XXX

SVIYAZHSKI se cogió del brazo de Lievin y se acercó con él a un grupo de amigos, entre los cuales era imposible evitar el encuentro con Vronski, que en pie junto a Oblonski y Koznyshov los veía acercarse.

—Celebro ver a usted por aquí —dijo el conde, ofreciendo su mano a Lievin—: creo que ya nos hemos visto en casa de la princesa Scherbátskaia.

—Recuerdo muy bien nuestro encuentro —contestó Levin, que había esperado la oportunidad de establecer la conversación con Vronski para arreglar su comportamiento grosero del primer encuentro, y con el rostro purpúreo se volvió hacia su hermano para hablarle.

Vronski sonrió y se dirigió a Sviyazhski sin manifestar el menor deseo de proseguir su conversación con Lievin; pero este, arrepentido de su grosería, buscaba medio de repararla.

—¿Cómo marcha el asunto? —preguntó Lievin, dirigiéndose a Sviyazhski y Vronski

—Snietkov parece vacilar.

—¿Qué candidatura propondrá si desiste?

—La que se quiera —contestó Sviyazhski

—¿La de usted, tal vez?

—Ciertamente, no —dijo Nikolái Ivánovich, dirigiendo una inquieta mirada al personaje de voz áspera que estaba junto a Koznyshov.

—Si no es la de usted será la de Neviedovski —continuó Lievin, echando de ver que se aventuraba en un terreno peligroso.

—De ningún modo —repuso el personaje desagradable, que resultó ser el mismo Neviedovski, a quien Sviyazhski se apresuró a presentar a Lievin.

Siguió una pausa, durante la cual Vronski miró distraídamente a Lievin; y para dirigirle una palabra insignificante, le preguntó cómo era que viviendo siempre en el campo no desempeñaba el cargo de juez de paz.

—Porque estas autoridades me parecen una institución absurda —contestó Lievin.

—Yo hubiera creído lo contrario —repuso Vronski, con asombro.

—¿De qué sirven los jueces de paz? Durante ocho años no los he visto juzgar bien una sola vez.

Y citó inoportunamente algunos hechos.

—No te comprendo —dijo Serguiéi Ivánovich cuando, después de este diálogo, salieron de la sala para ir a votar—. Carecemos completamente de tacto político; te veo en buena inteligencia con nuestro adversario Snietkov, y ahora te haces un enemigo del conde Vronski. No creas que necesito la amistad de este último, pues acabo de rehusar la invitación que me ha hecho para ir a comer a su casa; pero es inútil hostigarlo para que sea nuestro adversario. Por otra parte, has dirigido preguntas indiscretas a Neviedovski…

—Todo esto es para mí un embrollo, al que no doy ninguna importancia —contestó Lievin, con expresión sombría.

—Así lo creo; pero el caso es que cuando tú intervienes lo echas a perder todo.

Lievin se calló, y los dos entraron en la sala grande. El anciano mariscal había resuelto presentar su candidatura, aunque dudara del éxito, pues sabía que un distrito le haría oposición.

En el primer escrutinio obtuvo una gran mayoría, y recibió las felicitaciones de todos, siendo aclamado por la multitud.

—Ya hemos concluido —dijo Lievin a su hermano.

—Nada de eso; ahora comienza —replicó Sviyazhski sonriendo—; el candidato de la oposición puede alcanzar más votos.

No se le había ocurrido a Lievin semejante cosa, así es que la respuesta de su hermano le produjo una especie de melancolía; creyéndose del todo inútil e insignificante, volvió a las pequeñas salas para comer alguna cosa, y a fin de no mezclarse con la multitud, fue a visitar las tribunas. Estaban llenas de damas, oficiales, profesores y abogados; y Lievin oyó elogiar la elocuencia de Serguiéi Ivánovich pero en vano trató de comprender lo que tanto excitaba a toda aquella gente. Aburrido ya y contristado, bajó la escalera con el propósito de marcharse, cuando fueron a buscarlo otra vez para votar. El candidato que se oponía a Snietkov era aquel mismo Neviedovski cuya negativa le había parecido tan categórica; él fue quien ganó la votación, con gran descontento de los unos y entusiasmo de los otros, mientras que el anciano mariscal disimulaba a duras penas su despecho. Cuando Neviedovski se presentó en la sala, le acogieron con las mismas aclamaciones con que fue saludado antes el gobernador, y hasta el anciano mariscal.

Ana Karenina
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