XXIV

«DEBE de haber en mí algo repulsivo —pensaba Lievin al salir del palacio de los Scherbatski para volver a casa de su hermano—. No soy simpático a los demás hombres; dicen que tengo orgullo, y carezco de él completamente. ¿Me habría colocado yo en semejante situación si no fuera así?» Se figuraba a Vronski feliz, amable, tranquilo, dotado de talento, y sin imaginarse siquiera una posición semejante a la suya. «Ella debía elegir —pensaba—; es muy natural, y yo no debo quejarme de nada ni de nadie; el único culpable soy yo. ¿Qué derecho tengo para suponer que ella consentiría en ser mi esposa? ¿Qué soy yo? Un hombre inútil para mí mismo y para los otros.»

De pronto pensó en su hermano Nikolái, y este pensamiento alegró su corazón. «¿No tiene él razón cuando dice que todo es malo y detestable en este mundo? ¿Hemos sido justos alguna vez al juzgar a Nikolái? Ciertamente, a los ojos de Prokofi, que lo encontró embriagado y con la pelliza desgarrada, es un ser despreciable; pero mi punto de vista es distinto; conozco su corazón y sé que nos parecemos. ¡Y yo que en vez de ir a buscarlo he venido aquí!»

Lievin se acercó a un reverbero para descifrar las señas de su hermano, y alquiló un coche. Durante el trayecto, que fue largo, Lievin recordó uno por uno los incidentes de la vida de Nikolái: recordó que en la universidad, y un año después de haberse separado de él, su hermano vivió como un monje, sin hacer caso de las bromas de sus compañeros, cumpliendo rigurosamente con todas las prescripciones de la religión, huyendo de todos los placeres y, sobre todo, del sexo femenino; más tarde se había relacionado con hombres de la peor especie, para entregarse al libertinaje; y cierto día adoptó un muchacho campesino para educarlo; pero lo maltrataba de tal modo durante los accesos de cólera, que se le formó causa y faltó poco para que se lo condenara por delito de mutilación. Lievin recordó también la historia de Nikolái con un estafador, a quien dio una letra de cambio para pagar una deuda de juego, citándolo después ante un tribunal por haberse engañado. Precisamente era la letra de cambio que Serguiéi Ivánovich acababa de pagar. Tenía muy presente la noche en que Nikolái fue detenido por desórdenes nocturnos, y el proceso escandaloso entablado por él contra su hermano Serguiéi cuando acusó a este de no querer pagarle la parte de herencia de su madre; y, por último, recordaba su última aventura, cuando se le citó a juicio por golpes inferidos a un brigada. Todo esto parecía odioso; mas para Lievin la impresión no era tan mala como para aquellos que no conocían a Nikolái, porque se imaginaba conocer el fondo de aquel corazón y su verdadera historia.

Lievin no olvidaba que en el tiempo en que Nikolái buscó en las prácticas de la devoción un freno a sus malas pasiones nadie le había aprobado ni sostenido; cada cual, por el contrario, trató de ridiculizarlo; y después, cuando llegó el momento de la caída, nadie le tendió la mano; muy lejos de ello, todos huyeron de él con horror y disgusto.

Lievin comprendía que Nikolái no debía juzgarse en el fondo de su alma más culpable que aquellos que lo despreciaban. ¿Era él responsable de su indómito carácter y de su vehemente inteligencia? ¿No había tratado de mantenerse en el buen camino? «Le hablaré con la mayor franqueza —pensó Lievin—, obligándolo a que haga lo mismo, procurando probarle que le comprendo porque lo amo.»

Dio orden para que lo condujeran a la casa cuyas señas indicó, y a eso de las once de la noche estaba ya a la puerta.

—Números doce y trece —contestó el portero a la pregunta de Lievin.

—¿Está en casa?

—Supongo que sí.

La puerta del número 12 estaba entornada, y de la habitación salía un espeso humo de tabaco de calidad inferior. Lievin oyó una voz desconocida, y después reconoció la presencia de su hermano por su manera de toser.

Al entrar en una especie de recibimiento, la voz desconocida decía:

—Todo depende de que el asunto se conduzca con acierto.

