XIV

LA princesa entró en aquel preciso instante, y en sus facciones se pintó el terror al ver a los dos jóvenes solos, con la fisonomía alterada. Lievin se inclinó sin decir cosa alguna, y Kiti guardaba silencio sin levantar la vista. «A Dios gracias, habrá rehusado», pensó la madre. Y en sus labios apareció la sonrisa con que recibía a sus invitados los jueves.

Se sentó e interrogó a Lievin sobre su género de vida en el campo. Su interlocutor tomó asiento también, con la esperanza de esquivarse cuando llegaran los invitados.

Cinco minutos después anunciaron a una amiga de Kiti, casada desde el invierno anterior: era la condesa de Nordston, mujer seca, de cutis amarillento, nerviosa y enfermiza, y que se hacía notar por sus grandes ojos, negros y brillantes. Quería a Kiti, y su afecto, como el de toda mujer casada por una joven, no parecía tener otro objeto que el procurarle un casamiento según sus ideas de felicidad conyugal; su candidato era Vronski. Lievin, a quien encontraba con frecuencia en casa de los Scherbatski a principios del invierno, la desagradaba por sus maneras campesinas, y su mayor placer cuando la encontraba consistía en mortificarlo.

«Me agrada bastante que me mire desde su encumbrada posición y no me entretenga con sus conversaciones sabias, porque soy demasiado ignorante para que consienta en tratarse conmigo. Me alegro mucho de serle antipática», decía siempre al hablar de él.

Lievin, efectivamente, no podía sufrirla, despreciando en ella aquello de que más se jactaba la condesa: su nerviosismo, su refinado desdén para todo lo que juzgaba material y tosco.

Entre Lievin y la condesa Nordston se estableció, pues, ese género de relaciones que con frecuencia se encuentran en el mundo, y por las que dos personas, amigas al parecer, se desprecian en el fondo de tal manera que ya no se pueden ofender por lo que se digan mutuamente.

La condesa la emprendió al punto con Lievin

—¡Ah, Konstantín Dmítrich! —exclamó, ofreciendo su pequeña mano seca—. Ya está usted de vuelta en nuestra abominable Babilonia, como llamaba a Moscú el invierno pasado. ¿Es Babilonia la que se ha convertido o es usted quien se ha viciado? —preguntó, mirando de soslayo a Kiti con burlona sonrisa.

—Me lisonjea mucho, condesa, que recuerde usted con tanta exactitud mis palabras —contestó Lievin, que, habiendo tenido tiempo para recobrarse, tomó al pronto el tono agridulce propio de sus relaciones con aquella dama—; se conoce que la impresionaron a usted muchísimo.

—¡Ya lo creo! ¡Como que tomé nota de ellas! ¿Y qué tal, Kiti, has ido hoy también a patinar?

Y comenzó a conversar con su joven amiga.

Aunque no fuera conveniente retirarse en aquel momento, Lievin hubiera preferido cometer esta torpeza al suplicio de permanecer allí toda la noche, viendo a Kiti observarlo a hurtadillas y evitando su mirada. Cuando intentó levantarse, la princesa, que pareció adivinar su propósito, le dijo:

—¿Cuenta usted permanecer mucho tiempo en Moscú? ¿No es usted ya el miembro dezemstvo en su distrito?

—No, princesa, he renunciado a esas funciones, y estaré aquí solo pocos días.

«Alguna cosa ha pasado aquí —pensó la condesa, observando la fisonomía severa y grave de Lievin—; no quiere pronunciar alguno de sus discursos acostumbrados, pero yo le haré hablar; nada me divierte tanto como ponerlo en ridículo delante de Kiti.»

—Lievin —dijo—, usted que lo sabe todo, hágame el favor de explicarme cómo es que en nuestra tierra de Kaluga los campesinos y sus mujeres se han gastado todo lo que tenían en bebida y rehúsan pagar los arriendos. Usted, que siempre elogia a esas gentes, me podría decir qué significa esto.

En aquel momento entró una dama en el salón, y Lievin se levantó.

—Dispénseme usted, condesa —replicó—, pues yo no sé nada de eso y no puedo contestarle.

Y fijó su atención en un oficial que entraba detrás de la dama.

«Ese debe de ser Vronski», pensó; y para asegurarse dirigió una mirada a Kiti, que había tenido ya tiempo de ver al recién llegado y observar a Lievin. Este último se convenció al ver los brillantes ojos de la joven, que lo amaba de veras, y lo comprendió tan claramente como si ella se lo hubiera confesado.

¿Cómo era aquel hombre a quien Kiti quería? Quiso saberlo y pensó que debía quedarse para averiguarlo.

