XXI

LA princesa debe de estar rendida, y sin duda los caballos no le interesan mucho —dijo Vronski a Anna, que proponía enseñar a Dolli la yeguada en la cual Sviyazhski quería ver cierto potro—. Vayan ustedes —añadió—; yo acompañaré a la princesa, y si me lo permite hablaremos un poco en el camino.

—Con mucho gusto, porque yo no entiendo nada de caballos —contestó Dolli extrañada, comprendiendo, por la fisonomía de Vronski, que este deseaba hablarle en particular.

Efectivamente, cuando Anna se hubo alejado, el conde mirando fijamente a Dolli con expresión risueña, le dijo:

—Supongo que no me engaño al considerar a usted como una sincera amiga de Anna.

Y al decir esto, se descubrió para enjugar su frente.

Dolli miró con cierta inquietud a su interlocutor. ¿Iba a solicitar acaso que fuera a vivir con sus hijos en compañía de Anna, a fin de formar para ella un círculo cuando fuese a Moscú? ¿Se propondría hablarle de Kiti o de Veslovski?

—Anna —dijo Vronski— profesa a usted el más tierno cariño, y yo quisiera que usted me prestase el apoyo de su influencia sobre ella —Dolli observó con timidez, sin contestar, la expresión grave y enérgica de Vronski—. Si de todas las amigas de Anna usted es la única que ha venido a verla, y advierta que no cuento a la princesa Varvara, harto comprendo que no es porque juzgue normal nuestra posición, sino porque ama lo bastante a su amiga para procurar que su situación sea más llevadera. ¿Tengo razón?

—Sí, pero…

—Nadie se resiente tanto como yo de las dificultades de nuestra vida —continuó Vronski, deteniéndose y obligando a Dolli a que hiciera lo mismo—, y creo que usted lo comprenderá fácilmente si me hace el honor de ver en mí a un hombre de corazón. Soy la causa de esa situación y por ello la comprendo bien.

—Ciertamente; pero no exagere usted esas dificultades —dijo Dolli, conmovida al ver la sinceridad con que su interlocutor le hablaba—; en el mundo puede ser esto penoso…

—¡Es más: es un infierno! Usted no puede imaginarse los tormentos morales que Anna ha sufrido en San Petersburgo.

—Pero no aquí; y puesto que ni ella ni usted necesitan la vida mundana…

—¿Para qué podría quererla yo? —interrumpió Vronski con desdén.

—Usted puede prescindir de ella ahora y tal vez siempre; y en cuanto a Anna, según lo que me ha dicho, se considera del todo feliz.

Así diciendo, Dolli pensó que tal vez su amiga no había sido franca con ella.

—Sí —repuso Vronski—; pero ¿durará esa felicidad? Perdone, ¿quizá prefiera pasear?

—No, me es igual.

—Pues sentémonos aquí.

Daria Alexándrovna se sentó en un banco en un rincón del paseo. Vronski quedó de pie ante ella.

—Yo temo lo que nos espera en el porvenir. ¿Hemos obrado bien o mal?… De todos modos, ya está echada la suerte —dijo pasando al francés—, y nos hemos unido para toda la vida; ya hay de por medio una criatura y podría haber otra, para las cuales la ley reserva rigores que Anna no quiere prever, porque después de haber sufrido tanto, necesita tranquilidad. En fin, mi hija es de Karenin —añadió Vronski, fijando en Dolli una mirada interrogadora y sombría. Daria Alexándrovna callaba—. Si nace mañana un hijo —continuó el conde—, siempre será un Karenin, sin derecho para heredar mi nombre ni mis bienes. ¿No comprende usted que esta idea ha de ser odiosa para mí. Pues bien, Anna no quiere entender nada de esto, porque se irrita…, y vea usted lo que resulta. Estoy feliz con su amor, pero necesito hacer algo. Tengo aquí un objeto que me interesa y me sirve para ejercer mi actividad, la considero más digna que las de mis ex compañeros en la corte y en el servicio, y esto me enorgullece. Sin duda alguna, a estas alturas no me cambiaría por ellos. Trabajo aquí, sin moverme del sitio, estoy contento y no necesitamos nada más para ser felices. Esto me agrada. Cela n’est pas un pis aller, por el contrario…

Dolli observó que al llegar a aquel punto Vronski comenzó a confundirse y ella no veía claramente la causa de ello. Pero sentía la necesidad de Vronski de hablar de aquellos problemas íntimos que no podía contar a Anna. Sus actividades en la finca estaban en el mismo apartado de problemas íntimos que sus relaciones con Anna.

—Continúo —dijo Vronski volviendo en sí—. Para trabajar con entera convicción, he de hacer algo para los otros, no para mí solo; y desgraciadamente no me es dado tener sucesores. ¿Imagina usted cuáles serán los sentimientos de un hombre cuando sabe que sus hijos y los de la mujer a quien ama no le pertenecen, y que tienen por padre a una persona que, aborreciéndolos, no querrá reconocerlos nunca? ¿No le parece a usted esto terrible?

Vronski enmudeció, poseído de profunda emoción.

—Lo comprendo. Pero ¿qué puede hacer Anna?

—He aquí el punto principal de que se trata —repuso el conde, tratando de recobrar la serenidad—. Anna puede obtener el divorcio; Stepán Arkádich había inducido ya a Karenin a consentir en él, y yo sé que no rehusaría, ni aun ahora, si Anna le escribiese. Esta condición es evidentemente una de estas crueldades farisaicas de que solo son capaces los hombres sin corazón, porque sabe el tormento que impone; pero es preciso passer pardessus toutes les finesses de sentiments il y va du bonheur et de l’existence d’Anne y de ses enfants; sin hablar de mí. Ya sabe usted ahora, princesa, por qué me dirijo a usted, como a una amiga que puede salvarnos, para que me ayude a persuadir a Anna de la necesidad de pedir el divorcio.

—Lo haré con mucho gusto —contestó Dolli pensativa, recordando su conversación con Karenin—. Con mucho gusto—repitió enérgicamente al recordar a Anna.

—Procure convencerla de que lo haga. No quiero, ni puedo hablarle de este tema.

—Sí, lo intentaré. Pero ¿cómo no se le ocurre a ella?

Y de pronto recordó aquella nueva costumbre de Anna de cerrar a medias los ojos, y le pareció que esto era debido a sus preocupaciones íntimas y a sus esfuerzos para desechar, o cuando menos, no recordar cosa alguna por lo que tenía a la vista.

—Sí, seguramente le hablaré —repitió Dolli, contestando a la mirada agradecida de Vronski.

Y ambos se dirigieron hacia la casa.

Ana Karenina
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