XVIII

AUNQUE absorto por su pasión, Vronski no había cambiado nada en el curso exterior de su vida y conservaba todas sus relaciones mundanas y militares. Su regimiento tenía mucha importancia para su existencia, no solo porque le profesaba cariño, sino también porque todos sus compañeros lo apreciaban en alto grado; se admiraba y se respetaba al joven conde, y el regimiento se enorgullecía de contar en sus filas con un hombre de la categoría y del valor intelectual de Vronski, tanto más cuanto que anteponía a todo los intereses de sus compañeros, incluso los triunfos de la vanidad o del amor propio a que tenía derecho. El joven conde sabía apreciar los sentimientos que inspiraba y, en cierto modo, se creía obligado a mantenerlos, prescindiendo de que la vida militar le agradaba de por sí.

Inútil parece decir que no hablaba a nadie de su amor; jamás se le escapaba una palabra imprudente, aunque tomase parte en alguna orgía con sus compañeros (bebía con mucha moderación), pues sabía cerrar la boca a los indiscretos cuando llegaban a permitirse algunas alusiones. Sin embargo, toda la ciudad conocía su pasión y los jóvenes envidiaban precisamente lo que más le mortificaba a él, es decir, la elevada posición de Karenin, que contribuía a poner más en evidencia sus relaciones amorosas.

La mayor parte de las damas jóvenes, envidiosas de Anna y cansadas de oírla nombrar siempre, se complacían en ver cómo se realizaban sus predicciones, y esperaban solamente la sanción de la opinión pública para agobiar a la dama con su desprecio: ya tenían preparado el cieno que le arrojarían cuando llegase el momento oportuno. Las personas de edad y las que ocupaban altos cargos veían con desagrado cómo se preparaba un escándalo mundano.

La madre de Vronski no dejó de experimentar cierta satisfacción al tener conocimiento de las relaciones de su hijo; según ella, un amor en el gran mundo era lo que mejor acabaría de formar al joven; y no sin cierto placer, pensó que aquella Karénina, que tanto se absorbía con su hijo, no era, bien mirado, más que una mujer como otra cualquiera, le parecía natural que siendo hermosa y elegante se enamorase del conde. Sin embargo, esta manera de ver cambió cuando la anciana condesa supo que su hijo, a fin de no abandonar su regimiento y separarse de Anna, había rehusado un ascenso importante en su carrera y ello le había acarreado el disgusto de sus superiores; por otra parte, en vez de las mundanas relaciones que la madre hubiera aprobado, aquella pasión tomaba un carácter dramático, a lo Werther, lo cual hacía temer a la anciana condesa que su hijo cometiese un disparate. Desde la salida del joven de Moscú no había vuelto a verlo, aunque le envió a decir varias veces que deseaba su visita. El hermano mayor no estaba satisfecho tampoco, no porque le inquietara que aquellos amores fuesen profundos o efímeros, inocentes o culpables, pues manteniendo él mismo relaciones con una bailarina, aunque era padre de familia, no tenía derecho para ser severo, sino porque sabía que aquella pasión desagradaba en las altas esferas y podía perjudicar a su hermano.

En cuanto a Vronski, además de sus relaciones mundanas y de su regimiento, era un apasionado por los caballos. Muy pronto debían efectuarse algunas carreras, organizadas por oficiales el joven conde quiso tomar parte en ellas y compró una yegua inglesa de pura raza. A pesar de su amor, las carreras tenían para él gran atractivo, y pensaba que aquellas dos pasiones no se perjudicarían entre sí. Además de Anna, necesitaba un interés cualquiera para reponerse de sus violentas emociones.

Ana Karenina
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