En presencia de un rival feliz, muchos hombres están dispuestos a negar sus buenas cualidades, sin ver más que sus defectos; mientras que otros, por el contrario, solo piensan en averiguar qué méritos le han valido el triunfo, y con el corazón ulcerado solamente descubren aquellos. Lievin era de estos últimos, y no le fue difícil reconocer que Vronski tenía atractivos; esto saltaba a la vista. Moreno, mediana estatura y bien formado, poseía bellas facciones, de expresión benévola y serena; y todo en su persona, desde el cabello, negro y corto, hasta su uniforme, era sencillo y elegante.

Vronski dejó pasar a la dama que entraba al mismo tiempo, se acercó enseguida a la princesa y después a Kiti. Le pareció a Lievin que al aproximarse a la joven sus ojos tomaron una expresión de ternura, y que su sonrisa era de triunfo; alargó su mano, algo pequeña, y se inclinó respetuosamente.

Después de saludar a las personas presentadas y de cambiar algunas palabras, se sentó sin haber dirigido la mirada a Lievin, que no lo perdía de vista.

—Permítanme ustedes, caballeros —dijo la princesa, indicando con un ademán a Lievin—, presentarles uno a otro —y dirigiéndose sucesivamente a los dos, añadió—: Konstantín Dmítrich Lievin; el conde Alexiéi Kirílovich Vronski.

Este último se levantó y fue a estrechar amistosamente la mano de Lievin.

—Me parece —dijo con franca sonrisa— que debíamos haber comido juntos el invierno pasado; pero su repentina marcha al campo lo impidió.

—Lievin desprecia la ciudad y sus habitantes, y huye de una y de otros —dijo la condesa.

—Supongo que mis palabras la impresionaron a usted vivamente, puesto que tan bien las recuerda —dijo Lievin. Y comprendiendo que repetía lo que poco antes había dicho, se ruborizó.

Vronski miró a Lievin y a la condesa y sonrió.

—¿De modo que sigue usted viviendo en el campo? —preguntó Vronski—. Debe de ser muy triste en invierno.

—No cuando hay ocupación —replicó Lievin con tono adusto—, y además nadie se aburre consigo mismo.

—A mí me gusta mucho el campo —dijo Vronski, notando el tono de Lievin, pero fingiendo no advertirlo.

—Supongo que no consentiría usted en vivir siempre allí —dijo la condesa.

—No lo sé, porque nunca he resistido mucho tiempo; pero debo decir que jamás eché tanto de menos la verdadera campiña rusa como durante el invierno que pasé en Niza con mi madre. Esta ciudad es muy aburrida; y en cuanto a Nápoles y Sorrento, no valen tanto como se dice. Allí es donde se recuerda más vivamente nuestra patria, y sobre todo su campiña…

Vronski hablaba tan pronto a Kiti como a Lievin, fijando su mirada benévola sucesivamente en una y en otro. Advirtió que la condesa Nordston quería decir algo, se detuvo, sin terminar la frase y se puso a escuchar con atención.

La conversación no languideció un instante, tanto que la anciana princesa no necesitó apelar a los recursos extremos para animarla en el caso de que el silencio se hubiese prolongado; en estos casos su artillería pesada, era la enseñanza clásica y moderna y el servicio militar obligatorio. En cuanto a la condesa, no tuvo ocasión para seguir mortificando a Lievin.

Este último quería tomar parte en la conversación general y no podía; se repetía a cada momento que iba a retirarse, y, sin embargo, permanecía allí cual si hubiera esperado alguna cosa.

Se habló de las mesas giratorias y de los espíritus; y la condesa, que era espiritista, comenzó a referir las maravillas que había presenciado.

—Condesa, en nombre del cielo, hágame usted ver esas cosas —dijo Vronski, sonriendo—, pues jamás he conseguido descubrir nada extraordinario, por mucha que fuera mi voluntad.

—Muy bien, esto se hará el sábado próximo —repuso la condesa—. ¿Y usted cree en ello, amigo mío? —preguntó a Lievin.

—¿Por qué me pregunta usted eso, sabiendo muy bien lo que contestaré?

—Porque quisiera conocer su opinión.

—Pues mi opinión es —contestó Lievin— que las mesas giratorias nos prueban hasta qué punto nuestra buena sociedad está atrasada, no siendo por tal concepto muy superior a nuestros campesinos. Estos creen en el mal de ojo, en los hechizos, en las metamorfosis, y nosotros…

—Entonces, ¿usted no cree…?

—No puedo creer, condesa.

—Pero ¿y si le dijese a usted que yo misma he visto?

—Las campesinas dicen también que han visto el domovoi[11].

—Entonces ¿cree usted que yo no digo la verdad?

