XXVII

SI no fuera por el dinero gastado y el trabajo hecho —dijo el anciano—, más valdría abonar sus tierras e irse, como Nikolái Ivánovich, a oír La bella Elena en el extranjero.

—Lo cual no impide que se quede usted —repuso Sviyazhski—, y de consiguiente es porque le tiene cuenta.

—Aquí tengo mi casa, todo lo que me pertenece… espero siempre que la gente cambie; pero aquí la embriaguez y el desorden son increíbles; muchos no tienen ya ni caballo ni vaca y se mueren de hambre. Sin embargo, si para sacarlos de apuros se los toma como jornaleros, lo destrozarán todo, y aún tendrán algún motivo para citar al perjudicado ante el juez de paz.

—Pero también puede usted quejarse a esa autoridad —replicó Sviyazhski.

—Por nada en el mundo lo haría. Ya sabe usted la historia de la fábrica. Los obreros, después de tocar las arras, lo abandonaron todo y se marcharon; se apeló al juez de paz, y este los absolvió. El único recurso que nos queda es el tribunal del distrito; allí se vapulea al culpable como en los antiguos tiempos y todo queda arreglado. Si no fuera por el starshina[37], sería preciso huir hasta el confín del mundo.

—Sin embargo, me parece que ninguno de nosotros llega a tal punto, ni Lievin ni yo, ni ese caballero —dijo Sviyazhski, señalando al segundo propietario.

—Sí, pero pregunte usted a Mijaíl Petróvich cómo se arregla para que sus negocios marchen. ¿Es eso verdaderamente una administración «racional»?

—A Dios gracias, yo manejo mis asuntos muy sencillamente —dijo Mijaíl Petróvich—; toda la cuestión está en ayudar a los campesinos a pagar los impuestos en otoño; ellos mismos vienen a buscarnos después. Yo adelanto un tercio de impuestos, diciendo: «Atención, hijos míos; yo os ayudo, y es preciso que me ayudéis a vuestra vez, para sembrar y segar». Así lo arreglamos todo en familia, aunque es verdad que a veces se encuentran hombres sin conciencia.

Lievin conocía de largo tiempo estas tradiciones patriarcales, e interrumpiendo a Mijaíl Petróvich dirigió la palabra al propietario del bigote gris.

—¿Y cómo se debe hacer, según usted? —preguntó.

—Como Mijaíl Petróvich, a menos que se arriende la tierra a los campesinos o se comparta el producto con ellos; todo esto está en lo posible, pero no es menos cierto que la riqueza se va en tales medios. En ciertos puntos donde la tierra daba antes nueve granos por uno, ahora no produce más de tres. La emancipación ha arruinado a Rusia.

Sviyazhski miró a Lievin con expresión burlona; pero este escuchaba atentamente las palabras del anciano, pareciéndole que eran hijas de reflexiones personales, maduradas por una larga experiencia de la vida campestre.

—Todo progreso se hace por la fuerza —continuó el propietario viejo—; tómense las reformas del Piotr I[38], de Ekaterina y de Alexandr, y hasta la historia europea, y se verá que en la cuestión agronómica, sobre todo, es en la que se ha debido emplear la autoridad. ¿Cree usted que la patata se haya introducido sin recurrir a la fuerza? ¿Se ha labrado siempre la tierra como ahora? Nosotros, los antiguos propietarios, hemos podido mejorar nuestros sistemas de cultivo e introducir instrumentos perfeccionados, porque lo hacíamos por nuestra propia autoridad y porque los campesinos, resistiéndose al principio, obedecían y acababan por imitarnos. No existiendo ahora nuestros derechos, ¿dónde hallaremos esa autoridad? Por eso no se sostiene nada, y después de un periodo de progreso volvemos a caer fatalmente en la barbarie primitiva. He aquí cómo comprendo las cosas.

—Pues yo, no —repuso Sviyazhski—. ¿Por qué no continúa usted sus perfeccionamientos, ayudándose con los obreros pagados?

—¿Y cómo lo haría careciendo de autoridad?

«He aquí el labor humano —el elemento principal de la economía rural», pensó Lievin.

—¿Y los obreros?

—No quieren trabajar convenientemente, usando buenos instrumentos. Nuestro jornalero no hace más que emborracharse como un animal y echar a perder todo cuanto toca, incluso el caballo que se le confía y el arnés nuevo. Todo lo que se hace según sus ideas le causa repugnancia, y por eso la agricultura decae visiblemente, y la tierra se descuida si no se cede a los campesinos; de modo que en vez de producir millones de carteras de trigo, solo da algunos centenares de miles y la riqueza pública disminuye. Se hubiera podido hacer la emancipación, pero progresivamente.

Y desarrolló su plan, en el que se evitaban todas las dificultades; pero a Lievin no le interesaba, y volvió a su primera cuestión, con la esperanza de inducir a Sviyazhski a explicarse.

—Es muy cierto —dijo— que el nivel de nuestra agricultura baja, y que en nuestras relaciones actuales con los campesinos es imposible obtener una explotación regular.

—No soy de ese parecer —contestó Sviyazhski—. No niego que la agricultura está en decadencia desde la época a que ustedes aluden, aunque entonces se hallaba en mísero estado, porque nunca hemos tenido ni máquinas, ni ganado conveniente, ni buena administración; y tampoco sabemos contar. Le preguntan al propietario, y no sabrá decir cuánto le cuesta lo que compra y lo que obtiene.

