XX

PASÓ Anna todo el día en casa de los Oblonski, sin recibir a ninguna de las personas que, conocedoras de su llegada, se presentaron para hacer su visita. Consagró toda la mañana a Dolli y a sus hijos, y escribió dos palabras a su hermano, invitándolo a que fuera a comer a casa. «Ven. Dios es misericordioso», le decía.

Stepán Arkádich se presentó a comer; la conversación se generalizó, y Dolli tuvo a bien tutear a su esposo, cosa que no había hecho hacía tiempo; su trato fue algo frío, mas ya no habló de separación, y Stepán Arkádich vio la posibilidad de un arreglo.

Kiti llegó después de haberse terminado la comida. Apenas conocía a Anna, y se inquietaba un poco sobre el recibimiento que merecería de aquella señora de San Petersburgo, tan ensalzada por todos. Esta se conmovió un poco al ver la juventud y belleza de Kiti, quien, por su parte, quedó prendada de Anna como las niñas pueden prendarse de las mujeres de más edad. En ella no había cosa alguna que hiciera pensar en la mujer de mundo o en la madre de familia; se hubiera dicho que era una joven de veinte años, a juzgar por su esbelto talle y la frescura y animación de su rostro; pero se notaba en este cierta expresión seria, casi triste, que llamó la atención de Kiti y la sedujo. Aunque muy sencilla y sincera, Anna parecía llevar en sí un mundo superior inaccesible para una niña.

Después de comer, Anna se acercó vivamente a su hermano, que fumaba un cigarrillo, mientras que Dolli volvía a su habitación.

—¡Stiva —dijo señalando la puerta de aquella estancia—, entra y que Dios te ayude!

Stepán Arkádich comprendió, y arrojando su cigarro desapareció detrás de la puerta.

Anna se sentó en un canapé, rodeada de los niños; los dos mayores, y por imitación el menor, quizá atraídos por la actitud de su madre, quizá por el propio encanto de Anna, se habían cogido a su nueva tía aun antes de sentarse a la mesa, y se entretenía en estrechar sus manos, abrazarla, tocar sus sortijas y esconderse entre los pliegues de su vestido.

—Vamos —dijo Anna—, cada cual a su sitio.

Grisha, muy orgulloso al parecer, colocó su rubia cabecita bajo la mano de su tía, apoyándola en las rodillas.

—¿Y cuándo es el baile? —preguntó Anna a Kiti.

—La semana próxima; será un baile magnífico, uno de aquellos en que siempre se halla diversión.

—¿Conque hay bailes que siempre divierten? —dijo Anna con dulce ironía.

—Parece extraño, pero es así. En casa de los Bobríschev nadie se aburre nunca; lo mismo sucede en la de los Nikitin; pero las reuniones de los Mieshkov causan tedio invariablemente. ¿No ha observado usted nunca eso?

—No, hija mía, porque ya no hay para mi baile divertido —al pronunciar Anna estas palabras, Kiti entrevió en sus ojos algo desconocido, cerrado para ella—. Todas esas reuniones son para mí más o menos enojosas —añadió la dama.

—¿Cómo es posible que se aburra usted en un baile? —preguntó Kiti.

—¿Por qué no podría aburrirme?

La joven pensó que Anna adivinaría su contestación.

—Porque es usted la más bella siempre.

Anna se ruborizaba fácilmente, y esta vez sucedió lo mismo.

—No es así —replicó—; y aunque fuese, poco me importaría.

—¿Irá usted a ese baile? —preguntó Kiti.

—No podré dispensarme de ello, a mi modo de ver.

—Me alegraría mucho verla a usted allí.

—Ten este —dijo a Tania, la cual intentaba sacar una sortija de sus manos blancas y finas. Y continuó: Pues bien, si he de ir, me consolaré con la idea de que la complaceré a usted… Grisha —añadió—, no me despeines más —y arrolló una trenza que servía de juguete al niño—. Vamos, hijos míos, id al corredor, pues oigo a vuestra aya que os llama para tomar el té. Ya se ve —dijo a Kiti— por qué desea usted que asista yo a ese baile; me han dicho que espera usted allí un gran resultado.

—¿Lo sabe usted ya? Sí, es cierto.

—¡Qué hermosa edad la de usted! —dijo Anna—. Me hace pensar en esa nube azul semejante a las que se observan en las montañas de Suiza; todo se ve a través de ella en la edad feliz en que la infancia termina, y todo lo que la cubre es hermoso y encantador. Después aparece poco a poco un sendero que se va estrechando, y en el cual se entra con emoción, por luminoso que parezca… ¡Quién no lo ha recorrido!

Kiti escuchaba sonriendo. «¿Cómo habrá pasado ella por allí? —pensaba la joven—. ¡Cuánto daría por conocer su historia!» Y recordó la figura poco poética del esposo de Anna.

—Estoy al corriente de todo —dijo esta última— porque Stiva me lo ha dicho. Esta mañana encontré a Vronski en la estación, y me agradó mucho.

—¡Ah!, ¿conque estaba allí? —preguntó Kiti, ruborizándose—. ¿Y qué le ha contado a usted Stiva?

—Ha charlado un poco. Me alegraría mucho de que eso se realizase. Yo he viajado con la madre de Vronski y no ha dejado de hablar un momento de su querido hijo; sé que las madres no son imparciales, pero…

—¿Y qué le ha dicho la condesa?

—Muchas cosas, y en primer lugar que es su favorito; parece que tiene un carácter caballeresco; su madre me aseguró que había querido ceder toda su fortuna a un hermano, y que ya en su infancia salvó a una mujer la vida. En fin, es un héroe —añadió Anna, sonriendo al recordar el donativo de doscientos rublos que el joven hizo en la estación.

Y al pensar en este rasgo, Anna experimentó cierta inquietud, comprendiendo que Vronski había procedido así en obsequio a ella. Por eso lo ocultó a Kiti.

—La condesa —continuó Anna— ha insistido para que vaya a verla, mañana iré… Vamos, veo que Stiva permanece mucho tiempo con Dolli —añadió, levantándose con cierto enojo.

—¡Yo quiero ser primero! —gritaban todos los niños, que acababan de tomar su té en el salón, corriendo hacia su tía.

—¡Todos juntos! —dijo Anna, saliéndoles al encuentro; y cogiéndolos en sus brazos, los echó en un diván, riendo de la mejor gana al oír sus gritos de alegría.

Ana Karenina
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