III
PENSABA en ti —dijo Serguiéi Ivánovich—. ¿No te parece que es casi escandaloso cuanto pasa en el distrito, a juzgar por lo que dice el doctor, joven muy listo y muy alegre? Esto me hace pensar en lo que ya te he manifestado; haces mal en no asistir a las asambleas y mantenerte aislado. Si los hombres que valen no quieren mezclarse en los negocios, todo se lo llevará el diablo; y el dinero de los contribuyentes no servirá para nada, pues no hay escuelas, ni enfermeros, ni comadronas, ni boticas, ni nada.
—Ya he tratado de hacerlo —contestó Lievin, forzadamente—; pero no me es posible, no puedo.
—¿Por qué? Te aseguro que no me lo explico. No admitirá que sea incapacidad o indiferencia, y, por tanto, me pregunto si debo atribuirlo a pereza.
—Nada de eso; he tratado de asistir y me he convencido de que nada podría hacer.
Lievin no profundizaba mucho en lo que su hermano decía, y contemplando el río y la pradera, trataba de distinguir en lontananza un punto negro, tal vez el caballo del intendente.
—Te resignas con demasiada facilidad —replicó Serguiéi Ivánovich—. ¿Cómo es que no pones un poco de amor propio?
—Porque no lo concibo en semejante materia —contestó Lievin, resentido por aquella censura—. Si en la universidad me hubiesen censurado por ser incapaz de comprender el cálculo integral como mis compañeros, hubiera tenido amor propio; pero aquí se debería comenzar por estar convencido de tener ciertas capacidades para esos asuntos, y además, y es lo más principal, tienes que tener la convicción de que son importantes.
—¿Y crees que no lo son? —preguntó Serguiéi Ivánovich, molesto a su vez al ver que su hermano daba tan poca importancia a sus palabras.
—No; pero ¿qué quieres que haga? No veo nada útil, y por tanto no me intereso —replicó Lievin, que acababa de reconocer a su intendente a lo lejos.
—Escucha —dijo el hermano mayor, cuyas bellas facciones parecían haberse oscurecido—, todo tiene un límite: admitamos que sea una cosa muy buena odiar las apariencias y la mentira, pasando por un original; nada tengo que decir a esto, pero lo que acabas de contestar carece de sentido común. ¿Te parece a ti indiferente que el pueblo a quien amas, a lo que tú dices…?
«Yo no he asegurado nada de eso», pensó Lievin.
—¿Que ese pueblo a quien amas se muera sin auxilio? —continuó Serguiéi Ivánovich—. ¿Te sería igual que unas comadronas ignorantes sean causa de la muerte de los recién nacidos y que los aldeanos vegeten en la ignorancia, siendo presa del primer escribano que se presente, y tú, teniendo en tus manos remedio, no haces nada solo porque te parece que carece de importancia?
Y Serguiéi Ivánovich planteó el dilema siguiente:
—O bien tu tu desarrollo intelectual es defectuoso, porque no eres capaz de ver todo lo que puedes hacer, o bien procedes así por tu amor al descanso, tu vanidad o qué sé yo qué.
Konstantín comprendió que solo tenía dos opciones: o someterse o confesar su indeferencia por el bien público. Esto lo resintió y lo entristeció.
—Las dos cosas —dijo determinado—. No veo que sea posible.
—¿Cómo? ¿No ves, por ejemplo, que vigilando mejor el empleo de las contribuciones sería posible obtener un auxilio médico cualquiera?
—No lo veo posible en una extensión de cuatro mil verstas cuadradas, como la de nuestro distrito, sin contar que no tengo la menor fe en la eficacia de la medicina.
—Eres injusto; te podría citar mil ejemplos… ¿Y las escuelas?
—¿Para qué se quieren las escuelas?
—¡Cómo que para qué se quieren! ¿Podrá dudar nadie de las ventajas de la instrucción? Si tú la reconoces útil para ti, ¿por qué se las has de negar a los demás?