—Sin duda querrá usted la teneduría de libros italiana —dijo irónicamente el viejo propietario—; por mucho que se cuente, todo es embrollo y no se encuentra nunca beneficio.

—¿Por qué se ha de embrollar todo? No veo la razón: y en cuanto al beneficio, ténganse buenos instrumentos, robustos caballos en vez de rocines y mejoras en todo lo demás y se tocará el resultado. La agricultura ha necesitado siempre un poderoso impulso.

—Para eso se necesitan medios, Nikolái Ivánovich; usted podrá hacerlo, pero cuando se tiene, como yo, un hijo en la universidad y otros en el gimnasio, falta para comprar caballos percherones.

—Hay bancos.

—Sí, para vender mis tierras en pública subasta. ¡Muchas gracias!

Lievin intervino en el debate.

—Esa cuestión del progreso agrícola me ocupa mucho —dijo—; tengo miedo de aventurar intereses en mejoras, pero hasta aquí no me representan más que pérdidas. En cuanto a los bancos, no sé de qué pueden servir.

—Eso es verdad —dijo el propietario viejo con una sonrisa de satisfacción.

—Y no soy el único —continuó Lievin—; apelo a todos los que han hecho pruebas como yo, pues con raras excepciones, todas se han perdido. Y usted mismo, ¿tiene motivos para estar contento? —preguntó a Sviyazhski, en cuyo rostro se leía la confusión que le causaba aquella tentativa para sondear su pensamiento.

La pregunta no era de buena ley, pues la dueña de la casa había confesado a Lievin mientras tomaba el té que un alemán, procedente de Moscú, que por quinientos rublos se encargó de arreglar las cuentas de su explotación, había reconocido una pérdida de tres mil rublos.

El propietario viejo sonrió, sin duda porque sabía a qué atenerse respecto al producto de las tierras de su vecino.

—El resultado podrá no ser brillante —contestó Sviyazhski—; pero esto probará cuanto más que no soy muy buen agrónomo, o que mi capital vuelve a la tierra a fin de aumentar la renta.

—¡La renta! —exclamó Lievin—. Esta existe tal vez en Europa, donde se paga el capital empleado en la tierra; pero entre nosotros no hay nada de eso.

—Sin embargo, la renta debe existir: es una ley.

—Entonces será que estamos fuera de ella; para nosotros la palabra renta no explica ni aclara nada; muy por el contrario, lo embrolla todo; dígame usted, cómo la renta…

—¿No tomarían ustedes un poco de prostokvasha[39] o frambuesas? —interrumpió Sviyazhski, volviéndose hacia su esposa.

Y se levantó, persuadido, sin duda, de que acababa de cerrar la discusión, mientras que Lievin suponía que solo empezaba. Por esto continuó hablando con el propietario viejo para demostrarle que todo el mal procedía de que no se tuvieran en cuenta el carácter del obrero, sus costumbres y tendencias tradicionales; pero el anciano, así como aquellos que están acostumbrados a reflexionar solos, no penetraba fácilmente en el pensamiento de otro. El campesino ruso no era para él sino un animal que solo se podía dirigir con el palo.

—¿Por qué cree usted que no se pueda llegar a un equilibrio que utilice las fuerzas del trabajador, haciéndolas productivas? —preguntó Lievin, volviendo a la primera cuestión.

—Esto no se verá nunca en Rusia, porque se necesita autoridad —repitió el propietario.

—Pero ¿dónde quiere usted que se vaya a buscar nuevas condiciones de trabajo?— preguntó Sviyazhski, acercándose a los que discutían, después de tomar la prostokvasha y fumar un cigarrillo—. ¿No tenemos en el distrito la garantía solidaria, este resto de barbarie que decae poco a poco por sí mismo? Y ahora que está abolida la servidumbre, ¿no tenemos todas las formas del trabajo libre?

—Sí, pero hasta la misma Europa está descontenta de estas formas.

—Busca otras, y tal vez las hallará.

—Entonces, ¿por qué no hemos de buscar nosotros también?

—Porque es como si quisiéramos inventar nuevos procedimientos para construir vías férreas; están inventados ya, y solo debemos aplicarlos.

—Pero ¿y si en vez de convenir a nuestro país son perjudiciales? —preguntó Lievin.

Sviyazhski pareció atemorizado.

—¿Tendríamos —repuso— la pretensión de hallar lo que Europa busca? ¿Conoce usted los trabajos que se han hecho en Europa sobre la cuestión obrera?

—Muy poco.

—Es una cuestión que ocupa a los primeros talentos, y que ha producido una literatura considerable. Schulze-Diélichev y su escuela, Lasalle, el más liberal de todos; Mulhouse… ¿Conoce usted todo eso?

—Tengo una vaga idea.

—Por vaga que sea, seguramente sabe usted tanto como yo sobre el particular. Yo no soy profesor de ciencia social, pero estas cuestiones me interesan, y a usted también, por lo cual debería ocuparse de ellas.

—¿A qué han conducido todas?

—Dispense usted…

Los propietarios acababan de levantarse, y Sviyazhski detuvo otra vez a Lievin en la pendiente fatal que se empeñaba en seguir para sondear el pensamiento de su amigo, que acompañó a sus convidados hasta la puerta.

Ana Karenina
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