XVI

AL entrar en el comedor, Lievin encontró a su esposa sentada delante del nuevo servicio de té, leyendo una carta de Dolli, porque las dos hermanas sostenían una correspondencia seguida; Agafia Mijáilovna, con su taza delante, se hallaba junto a Kiti.

—La señora me ha ordenado que me siente aquí —dijo la anciana, mirando a Kiti con expresión de cariño.

Estas últimas palabras demostraron a Lievin que había terminado el drama doméstico entre su esposa y Agafia Mijáilovna, a pesar del disgusto que esta sufrió al ver que la despojaban de las riendas del gobierno. Kiti, victoriosa, había conseguido que se la amase.

—Toma, aquí tienes una misiva para ti —dijo Kiti, entregando a su marido una carta llena de faltas de ortografía—. Creo que es de aquella mujer, ya sabes…, de tu hermano, yo no la he leído. Esta otra es de Dolli, que llevó una noche a Grisha y Tania a un baile de niños celebrado en casa de los Sarmatski; Tania vestía de marquesa.

Lievin no escuchaba; tomó, sonrojándose, la carta de Maria Nikoláievna, la antigua querida de Nikolái, y la leyó rápidamente. Le escribía por segunda vez; en la primera carta le decía que Nikolái la echó de casa sin motivo alguno, añadiendo, con una ingenuidad conmovedora, que no pedía socorro alguno, aunque se hallaba en la miseria, pero que el recuerdo de Nikolái Dmítrich la mataba. ¿Qué sería de él estando ya tan débil? Maria Nikoláievna suplicaba a su hermano que no le perdiera de vista. En la segunda carta, cuyo tono era muy diferente, la firmante decía que había vuelto a encontrar a Nikolái en Moscú; que desde aquí marchó con él a una ciudad de provincia, donde iba a ocupar un destino; que al poco tiempo discutió con uno de sus jefes, lo cual lo obligó a dirigirse a Moscú, pero que había caído enfermo en el camino y probablemente no se restablecería ya. «Siempre pregunta por usted —decía la carta—; pero no tenemos ya dinero.»

—Lee lo que Dolli escribe respecto a ti —comenzó a decir Kiti; más al observar la expresión de trastorno de su esposo, preguntó con inquietud—: ¿Qué ocurre?

—Me escribe que mi hermano Nikolái se muere, y debo marchar.

Kiti cambió de expresión olvidando al punto a Dolli y a Tania con su traje de marquesa.

—¿Cuándo marcharás?

—Mañana.

—¿Podré acompañarte?

—¡Vaya ocurrencia! —replicó Lievin con tono de represión.

—¡Cómo ocurrencia! —exclamó Kiti, resentida de que se acogiera tan mal su proposición—: ¿Por qué no he de ir yo contigo? No molestaré en nada; yo…

—Debo marchar porque mi hermano se muere —dijo Lievin—. ¿Qué podrás hacer tú allí?

—Lo mismo que tú.

«En un momento tan grave para mí —pensó Lievin—, solo piensa en el enojo que le causará estar sola.» Y esta reflexión lo afligió.

—Es imposible —contestó severamente.

Agafia Mijailóvna, viendo que las cosas se maleaban, dejó su taza y salió sin que Kiti lo notase. El tono de su esposo había resentido a esta tanto más cuanto que, al parecer, no daba ninguna importancia a sus palabras.

—Y yo te digo que si marchas, yo me iré también. Quiero acompañarte —añadió, con acento de cólera—, y me agradaría saber por qué sería imposible.

—Porque solo Dios sabe en qué punto o en qué posada lo encontraré, y qué caminos será preciso recorrer para llegar hasta él. Tú no puedes menos de ser un entorpecimiento para mí en el caso presente —añadió Lievin, procurando conservar su sangre fría.

—De ningún modo, yo no necesito nada, donde tú vayas yo puedo ir también, y…

—Aunque solo fuera por esa mujer, con la cual no puedes ponerte en contacto…

—¿Por qué? Yo no tengo que ver con esas historias, pues nada me importan. Sé que el hermano de mi esposo se muere, que mi marido va a buscarlo, y yo quiero ir con él para…

—Kiti, no te incomodes, y piensa que en un caso tan grave, me es doloroso que agregues a mi pesar una verdadera debilidad, el temor de quedarte sola. Si te aburres, vete a Moscú.

—¡Así eres tú! Siempre me supones sentimientos mezquinos —exclamó Kiti, con las lágrimas de injusticia y cólera—. Yo no soy débil…; conozco que es deber mío estar junto a mi esposo en semejante momento, y tú quieres ofenderme, interpretando torcidamente mis intenciones.

—¡Vamos, es terrible verse esclavizado así! —exclamó Lievin levantándose, sin poder disimular su descontento, pero en el mismo instante comprendió que se culpaba a sí mismo.

—¿Pues por qué te casas? —exclamó Kiti—. Siendo soltero, estarías libre. ¿Te arrepientes ya?

Y sin poder reprimir las lágrimas, salió de la habitación.

Cuando Lievin fue a reunirse con su esposa, la encontró sollozando.

Al principio procuró no persuadirla con palabras, sino calmarla, pero Kiti no quiso admitir ninguno de sus argumentos; Lievin tomó una de sus manos, la besó y acarició su cabello, sin conseguir con esto que le contestara, hasta que al fin, cogiendo su cabeza entre las manos, pronunció con dulzura su nombre. Kiti se suavizó, lloró y se efectuó la reconciliación al punto.

Decidieron partir al día siguiente. Lievin dijo a su esposa que estaba convencido de que a ella la guiaba únicamente el deseo de ser útil y que la presencia de Maria Nikoláievna no tenía nada de indecoroso. Sin embargo, emprendía el viaje descontento de Kiti y de sí mismo. Descontento de ella porque no quería dejarlo marchar solo (¡qué extraño era pensar que él, Lievin, que hacía tan poco osaba creer en la felicidad del amor de Kiti, se sentía ahora desgraciado porque la amaba demasiado!). Y estaba descontento de sí mismo, por haber cedido. En su fuero interno le desagradaba pensar que a Kiti no le importaba encontrarse con Maria Nicoláievna y temía los posibles choques entre ellas. El mero hecho de que su mujer, su Kiti, pudiera estar en una misma habitación con una mujerzuela le hacía temblar de horror y repugnancia.

Ana Karenina
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