Lievin dirigió una mirada por la abertura de la puerta y vio que el que hablaba era un hombre joven, de la clase del pueblo, a juzgar por su traje; en el sofá estaba sentada una mujer, joven también, de pobre aspecto, con vestido de lana sin cuello y sin puños. No se veía a Nikolái. El corazón de Lievin se oprimió al ver con qué clase de gente se trataba su hermano. Nadie le había oído, y adelantándose con precaución, escuchó lo que el hombre decía: se trataba, al parecer, de arreglar un negocio.

—¡El diablo se lleve a las clases privilegiadas! —decía su hermano, después de haber tosido—. Masha —añadió—, arréglanos pronto la cena, y danos vino si ha quedado; si no lo hay, puedes ir a comprarlo.

La mujer se levantó, y al salir vio a Lievin al otro lado de la puerta.

—Alguien pregunta por usted, Nikolái Dmitrich —dijo la mujer.

—¿Qué quiere? —preguntó Nikolái con acento de cólera.

—Soy yo —contestó Lievin, presentándose en la puerta.

—¿Quién? —preguntó la voz de Nikolái, con tono irritado.

Lievin lo oyó levantarse vivamente, cogiéndose a alguna cosa, y un momento después pudo ver la elevada estatura de su hermano, flaco y encorvado, cuyo salvaje aspecto, hosco y enfermizo, le causó pavor.

Había enflaquecido más desde la última vez en que Lievin lo había visto, tres años antes; llevaba una levita recortada, y no solo sus manos, sino todos sus miembros, parecían más grandes; el bigote se erizaba alrededor de los labios como en otro tiempo, y su mirada era extraviada.

—¡Hola, Kostia! —exclamó al reconocer a su hermano, mientras sus ojos brillaban de alegría; después, volviéndose hacia el joven, hizo con la cabeza y el cuello un movimiento nervioso, bien conocido de Lievin, y en su rostro enflaquecido se pintó una expresión salvaje y cruel.

—Ya he escrito a Serguiéi Ivánovich y a usted; no quiero saber nada de ustedes. ¿Qué se le ofrece, qué necesita usted de mí?

Konstantín Lievin había olvidado cuán difícil era tolerar el carácter de Nikolái, que había imposibilitado siempre toda relación de familia; se había representado a su hermano de otra manera al pensar en él; pero al observar sus facciones y ademanes, recordó el pasado.

—No he venido a pedirte nada —contestó Lievin con timidez—; mi único objeto era verte.

El aspecto temeroso de su hermano dulcificó a Nikolái.

—¡Ah! —exclamó, haciendo una mueca—. En ese caso, entra y siéntate. ¿Quieres cenar? Masha, trae tres platos…; no, espérate. ¿Sabes quién es? —añadió, señalando al hombre mal vestido. Es mi amigo Kritski; lo he conocido en Kíev y lo tengo por persona muy notable. La policía lo persigue, naturalmente, porque no es un canalla.

Así diciendo, miró a los presentes, como lo hacía siempre después de hablar, y dirigiéndose luego a la mujer, que estaba a punto de salir, gritó:

—¡Te digo que esperes!

Y comenzó a referir, con esa dificultad para hablar que Lievin conocía ya, toda la historia de Kritski; dijo cómo se le había expulsado de la universidad por haber querido fundar una sociedad de ayudas para los estudiantes pobres y escuelas dominicales; recordó que después fue nombrado maestro de una escuela pública, de la cual también fue expulsado, y que, por último, dio motivo a una formación de causa, sin saberse a punto fijo por qué.

—¿Es usted de la universidad de Kíev? —preguntó Lievin, para interrumpir un silencio enojoso.

—Sí, he sido —contestó Kritski, frunciendo el entrecejo con expresión de enojo.

—Y esa mujer —añadió Nikolái, señalándola— es Maria Nikoláievna, la compañera de mi vida; la he recogido en un burdel, pero la amo y la aprecio, y todos aquellos que quieran conocerme deben respetarla, la considero como mi esposa. Ya sabes a qué atenerte; y ahora, si crees rebajarte, dueño eres de irte.

Y dirigió una mirada interrogadora a los presentes.

—No comprendo por qué me rebajaría —dijo Lievin.

—Pues entonces, que suban tres raciones, Masha, aguardiente y vino; no, espera…; vamos, es igual, vete.

Ana Karenina
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