Konstantín Lievin se vio entre la espada y la pared, y en su irritación confesó involuntariamente la verdadera causa de su indiferencia.
—Todo eso puede ser cierto; pero ¿por qué he de inquietarme yo respecto a las estaciones médicas, que no utilizaré nunca, y a las escuelas, donde jamás han de ir mis hijos, y donde los campesinos no quieren enviar los suyos, siendo dudoso para mí que sea bueno hacerles ir a ellas?
Serguiéi Ivánovich quedó desconcertado con esa brusca contestación, y sacando su sedal del agua silenciosamente, dijo a su hermano, sonriendo.
—Tú has reconocido, sin embargo, la necesidad del médico, puesto que lo enviaste a buscar para Agafia Mijaílovna.
—Pero creo que no por eso quedará su mano torcida.
—Falta saberlo… Y dime, cuando el campesino sabe leer, ¿no te presta mejor servicio?
—¡Oh, eso sí que no —contestó Lievin, resueltamente—; todos te dirán que el aldeano que sabe leer vale menos como trabajador, no irá a reparar los caminos; si se le emplea en la construcción de un puente, procurará ante todo llevarse las tablas.
—Aquí no se trata de eso —repuso Serguiéi Ivánovich frunciendo el ceño, porque le molestaba la contradicción, y sobre todo aquella manera de saltar de un asunto a otro, produciendo argumentos sin enlace aparente—. La cuestión se ha de plantear así: ¿convienes tú en que la educación sea un bien para el pueblo?
—Convengo en ello —dijo Lievin, sin reflexionar que no lo pensaba así; pero al punto comprendió que su hermano haría un arma de esta confesión para combatirlo y que le demostraría fácilmente su inconsecuencia, lo cual fue muy fácil.
—Desde el momento en que lo comprendes así —continuó Serguiéi Ivánovich—, no puedes rehusar, como hombre honrado, tu cooperación en la obra.
—Pero si yo no considero aún esa obra como buena —dijo Lievin, ruborizándose.
—¿Pues no acabas de decir…?
—Lo que digo es que la experiencia no ha demostrado todavía que fuese verdaderamente útil.
—Tú no sabes porque no has hecho esfuerzo alguno para convencerte de ello.
—¡Pues bien! Admitamos que la instrucción del pueblo sea un bien —replicó Konstantín—. Aun en este caso, ¿por qué me he de atormentar?
—¡Cómo!
—Explícame tu idea desde el punto de vista filosófico, puesto que ahí hemos llegado.
—No creo que la filosofía tenga nada que ver con lo que tratamos —contestó Serguiéi Ivánovich, que parecía indicar dudas sobre el derecho de su hermano para hablar de filosofía.
—Voy a explicarme —repuso Lievin, excitándose a medida que hablaba—. En mi concepto, el móvil de nuestras acciones será siempre el interés personal, y yo, como representante de la nobleza, no veo en nuestras instituciones provinciales nada que contribuya a mi bienestar. Los caminos no son mejores, ni lo serán tampoco; y, por otra parte, mis caballos me conducirán tanto por los buenos como por los malos. Yo no hago aprecio ninguno de los médicos ni de las boticas; el juez de paz es para mí inútil, y nunca se me ocurrirá la idea de apelar a él. En cuanto a las escuelas, no solo me parecen ociosas, sino que, como ya lo he dicho, me perjudican. Por lo que hace a las instituciones provinciales, para mí no representan más que la obligación de pagar dieciocho kopeikas por desiatina, ir a la ciudad para dormir entre las chinches y oír necedades de toda especie; nada de esto entra en mi interés personal.
—Dispensa —replicó Serguiéi Ivánovich, sonriendo—: no era nuestro interés trabajar en la emancipación de los campesinos, y, sin embargo, lo hemos hecho.
