VI
¿SE recibe hoy? —preguntó Lievin, entrando en el vestíbulo de la casa de la condesa Boll.
—Sí, señor —contestó el conserje, apresurándose a despojar de su abrigo al visitante.
«¡Qué fastidio! —pensó Lievin, que daba vueltas a su sombrero entre las manos, dejando escapar un suspiro—. ¿Qué voy a decirles? ¿Para qué he venido aquí?»
En el primer salón encontró a la condesa, que con acento severo daba órdenes a un criado; pero la expresión de su rostro se dulcificó al ver a Lievin, a quien rogó que pasase a un gabinete, donde sus dos hijas hablaban Con un coronel de Moscú, a quien Levin ya había conocido. Konstantín entró, saludó, se sentó junto a un canapé y colocó su sombrero entre las rodillas.
—¿Cómo sigue su esposa? —preguntó una de las jóvenes—. ¿Viene usted del concierto? Nosotras no hemos podido y mamá ha tenido que asistir a unos funerales.
—Sí —respondió Lievin—, ya sé. ¡Qué muerte tan inesperada!
La condesa se presentó a poco, se sentó en el canapé, y, volviéndose hacia Lievin, le hizo las mismas preguntas sobre la salud de Kiti y el concierto, añadiendo, para variar, algunos detalles sobre la muerte de una amiga.
—Nunca había gozado de buena salud. ¿Ha estado usted ayer en la ópera?
—Sí.
—La Lucca estuvo sublime.
Sí, estuvo muy bien —dijo Levin. Y, sin importarle lo que pudieran pensar de él, se puso a repetir lo que había oído decir cien veces respecto al talento particular de la cantante. La condesa Boll fingía escucharle.
Le pareció que había dicho ya bastante, se calló, y entonces el coronel, que hasta entonces había guardado silencio, comenzó a hablar a su vez. Habló de la ópera, de la nueva iluminación, y, tras hacer alegres pronósticos acerca de la folle journée que se preparaba en casa de Tiurin, rio, se levantó con gran ruido, saludó a todos y se fue.
Lievin hizo ademán de seguir el ejemplo; pero una mirada de asombro de la condesa lo contuvo. Había que esperar unos minutos más. Volvió a sentarse, renegando en su interior del papel que hacía, e inútilmente buscó un asunto de conversación.
—¿Irá usted a la sesión del comité? —preguntó la condesa—. Dicen que será interesante.
—He prometido ir allí a buscar a mi cuñada.
Nuevo silencio, durante el cual las tres damas cambiaron una mirada.
«Ya debe de ser tiempo de marcharme», pensó Lievin, levantándose de pronto. Las señoras no lo retuvieron esta vez, estrechándole la mano y encargándole mil cosas para Kiti.
Al ponerse el abrigo, el conserje le preguntó cuáles eran las señas de su casa, y las apuntó gravemente en un magnífico libro encuadernado.
«En el fondo, todo me es igual —pensó Lievin—; pero, ¡Dios mío, qué estúpido parece el que visita y qué inútil y ridículo es todo esto!»
Y fue a buscar a su cuñada. La sesión pública del comité eslavo estaba muy concurrida. Asistía toda la buena sociedad. Lievin llegó al resumen, que según decían era muy interesante. Lievin encontró allí a Sviyazhski quien le invitó a la Sociedad de Agricultura a escuchar un célebre discurso; a Stepán Arkádich, recién llegado de las carreras, y a muchos otros conocidos. Lievin habló sobre la sesión, sobre una nueva obra teatral, sobre un proceso. Pero debido al cansancio, Lievin al hablar del proceso se confundió y después varias veces recordó con desagrado aquel error. Se trataba de la deportación de un extranjero juzgado en Rusia, y Lievin repitió lo que había oído decir la víspera a un conocido.
—Deportarlo es lo mismo que condenar a un pez a ser soltado en el agua —dijo. Después recordó que aquella frase, que había dado por suya y que había oído la víspera, estaba extraída de una fábula de Krilov, y que el conocido de Konstantín la había leído en un artículo de periódico.
Junto con su cuñada, Lievin se dirigió a su casa, encontró a Kiti alegre y sin novedad y se fue al club.