III

AL entrar en el pequeño gabinete de Kiti, tapizado en rosa, adornado con muñecos de vieja porcelana de Sajonia, Dolli recordó con placer que las dos hermanas habían decorado aquella habitación el año anterior. ¡Qué alegres y felices vivían entonces! En aquel momento sintió frío en el corazón al ver a su hermana sentada en una pequeña silla junto a la puerta, con la vista fija en un ángulo del tapiz. La joven vio entrar a Dolli, pero no se alteró la expresión fría y severa de su rostro.

—Temo que, una vez en mi casa, no me sea ya posible salir —dijo Dolli, sentándose a su lado—, y por eso vengo a conversar un rato contigo.

—¿De qué? —preguntó asustada Kiti, alzando la cabeza.

—¿De qué ha de ser si no de tu pesar?

—No tengo ninguno.

—No digas eso, Kiti. ¿Te parece a ti que no lo sé todo? Si quieres creerme, será poca cosa. ¿Cuál de nosotras no ha pasado por eso?

Kiti se callaba, y la expresión de su rostro volvió a ser severa.

—Ese hombre no vale la pena que te causa —continuó Dolli, entrando de lleno en el asunto.

—Me ha desdeñado —murmuró Kiti, con voz temblorosa—. Te suplico que no hablemos de esto.

—¿Quién te ha dicho que te desprecia? Yo juraría que estaba enamorado de ti, y que aún lo está; pero…

—Nada me exaspera tanto como la compasión —exclamó Kiti, encolerizándose de pronto; y dando una vuelta a su silla, con sus dedos inquietos revolvió la hebilla de su cinturón.

Dolli conocía ya esta costumbre de su hermana cuando tenía alguna pena, y recordó también que era capaz de pronunciar palabras duras y desagradables en un momento de mal humor. Por eso trató de calmarla; pero ya era tarde.

—¿Qué quieres hacerme comprender? —continuó vivamente Kiti—. ¿Que me he enamorado de un hombre que no me quiere y que me muero por él? ¿Y es mi hermana la que me dice eso para manifestarme su simpatía? ¡Rechazo esa compasión hipócrita!

—Kiti, eres injusta.

—¿Por qué me atormentas?

—No era esa mi intención; te veo triste, y…

Kiti, arrebatada, no oía ya.

—No tengo nada por qué afligirme ni consolarme; soy demasiado orgullosa para amar a un hombre que no me corresponde.

—No es eso lo que yo quiero decir… Escucha y dime la verdad —añadió Dolli, cogiendo la mano de su hermana—. Dime si Lievin te ha dicho algo.

Al oír el nombre de Lievin, Kiti perdió todo dominio de sí misma; saltó de su silla, arrojó al suelo la hebilla de su cinturón, que había arrancado, y con bruscos ademanes gritó:

—¿Por qué me hablas de Lievin? No sé por qué se complacen todos en martirizarme. Ya he dicho y repito que yo soy orgullosa e incapaz de hacer nunca, nunca, lo que tú has hecho: reconciliarme con un hombre que me hubiera faltado; tú te resignas a esto; pero yo no podría hacerlo.

Al pronunciar estas palabras, miró a su hermana. Dolli bajó tristemente la cabeza; pero Kiti, en vez de salir de la habitación, como pensaba, se sentó junto a la puerta y ocultó su rostro con el pañuelo.

Durante algunos minutos las dos permanecieron silenciosas; Dolli pensaba en sus penas y en su humillación, que recordada por su hermana le parecía más cruel aún; jamás hubiera creído a Kiti capaz de mostrarse tan dura; pero de repente oyó a su lado un sollozo, y dos brazos rodearon su cuello: era Kiti, arrodillada a sus pies.

—Dolli, soy muy desgraciada, perdóname —murmuró, ocultando su lindo rostro en el regazo de su hermana.

Tal vez eran necesarias aquellas lágrimas para restablecer la armonía entre las dos mujeres; y, sin embargo, después de llorar, no trataron del asunto que las interesaba; Kiti se sentía perdonada, aunque sin ocultarse que las crueles palabras dirigidas a su hermana quedarían impresas en su corazón; y Dolli comprendió, por su parte, que había adivinado y que el punto doloroso para Kiti era haber rechazado la mano de Lievin, siendo engañada después por Vronski. De eso deducía que su hermana estaba tan dispuesta a dispensar su cariño al primero como a odiar al segundo. Kiti no habló ya más que del estado general de su alma.

—No tengo pesar —dijo, algo más serena—; pero no puedes imaginarte hasta qué punto me parece todo odioso, repugnante y ordinario, y, sobre todo, yo misma; nunca te formarás idea de los malos pensamientos que me acuden al espíritu.

—¿Qué malos pensamientos puedes tener tú? —preguntó Dolli, sonriendo.

—Los peores y los más feos, y difícil sería explicártelos; no es tristeza ni enojo, es mucho peor; se diría que todo cuanto hay de bueno en mí ha desaparecido, y que solo queda el mal. Papá me habló antes, y creí comprender que el fondo de su pensamiento era que necesito marido; mamá me lleva al baile, y me parece que es con objeto de librarse de mí, casándome cuanto antes. Ya sé que no es verdad; y, sin embargo, no puedo desechar estas ideas. Me son intolerables esos jóvenes que nos presentan como pretendientes a nuestra mano; en otro tiempo me agradaba presentarme en sociedad, porque esto me divertía; me gustaba el tocador, y me complacía adornarme; ahora me parece inconveniente, y siento un vago malestar. ¿Qué más te diré? El doctor…

Kiti se interrumpió; quería decir que desde que se había transformado así, no podía ver a Stepán Arkádich sin hacer las conjeturas más extravagantes.

—Pues bien —continuó—, te diré que todo adquiere a mi vista el aspecto más repugnante; es una enfermedad…; tal vez pase, pero no estoy a mi gusto sino en tu casa con los niños.

—¡Qué lástima que no puedas venir ahora!

—Ya iré; he tenido la escarlatina, y mamá no se opondrá a mi deseo.

Kiti insistió tan vivamente, que se le permitió ir a casa de su hermana. Durante todo el curso de la enfermedad, pues la escarlatina se declaró efectivamente, ayudó a Dolli a cuidar de los niños, que muy pronto entraron en convalecencia sin ningún accidente enojoso; pero la salud de Kiti no se mejoró. Los Scherbatski salieron de Moscú durante la cuaresma para viajar por el extranjero.

Ana Karenina
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