—¡Oh!, la emancipación es otro asunto —replicó Konstantín, animándose cada vez más—; en esto se trataba de nuestro interés personal, pues nosotros, los hombres honrados, queríamos sacudir un yugo que nos pesaba; pero ser individuo del consejo de la ciudad para discutir sobre los conductos que se han de colocar en calles por donde no paso; formar parte de un jurado para juzgar a un campesino a quien se acusa de haber sustraído un jamón; escuchar durante seis horas las necedades del defensor y del procurador, y preguntar, en calidad de presidente, a mi campesino, viejo Alexiéi, casi idiota, que si, se reconoce culpable de lo que se le acusa…
Y Konstantín representó esta escena vivamente, imaginándose continuar así la discusión.
—¿Qué entiendes por eso? —preguntó Serguiéi Ivánovich, encogiéndose de hombros.
—Entiendo que cuando se trate de los derechos relacionados con mis intereses personales, sabré defenderlos con todas mis fuerzas; cuando estudiaba, y los gendarmes iban a practicar un registro en nuestro domicilio, sabía defender mis derechos a la libertad y a la instrucción. Discutirá el servicio obligatorio, porque es cuestión que interesa a la suerte de mis hijos y de mis hermanos; pero entretenerme en averiguar cómo se gastan los cuarenta mil rublos de impuestos e instruir el proceso de un idiota, no me creo capaz de ello.
El dique se había roto; Konstantín hablaba sin detenerse, y esto hizo sonreír a Serguiéi Ivánovich.
—Y si mañana tienes un proceso —dijo—, ¿preferirás ser juzgado por los tribunales de otra época?
—Yo no tendré proceso, porque no asesinaré a nadie, y todo esto no me sirve a mí de nada. Nuestras instituciones provinciales —añadió, saltando de un asunto a otro, según su costumbre— me recuerdan los pequeños abedules, que clavábamos en tierra el día de la trinidad para simular el bosque que ha crecido en Europa, este último ha crecido de por sí, pero en cuanto a nuestros pequeños abedules, me es imposible regarlos ni creer en ellos.
Serguiéi Ivánovich se encogió de hombros con aire de asombro al oír a su hermano hacer mención de los abedules en la discusión, si bien comprendió la idea.
—Este no es un razonamiento —dijo.
Pero Lievin, queriendo explicar aquella falta de interés por los asuntos públicos, falta de que se reconocía culpable, añadió:
—Creo que no hay actitud duradera si no se funda en el interés personal, esta es una verdad filosófica —añadió, recalcando esta palabra, cual si quisiera probar que tenía tanto derecho como otro cualquiera para hablar de filosofía.
Serguiéi Ivánovich volvió a sonreír, diciendo para sí: «Mi hermano se hace una filosofía para ponerla al servicio de sus inclinaciones».
—Deja en paz a la filosofía —repuso en voz alta—; pues su objeto ha sido precisamente en toda época hallar ese lazo indispensable que existe entre el interés personal y el general. Lo único que haré es rectificar tu comparación. Los pequeños abedules de que hablas no fueron clavados en tierra, sino plantados, y se han de tratar con la debida consideración. Las únicas naciones que tienen porvenir, las únicas que pueden titularse históricas, son aquellas que reconocen la importancia y el valor de sus instituciones, y las aprecian en lo que valen.
Y para demostrar con más evidencia el error que su hermano cometía, trató la cuestión desde el punto de vista filosófico e histórico, terreno en que no podía Konstantín seguirlo.
—En cuanto a tu poca afición a los negocios —acabó diciendo—, dispénsame que la atribuya a nuestra pereza y a nuestras antiguas costumbres de grandes señores; pero confío que ya reconocerás este error pasajero.
Lievin no contestó. Reconocía que su hermano lo había batido en la brecha, aunque sin comprender su pensamiento o aparentando no comprenderlo. ¿Sería porque no se explicaba claramente o porque Serguéi no quería o no podía entenderlo? Decidió no profundizarlo más, y sin oponerse a su hermano, empezó a pensar en un asunto muy distinto, de interés personal.
—Vámonos ya.
Serguéi Ivánovich retiró sus sedales, Konstantín desató el caballo y se marcharon.