XXII
SE va a servir la comida y apenas nos hemos visto —dijo Anna al entrar, esforzándose para leer en los ojos de Dolli lo que había pasado entre ella y Vronski—. Cuento con esta noche; y por lo pronto es preciso ir a cambiar de traje, porque nos hemos manchado al visitar el hospital.
Dolli sonrió, pues no llevaba más que el vestido puesto; mas a fin de hacer un cambio cualquiera en su tocado, se puso un lazo de cinta sobre el pecho y una blonda en la cabeza, y se cepilló un poco.
—Es todo cuanto puedo hacer —dijo sonriendo a Anna, cuando esta fue a buscarla, después de cambiar de vestido por tercera vez.
—Aquí somos muy formalistas —dijo esta última para excusar su elegancia—. Alexiéi está contentísimo por tu llegada, y hasta creo que se ha enamorado de ti.
Al entrar en el salón, ya encontraron allí a la princesa Varvara y a los hombres, con levitas negras todos, excepto el arquitecto, que iba de frac.
Vronski presentó a Dolli al encargado de su finca y también al arquitecto, aunque ya se lo había presentado durante la visita al hospital.
Deslumbrante con su oronda y afeitada cara, su cuello y su camisa almidonados y el lacito de su corbata blanca, el grueso mayordomo anunció que la comida estaba servida; y todos se dirigieron al comedor.
Vronski pidió a Sviyazhski que diese su brazo a Anna Arkádievna y él se acercó a Dolli. Veslovski, adelantándose a Tushkevich, ofreció el brazo a la princesa Varvara; así que Tushkevich, el encargado de la finca y el doctor no tuvieron pareja y entraron solos.
La comida, el comedor, vajilla, criados, vino y viantes, no solamente estaban en armonía con el tono lujoso general de la casa, sino que aun parecían más ricos y nuevos.
Daria Alexándrovna observaba este lujo, tan nuevo para ella, y, como dueña de una casa, aunque no tenía esperanza de aplicar algún día nada de lo que veía a la suya propia —aquel lujo estaba tan lejos de su modo de vivir— involuntariamente entraba en todos los detalles y se preguntaba quién y cómo lo había hecho. Váseñka Veslovski, su marido, incluso Sviyazhski y otros hombres que ella conocía, jamás pensaban en estas cosas e incluso creían que cualquier buen dueño daría a entender a sus invitados que no les había costado trabajo alguno organizarlo, que todo se había hecho como por sí mismo. Y Daria Alexándrovna sabía bien que por sí mismas no se hacen ni las más sencillas papillas para los niños; se decía que, por tanto, para que en aquella comida tan complicada y maravillosa estuviera todo tan bien dispuesto, alguien debía de haber puesto en ello muy aplicada atención. Y por la mirada con que Vronski revisó la mesa e hizo señal al mayordomo para comenzar a servir, y la manera en que la invitó a ella a elegir entre el potaje de verdura y la sopa, Dolli comprendió que todo aquello se hacía y mantenía por los cuidados del mismo dueño. De Anna no dependía más que de Veslovski. Ella, Veslovski o Sviyazhski, o la princesa Varvara, todos no eran allí más que invitados que, sin preocupación alguna, alegremente, gozaban de lo que otro había preparado para ellos. Anna, cuidándose solo de la conversación, desempeñaba este cometido con su tacto habitual, y siempre tenía alguna palabra para cada uno, cosa difícil cuando los convidados pertenecen a distintas clases.
Después de tratar superficialmente diversas cuestiones en las que no participaban ni el doctor, ni el archirecto, ni el encargado, sumidos en un silencio profundo, la conversación siguió igual de animada, deslizante y a veces hasta punzante para los participantes. En una ocasión Dolli se sintió incomoda, empezó a discutir, incluso se llegó acalorar; y después se quedó recordando si había dicho algo inconveniente o desagradable. Sviyazhski habló de Levin con sus ideas absurdas que las máquinas no podrían servir para la agricultura en Rusia.
—No he tenido el gusto de conocerlo —dijo Vronski sonriendo—. Tal vez el señor Levin no haya conocido nunca las máquinas que critica, pues de otro modo no me explico su juicio sobre el asunto ni su punto de vista.
—Será un punto de vista turco —añadió Veslovski sonriendo a Anna.
—Yo no sabría defender opiniones que no conozco —replicó Dolli, muy sonrojada—; pero sí puedo aseguraros que Lievin es hombre muy ilustrado, y que le sería fácil explicar sus ideas si se hallase aquí.
—¡Oh!, nosotros somos muy buenos amigos —repuso Sviyazhski, sonriendo—; pero Lievin está un poco raro… los jueces de paz y el zemstvo, ni quiere asistir a las juntas.
—¡He ahí una prueba de la indiferencia rusa! —exclamó Vronski—. Antes de tomarnos la molestia de comprender nuestros deberes que nos otorgan nuestros derechos, nos parece más sencillo negarlos.
—No conozco hombre que cumpla más estrictamente los suyos —repuso Dolli, irritada por el tono de superioridad del conde.
—En cuanto a mí, agradezco mucho el honor que se me dispensa, gracias a Nikolái Ivánovich Sviyazhski, eligiéndome juez de paz honorario —replicó Vronski—. El deber de juzgar los asuntos de un campesino me parece tan importante como cualquier otro; y esta es mi única manera de pagar a la sociedad los privilegios de que disfruto como propietario.
Dolli comparó la seguridad de Vronski con las dudas de Lievin sobre los mismos asuntos, y como amaba a este último, le dio en su pensamiento la razón.
—Supongo, pues —dijo Sviyazhski—, que podemos contar con usted para las elecciones, en cuyo caso sería tal vez prudente marchar antes del ocho. ¿Me honrará usted con una visita, señor conde?
—Por lo que a mí hace —observó Anna—, opino como el señor Lievin, aunque tal vez por motivos diferentes; los deberes públicos se multiplican, a mi modo de ver, con exageración. Hace solo seis meses que estamos aquí, y Alexiéi forma ya parte de la tutela, del jurado, de la municipalidad y no sé qué más; y allí donde las funciones se acumulan de este modo, deben llegar a ser forzosamente pura cuestión de forma. Seguramente tendrá usted veinte cargos distintos —añadió, volviéndose hacia Sviyazhski.
En aquel tono de broma de su amiga, Dolli reconoció un marcado enojo, y al ver la expresión resuelta de la fisonomía del conde y el apresuramiento de la princesa Varvara para cambiar al punto de conversación, comprendió que se tocaba un tema delicado.
La comida, el vino, el servicio —todo fue lujoso, pero… en los banquetes de ceremonia, pero un día como cualquiera, en una comida íntima, aquello le había parecido desagradable; después se pasó al terrado para jugar al lawn-tennis; Dolli renunció muy pronto, y para no demostrar que se aburría, aparentó interesarse en la partida de los demás: Vronski y Sviyazhski eran jugadores formales, pero Veslovski lo hacía muy mal, lo cual no le impedía reír a carcajadas y proferir gritos; y su familiaridad con Anna desagradó a Dolli, para quien aquella escena tenía un ridículo carácter infantil. Se apoderaba de ella el vivo deseo de volver a ver a sus hijos y encargarse otra vez del gobierno de su casa, que tan desagradable le había parecido algunas horas antes. Por tanto, resolvió marchar a la mañana siguiente, aunque había ido con la intención de pasar allí dos días. Cuando entró en su cuarto, después de tomar el té y de haber dado un paseo en la barca experimentó un verdadero alivio al verse sola, y hubiera preferido no recibir la visita de Anna.