XI

LO que para Vronski había sido durante cerca de un año el objeto único de su existencia, y para Anna un sueno de felicidad, tanto más encantador cuanto que le parecía inverosímil y terrible, se había realizado al fin. Pálido y tembloroso, estaba en pie ante ella, y le suplicaba que se calmase, sin saber por qué.

—¡Anna, Anna! —decía con acento conmovido—. En nombre del cielo, serénate.

Pero cuanto más elevaba la voz, más inclinaba ella la cabeza, tan altiva en otro tiempo y tan humillada ahora; habría tocado el suelo desde el diván en que estaba sentada, cayendo sobre la alfombra, si Vronski no la hubiera sostenido.

—¡Dios mío, perdóname! —exclamó, sollozando, mientras oprimía contra su seno las manos del conde.

Anna se juzgaba tan criminal y culpable, que no podía hacer otra cosa sino humillarse y pedir gracia, y de Vronski era de quien imploraba perdón, porque solo con él contaba en el mundo. Al mirarlo, le parecía tan palpable su envilecimiento, que apenas podía pronunciar otra palabra. En cuanto a Vronski, creía parecerse a un asesino ante el cuerpo inanimado de su víctima. El cuerpo inmolado por ellos era su amor, o más bien la primera fase de este; y el recuerdo del alto precio que habían pagado por su vergüenza tenía verdaderamente algo de terrible y odioso.

La idea de su envilecimiento moral agobiaba a Anna, y esta idea se comunicó a Vronski; pero cualquiera que fuese el horror del asesino ante el cadáver de su víctima, es preciso ocultarlo y aprovecharse, por lo menos, del crimen que se cometió. Y así como el culpable se precipita sobre el cadáver con rabia y lo arrastra para hacerlo pedazos, Vronski cubría de besos la cabeza y el cuello de su amante. Anna oprimía su mano sin moverse; aquellos besos los había comprado a costa de su honor, y la mano que estrechaba era la de su cómplice. Anna besó aquella mano. Vronski se arrodilló, procurando ver aquel rostro, que Anna ocultaba sin querer hablar. Al fin se levantó, haciendo un esfuerzo, y lo rechazó. Su rostro, bello como siempre, inspiraba compasión.

—Todo ha concluido —dijo—; ya no me queda nadie más que tú; no lo olvides.

—¡Cómo he de olvidar lo que es mi vida! Por un instante de esta felicidad…

—¡Qué felicidad! —exclamó Anna, con tan marcada expresión de disgusto y de terror que comunicó a Vronski el mismo sentimiento—. ¡En nombre del cielo, no digas una palabra más!

Y levantándose vivamente, se alejó del conde.

—¡No, ni una palabra más! —replicó con un aire tan desesperado que asombró singularmente a Vronski.

Y salió de la habitación.

Al principio de aquella nueva vida, le era imposible a Anna expresar su vergüenza, su temor y alegría; y más bien que manifestar su pensamiento con palabras insuficientes o triviales, prefería callarse. Más tarde no halló tampoco las frases propias para definir sus sentimientos, y ni aun sus ideas tradujeron las impresiones de su alma. «No —decía—, yo no puedo reflexionar en todo eso ahora; más tarde lo haré, cuando recobre alguna tranquilidad.» Sin embargo, la calma del espíritu no se producía, y cada vez que pensaba en lo ocurrido, en lo que debía suceder aún, y en lo que llegaría a ser de ella, la acosaba el temor y hacía lo posible por no preocuparse más del presente.

«Más tarde, más tarde —repetía—, cuando esté más serena.» En cambio, si durante su sueño perdía todo su imperio sobre sus reflexiones, se le representaba la verdadera situación en su espantosa realidad; casi todas las noches era presa de la misma pesadilla, y soñaba que los dos hombres eran sus esposos y se compartían sus caricias. Alexiéi Alexándrovich lloraba besándole las manos y diciendo: «¡Qué felices somos ahora!», y Vronski la amaba también con delirio. Anna se admiraba de haber creído que aquello fuese imposible, reía al explicarles que todo se iba a simplificar y que ambos vivirían en adelante contentos y felices. Sin embargo, este sueño la oprimía dolorosamente, y convirtiéndose en pesadilla, la despertaba cada vez más espantada.

Ana Karenina
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