguntó Lievin con cierta turbación.

—Tú nos observabas durante la cena.

—Sí, sí —dijo Lievin, asustado.

Y le refirió la conversación misteriosa de que tanto había sospechado.

Levin se quedó callado, luego observó el rostro pálido de su esposa y se llevó las manos a la cabeza.

—¡Katia! Te hago sufrir inútilmente. Perdóname, mi amor. ¡Esto es una locura! Katia, todo eso es culpa mía; ¿cómo he podido atormentarme así por una estupidez?

—No importa, tú sí que me das lastima.

—¿Yo? ¿Yo? ¿Quién soy? Soy un pobre loco… ¿Pero tú, por qué tienes que sufrir? Qué terrible me resulta pensar que cualquier extraño puede destruir nuestra felicidad.

—Efectivamente. Eso es lo que me ofende…

—Tienes razón, ahora voy a colmar de atenciones a ese joven, y que se quede aquí a pasar el verano —dijo Levin, besando la mano de su esposa. —Ya verás… ¡Y mañana, a cazar!

Ana Karenina
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