Y comenzó a reír. Su risa denotaba cierta molestia.

—Nada de eso, Masha —interrumpió sencillamente Kiti, ruborizándose—. Konstantín Dmítrich dice tan solo que no cree en el espiritismo.

Lievin iba a contestar con enojo, cuando Vronski intervino, y con su amable sonrisa consiguió que la conversación se mantuviera en los límites de una estricta cortesía.

—¿No admite usted en absoluto la posibilidad? —preguntó—. ¿Por qué? ¿No admitimos la existencia de la electricidad, sin comprenderla tampoco? ¿Por qué no pudiera haber una fuerza nueva, desconocida aún que…?

—Cuando se descubrió la electricidad —interrumpió Lievin con viveza —solo se habían visto los fenómenos, sin saber qué los producía ni de dónde provenían; y han pasado siglos antes que se pensara en hacer su aplicación. Los espiritistas, por el contrario, comenzaron por sus mesas giratorias, evocando a los espíritus, sin demostrar nada científicamente.

Vronski escuchaba atentamente, como siempre lo hacía, interesándose al parecer en aquellos razonamientos.

—Sí —repuso—; pero los espiritistas dicen: ignoramos aún qué fuerza es esa, aunque reconociendo que existe y obra en condiciones determinadas; a los sabios es a quienes corresponde descubrir ahora en qué consiste. ¿Por qué no existiría efectivamente una nueva fuerza si…?

—Porque —interrumpió Lievin— siempre que frote usted lana con resina producirá en electricidad un efecto seguro y conocido; mientras que el espiritismo no da ningún resultado cierto; de modo que sus efectos no se podrían considerar como fenómenos de naturaleza física.

Vronski, comprendiendo que el diálogo tomaba un carácter demasiado serio para un salón, no contestó, y a fin de cambiar de tema, dijo a las damas, sonriendo alegremente:

—¿Por qué no hacer un ensayo? ¿Qué le parece, condesa?

Pero Lievin quería apurar su demostración.

—La tentativa de los espiritistas para explicar sus milagros por una fuerza nueva —dijo— no puede dar resultado alguno en mi concepto; proclaman una fuerza sobrenatural, y quieren someterla a una prueba material.

Todos esperaban que acabase de hablar, y Lievin lo comprendió.

—Yo creo —dijo la condesa— que usted sería un médium excelente, porque no le falta entusiasmo.

Lievin abrió la boca para contestar, pero no dijo nada y se ruborizó.

—Vamos, señoras, hagamos la prueba con las mesas —dijo Vronski—. ¿Lo permite usted, princesa?

Y el joven se levantó, buscando con la vista una mesilla.

Kiti se puso en pie, y sus ojos se encontraron con los de Lievin, de quien se compadecía tanto más cuanto que era la causa de su dolor. «¡Perdóneme usted, si puede —decía su mirada—; soy tan feliz!» «Aborrezco al mundo entero, incluso a usted y a mí», contestaba la mirada de Lievin. Y se alejó en busca de su sombrero.

—Pero la suerte le fue adversa esta vez también; cuando se disponía a salir, el anciano príncipe entró y, después de saludar a las damas, se apoderó de Lievin.

—¡Ah! —exclamó con alegría—. Ignoraba que estuvieses aquí. ¿Desde cuándo? Me complace mucho verlo.

El príncipe trataba a Lievin tan pronto de «tú» como de «usted». Lo agarró del brazo, y no hizo aprecio de Vronski, que estaba en pie detrás, esperando tranquilamente a que el príncipe lo viera para saludarlo.

Kiti comprendió que la amistad de su padre debía resultar dolorosa a Lievin después de lo ocurrido; y también observó que el anciano príncipe contestaba fríamente al saludo de Vronski. Este último, sorprendido por aquella glacial acogida, parecía preguntarse por qué el padre de Kiti no podría estar amistosamente dispuesto en su favor.

—Príncipe —dijo la condesa—, devuélvame usted a Lievin, pues queremos hacer un experimento.

—¿Qué experimento? ¿Se trata de hacer girar los veladores? Pues bien me dispensarán ustedes: pero a mi modo de ver, el juego de la ardilla sería más divertido —dijo el príncipe mirando a Vronski a quien consideraba como el autor de la diversión.

Vronski fijó su mirada de asombro en el anciano príncipe y se volvió hacia la condesa de Nordston, sonriendo; un momento después hablaban de un baile que se debía celebrar la semana siguiente.

—Espero que no faltará usted —dijo a Kiti.

Apenas el príncipe lo hubo dejado, Lievin se esquivó; y la última impresión que conservó de aquella noche fue el rostro risueño de Kiti al contestar a Vronski sobre el baile.

Ana Karenina
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